sábado, 15 de septiembre de 2007

Rebeca (cuento)


Prólogo

Hola Pablo. Te llamo para decirte que el cuerpo de Rebeca apareció en una de las riberas del Río Negro, varios kilómetros más abajo del lugar donde había acampado. Fue difícil reconocerla, el cadáver había empezado a descomponerse, llevaba en su cuello un collar hecho de flores. Lo encontró un campesino que vivía cerca; estaba atrapado en unos árboles que habían caído la noche anterior durante una tormenta. De no ser así, creo que nunca hubiese aparecido. La misa está prevista para esta tarde a las 3 p.m., en la María Magdalena, te lo digo por si quieres asistir. Sé cuan importante fue para ti.

Pablo

Cuando supe que Rebeca había desaparecido, que hacía varios días que no daba señales de vida y que habían encontrado la carpa donde solía acampar cuando quería alejarse un poco del mundo y tomar aire, “-cargarse de nuevas energías”, como solía decir; imaginé este desenlace. No sé porque pensé en la Ofelia de Millais, ese cuadro prerrafaelista, que muestra una mujer de inconmensurable belleza, flotando en las aguas. Ahora veo que no estaba equivocado. Murió como la amada de Hamlet, a la que él mismo había rechazado. La conocí en la casa de unos amigos, una de esas rumbas un poco descabelladas, donde había de todo. Casi todos mis amigos estaban en pareja. Ella y yo habíamos llegado solos. Esa noche me diría que hacía un tiempo largo que no salía con nadie. Aunque luego comprendería que un tiempo largo para ella podían ser tres horas, tres días, tres meses o tres años. No tenía mucha concepción del tiempo, podía dormir 30 horas seguidas, sin despertar, o pasarse otras tantas en una fiesta que terminaba ella sola en cualquier bar de la ciudad, en su apartamento o en uno de los cuchitriles desconocidos para los demás. Al principio ni siquiera me miró, le he debido parecer bastante insignificante. Se tomó la palabra, hablaba de política -más que hablar despotricaba contra el gobierno de turno- o de la última película que había visto, o del artículo que había leído horas antes. Pasaba de un tema a otro a la velocidad de la luz. Oírla hablar, era enfrentarse a una mente lúcida, brillante, contestaria, rebelde y también alucinante. Éramos pocos los que teníamos el coraje de interrumpirla o de contradecirla.

Era la primera vez que yo la veía, por lo que su lenguaje provocador no me intimidaba, tal vez fue por eso que la interrumpí un par de veces y le hice saber que si bien su razonamiento me parecía muy bien expresado, yo no estaba de acuerdo con lo que planteaba. No estoy muy seguro con respecto a qué yo no estaba de acuerdo con ella. El hecho es que de invisible pasé a ser el único receptor al que ella aparentemente se dirigía. Tenía una cierta manera de ignorar a los otros, como si simplemente no existiesen. Su monólogo terminó siendo un diálogo entre los dos, en el que cada uno buscaba un argumento mejor. Como si se tratase de un justa, alguien debía perder y el otro ganar. Supongo que el ser retada por alguien que no conocía, ni del que había oído hablar nunca, le clavó una espina en el cuerpo que tenía que sacarse a como diera lugar. Por mi parte me divertía con el juego inesperado. Los otros, cansados de estar por fuera de una conversación que saltaba de un tema a otro continuamente y que no siempre podían seguir, se dedicaron a bailar o amarse, sin importar demasiado que todos estuviésemos en el mismo lugar. No pasaría mucho rato sin que nosotros hiciésemos lo mismo. Terminamos tirados en el piso besándonos y manoseándonos, con ese frenesí que dan las primeras caricias de dos personas que están por convertirse en amantes, pero que hacía pocas horas ignoraban todo el uno del otro.

