lunes, 15 de octubre de 2007

Hurgando en la memoria (cuento)


Han venido unos señores que nunca he visto, son muy elegantes, con corbata, maletines y todo. Yo creía que sólo la gente que aparece en la televisión se vestía así. Están en la puerta hablando con mi mamá, aunque ella lo quisiera no podrían entrar. Vivimos en una pieza muy chiquita, en la que hay una cama donde dormimos los dos. Ellos la saludaron de mano, nunca había visto que alguien le diese la mano de esa forma, se ve que la respetan. Le hablan muy quedo, no alcanzo a entender que le dicen, pero debe de ser algo muy triste, mi mamá no para de llorar. Pero lo hace calladamente. Me doy cuenta que llora porque veo como sus lágrimas corren por sus mejillas. Quisiera abrazarla y limpiarle las lágrimas con mis dedos. Yo la quiero mucho. Es una mujer muy buena. Nunca me pega y eso que a los niños vecinos no paran de gritarles y darles pelas. Ella no, ella dice que debo ser obediente y juicioso en la escuela, que sólo así podremos algún día salir de este inquilinato. Ella trabaja muy duro. Se levanta muy temprano y deja todo listo antes de irse. Aguadepanela para el desayuno, a veces me da chocolate y lo que alcance para el almuerzo, una sopa de papas o plátano, o arroz y papas. Huevos comemos cada 15 días, cuando le dan la paga, carne nunca. Ella trabaja en la casa de una familia. No sé si la tratan bien, porque a veces llega con los ojos rojos. Cuando le pregunto si está triste, me dice que no, que no me preocupe, me da un abrazo muy fuerte y a veces un beso. Pero yo quisiera que sus ojos no estuviesen nunca rojos. Por eso obedezco siempre.


Los señores de la fiscalía se han ido. Me han dejado lo que tanto había anhelado y sin embargo ahora que lo tengo siento que el mundo desaparece bajo mis pies. No puedo seguir llorando. Mi hijo se preocupa mucho cuando lo hago. Me siento en la cama y él lo hace a mi lado, me acaricia el rostro, sé que quiere limpiarme las lágrimas. Su ternura de niño pequeño me salva de la desesperanza en la que mi vida me sumió desde hace nueve años. Me han dejado la caja, compruebo que esté bien cerrada. La contemplo por un largo rato y aunque no quisiera las lágrimas siguen rodando por mis mejillas. Luego me levanto y la coloco en lo alto del escaparate, donde el niño no pueda alcanzarla, ni siquiera subiéndose a la silla.


Mamá no ha dejado de mirar la caja de cartón ni por un segundo. Ella cree que yo no me doy cuenta, pero yo sé todo lo que ella hace. A veces adivino lo que piensa, pero ahora no. Es un enigma. Quise saber que había dentro de la caja y ella me dijo que nada importante, que no quería hablar al respecto y que no se me fuera a ocurrir abrirla. Mamá guarda secretos, la caja debe estar relacionada con ellos. Así que no pregunto más.


El domingo es mi único día libre, aprovecho para quedarme un rato en la cama. Mi hijo todavía duerme, lo abrazo, por él sigo viva y cuerda; sino hace mucho tiempo que me habría extraviado en los caminos que llevan a la demencia o al suicidio. Me levanto sin hacer ruido, no lo quiero despertar. Abro el escaparate y saco la bolsa azul. La abro muy despacio, en ella guardo una camiseta verde y unos bluyines. Los contemplo un buen rato, los acerco a mi rostro, los huelo y les doy un beso. Es mi pequeño e íntimo ritual. Lo hago desde su desaparición hace nueve años. Vuelvo a colocar la bolsa en su sitio y cierro el escaparate. No quiero que mi hijo me haga preguntas, no sabría como responderlas, sería muy doloroso. Con mi dolor ya es suficiente, no tengo porque hacerlo sufrir.


Mamá acaba de cerrar el armario, así que ya puedo moverme; así sabrá que me estoy despertando; cuando en realidad hace rato que dejé de dormir. Todos los domingos pasa igual. Ella me abraza, me acaricia las mejillas o me coge las manos. Yo siento que soy el único niño del mundo o al menos el más feliz. Así que me hago el dormido. Luego se levanta y saca la bolsa que guarda tan celosamente, otro de sus secretos. Sé que en ella hay una camiseta verde y un bluyín, un día sin que se diera cuenta los vi con el rabillo del ojo. Desde entonces no dejo de pensar en esa camiseta. En ella veo un niño, pero mucho más grande que yo. Por su estatura podría pensar que es casi un adulto. No obstante me da la impresión que es un niño porque lo veo jugando conmigo. Sé que no es en este inquilinato. Es una casa pequeña, con un patio y un corredor. Yo estoy contra una pared, soy muy pequeño, debo tener unos tres años, tengo los ojos cerrados y cuento los números que conozco, supongo que hasta cinco. Luego lo salgo a buscar, él me llama, pero yo no lo puedo encontrar. Es una imagen que me viene una y otra vez a la mente; sobre todo los domingos en la mañana cuando mi mamá saca esa bolsa del escaparate.


Desapareció un martes. Había salido a trabajar en el mercado del pueblo como lo hacía todas las tardes a la salida del colegio. Siempre llegaba a las siete en punto. Se sentaba a hacer las tareas, mientras que yo terminaba de preparar algo para comer. Estaba en séptimo y quería ser médico. Me repetía siempre que quería comprar una casa con tres habitaciones, una para su hermano, otra para él y otra para mí. Quería una cama para cada uno. Desde que nació su hermano, él dormía en el suelo; en un viejo colchón que un vecino nos había regalado. Pero no le gustaba. A menudo decía que olía mal y que tenía pulgas. Era un buen estudiante, la profesora así me lo repetía cada vez que había reunión de padres de familia. Incluso un día me felicitó por el hijo que tenía. Él era mi gran orgullo, como lo es mi otro hijo.


Han pasado varios meses y la caja sigue ahí. Todos los domingos mi mamá se para a mirarla y reza varios padrenuestros, a veces enciende una veladora y coloca una flor al lado de la caja. Yo no pregunto, sé que no me contestaría nada. Respeto su silencio, debe de guardar una pena muy grande.


Cuando dieron las siete y media de la noche y me di cuenta que mi hijo no regresaba, comencé a preocuparme. A las nueve salí a buscarlo al mercado, pero hacía rato que habían cerrado todos los locales. Sabía donde vivía la dueña del negocio donde él trabajaba, así que fui a buscarla pensando que algo debía haber pasado y que de pronto estaba en su casa. Me dijo que no, que se había ido a las siete menos cuarto, como de costumbre. Regresé a casa con el corazón en la boca. Le conté a un vecino que mi hijo no había llegado y salimos a buscarlo. Al otro día fui a la policía a poner el denuncio de su desaparición. Lo buscamos varios días, nunca apareció. Hasta que la policía nos dijo que ya no buscáramos más, que de pronto se había fugado y que para ellos era un asunto cerrado. Yo sabía que no era así. Nunca lo maltraté, como nunca lo he hecho con mi otro hijo. Llevamos una vida muy dura, lo que gano casi no alcanza para comer, pero de ahí a pegarle a un hijo, hay mucho trecho.

Vivir en esa casa y en el pueblo se me convirtió en una tortura. Mi otro hijo, que por ese entonces tenía tres años, no dejaba de preguntar por su hermano, quería saber cuando volvería para jugar escondite como lo hacían todas las noches antes de acostarse. Hasta que un día no volvió a preguntar por él ni a jugar escondite. Cuando le pregunté porque no jugaba a las escondidas con sus amiguitos, me dijo en su media lengua que ya no le gustaba, que con ese juego las personas desaparecían y nunca más regresaban. Al otro día era un niño diferente, como si en una noche hubiera crecido cinco o seis años, hasta dejó de hablar como un bebé.


Anoche los niños que viven en el inquilinato me invitaron a jugar escondite. Les dije que no. Es un juego que no me gusta. Me da la impresión que si llego a jugarlo, desapareceré para siempre y que nunca más volveré a ver a mi mamá.


Mi hijo no apareció, ni nadie supo dar razón de él. Hasta que un día vi en la televisión que habían atrapado a un violador y asesino de niños. Sentí una punzada en el alma, como si alguien me hubiese acuchillado. A la mañana siguiente me madrugué y fui a la policía. Me pusieron en contacto con la fiscalía y semanas más tarde me dijeron que mi hijo había sido una de sus víctimas. Eso fue hace más de cuatro años, desde entonces esperaba poder tener sus restos para enterrarlos. Ese deseo se me convirtió en una obsesión, hasta que finalmente los señores de la fiscalía vinieron al inquilinato donde vivo y me hicieron entrega de la caja donde reposa lo que quedó de mi hijo. No he podido darle sepultura, no tengo dinero para hacerlo. Mi hijo merece ser enterrado como Dios manda, luego podrá descansar en paz.


Es martes y mi mamá no fue a trabajar ni yo fui a la escuela. Anoche se sentó en la cama y habló largo rato. Se vació el alma, no dejó ningún secreto guardado. A medida que hablaba yo recuperaba la memoria. Vi a mi hermano con la camiseta verde y los bluyines. Vi como jugaba conmigo, pero también vi que me cargaba y me hacía reír. Mi mamá me dice que él me quería mucho. También me explicó que no había podido enterrar sus restos porque no tenía dinero, pero que eso ya estaba solucionado. Hoy es su sepelio, mi mamá dice que está contenta, porque mi hermano podrá descansar en paz.

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