Amanecimos en su cama. Después de dos días de estar encerrados en su habitación y de no tener ni siquiera un pantaloncillo limpio a la mano, decidimos que lo mejor era que yo me trasladase a vivir a su apartamento. Le gustaban los extremos, el albur, lo inesperado. Esa era su droga, su cocaína, el gusto por lo desconocido; para eso vivía. No en vano practicaba deportes de alto riesgo. Fue una de las pioneras del torrentismo, del rafting y del canotaje en este país. Por eso le gustaba acampar cerca al río, sobre todo en los alrededores de los cauces más violentos. Era pura adrenalina. Pero de igual forma podía entrar en períodos de angustia que la llevaban a cerrar puertas y ventanas, postigos que no existían y puentes imaginarios, como si su apartamento fuese sitiado por un ejército invencible. Pasaba de la euforia a la melancolía, como otros se cambian un par de zapatos. Esa inestabilidad emocional había sido la causa principal por la que no hubiese terminado nunca una de las tantas carreras que quiso estudiar. Antropología y sociología en París, historia en España, arqueología en Londres, arte dramático en Nueva York. En Ámsterdam se había inscrito en un curso para aprender a tallar diamantes... Fuera del español, hablaba francés, inglés, alemán y decía que chapuceaba el árabe, vaya a saber porqué. A lo mejor vivió algún tiempo con un argelino o con un tunecino o con un marroquí. Lo supongo porque a veces hacía alusiones al Magrebh, como si lo conociera de cerca. Otras veces recitaba versos en japonés. Luego supe que en San Agustín, en un hotel barato, especial para estudiantes extranjeros, una especie de torre de babel del siglo XX, había conocido a un poeta nipón, que recorría Colombia con un morral a la espalda. Rebeca podía decir que había tenido muchos amantes, pero ninguno podía decir que ella había sido su amante. Ella los elegía y ella los desechaba, como George Sand. De todas formas al lado de Rebeca uno podía estar seguro de todo y de nada. Podía ser una brújula con las agujas bien dirigidas hacia el norte, como un remolino que arrastraba todo lo que encontraba a su paso a un caudal de agua infernal.

Ella era el comienzo y el fin. La creación y la destrucción. La armonía y el caos. Rebeca era el compendio de Brahma, Vishnú y Shiva. Un enigma permanente. En la noche, después de dejar la oficina y llegar a su casa, podía encontrar una mesa adornada con un mantel de lino, una vajilla de Sèvres, no una que hubiese sido comprada en Sèvres-Babylone, sino una auténtica o una de Limoges; cubiertos y copas de plata, una botella de Dom Pérignon fría o una Veuve Clicquot, acompañada de caviar Osciètre de Irán o un Beluga de Azerbaijan o una “langouste à l’armoricaine” o todo al mismo tiempo; aún así se lamentaba de no encontrar un homard para prepararlo, -eso sí español, son los mejores -decía enfáticamente-. Hubiese podido decir un bogavante, pero no para ella era un homard. –Je l’aurais fait grillé, accompagné d’une sauce mayonaise maison -agregaba-. Adornaba la mesa con un par de velas. En la sala ponía luces discretas y música de Loorena Mckennitt, como fondo al “souper d’amoureux” que había preparado.

O bien podía encontrar el apartamento patas arriba. La ropa del closet regada por todas partes, la cocina sucia, la nevera vacía, la cama sin tender y ella sin haberse bañado siquiera. Podía recibirme con la mejor de sus sonrisas, como con una palabra convertida en dardo envenenado. La vida a su lado me llevaba de un vértigo a otro. Vivir con ella era igual que subirse a una montaña rusa o descender por un tobogán infinito. Era como estar de pasajero en un cohete dirigido por un capitán que busca descubrir galaxias desconocidas, pero que a cada momento cambia de rumbo. Una aventura permanente, pero también un delirio, una locura, un desatino. El desvarío total y absoluto. Por eso la abandoné y por eso la amaba.
Rebeca
Me han metido en esta caja, donde es imposible moverse; como si no supieran que detesto estar inmóvil. Puedo estar encerrada, más no quieta. Me han puesto cerca al altar. Siento el olor a incienso, a cirios y a las flores que deben haber enviado a mi familia. Como si así fueran a menguar el dolor de mi madre, cuando en realidad lo hacen para quedar bien entre ellos mismos. Sé muy bien lo que piensa cada uno. –En el fondo no se ha perdido nada. Se fue como vivió, en un permanente sobresalto, así está mejor -dirían-. Lo que no saben, es que viví cada día como si fuese el último y no me arrepiento de haberlo hecho. Amé y fui amada tantas veces como lo quise, como me lo permití, y me lo permití siempre. ¿Porqué tener ataduras? Una noche, Pablo quiso saber con cuantos hombres me había acostado, no pude responderle; habría sido más fácil hacerlo si la pregunta hubiese sido con cuantas nacionalidades había visto amaneceres. Recuerdo que en una fiesta escuché a alguien decir que se había casado con el novio de toda la vida y que había llegado virgen al matrimonio. Lo que para ella era un orgullo, para mí era un absurdo. No le dije nada, pero sonreí para mis adentros, pensé que a los treinta años yo ya había perdido la cuenta de los hombres que habían pasado por mi cama, sin contar las ajenas. Fue la llegada de Pablo la que estabilizó mi cama. Lo amé con la piel, con la mente, con el alma. Supongo que él también me amó; de no ser así no me habría podido soportar ni un día. Lo que no entendió es que mi adrenalina no alcanzaba para los dos. Yo necesitaba vivir en una permanente aventura. Necesitaba que él me cuestionase mañana, tarde y noche. Solemos creer que la vida es muy larga, cuando en realidad es efímera como la de una mariposa. ¿Alguna vez han leído sobre la vida de las monarcas? Recorren cerca de 4000 km, pasan de la hibernación al calor de la primavera y del verano. En su estado de orugas cambian hasta cinco veces de piel antes de tejer el capullo que dará paso a la mariposa. Ellas saben lo que es el cambio, la transformación y por supuesto el peligro. Están preparadas para enfrentarlo, para ello cuentan con la ayuda de las asclepias, a las que a su vez ayudan a polinizar. Palabras más palabras menos es lo que yo traté de hacer siempre. Pero en un mundo donde los cambios no son bien recibidos yo no podía encajar. Le envié señales a Pablo, todas las que me fue posible. Pero él no hizo mucho esfuerzo por entenderlas. Terminó por irse de casa. La vida se me hizo cada más insoportable, la soledad me carcomía los huesos y mi cama estaba vacía. Entendí porque Alfonsina Storni se entregó al mar y porque Virginia Woolf se llenó de guijarros los bolsillos de su bata, antes de entrar al río. Al igual que ellas, yo había intuido que el agua era fiel y solidaria, que una vez entregaba su amor, era para siempre. Por eso acampaba cada vez más cerca a sus cauces. El descenso por sus rápidos me proporcionaba lo que la gente me negaba, a lo mejor yo estaba impregnada de la misma sustancia que las asclepias. Me aprendí de memoria todos sus recovecos, lo amé y él me amó. Me entregué a él en un ritual hermoso. Al igual que Ofelia adorné mi cuello con pensamientos y amapolas y dejé caer al río nomeolvides, lirios y margaritas; su aroma hizo cantar al río una canción de amor. Al igual que las monarcas con las plantas, el río y yo nos fusionamos en un largo abrazo para convertirnos en un solo cuerpo. Sé que mi madre lo entiende, siempre ha estado de mi parte. Lo demás no cuenta, ni siquiera Pablo. Van a enterrar mi cadáver, pero mi cuerpo se quedó en los brazos del río. En su nicho encontré la paz que me fue siempre tan esquiva. Ellos no lo saben, ni tienen porque saberlo. Por fin soy feliz.

No hay comentarios: