miércoles, 19 de septiembre de 2007

LA MUJER MUSULMANA Y LA MUJER OCCIDENTAL


LA MUJER MUSULMANA Y LA MUJER OCCIDENTAL


Después de la orgía

Cuando, llena de su embriaguez, se durmió, y se durmieron los ojos de la ronda.
Me acerqué a ella tímidamente, como el amigo que busca el contacto furtivo con disimulo.
Me arrastré hacia ella insensiblemente como el sueño; me elevé hacia ella dulcemente como el aliento.
Besé el blanco brillante de su cuello; apuré el rojo vivo de su boca.
Y pasé con ella mi noche deliciosamente, hasta que sonrieron las tinieblas, mostrando los blancos dientes de la aurora.
BEN SUHAYD DE CORDOBA (992-1.034)


En los orígenes de la literatura castellana encontramos las jarchas, breves poemas mozárabes, salpicados de un dulce y suave erotismo que aún hoy en día nos llenan de regocijo y donde apreciamos un gran valor estético, como en el poema de Ben Suhayd de Córdoba. Estos poemas eróticos nos llevan a reflexionar sobre la condición femenina actual en los países musulmanes, y sobre todo en aquellos países donde los regímenes fundamentalistas, amparados en una interpretación fanática de El Corán, han hecho de la mujer su principal víctima. Si nos remitimos a las jarchas, y a la gran libertad sexual que se respira de ellas, se nos hace difícil entender la crítica situación de las mujeres en el mundo musulmán. Máxime si se tiene en cuenta el rol preponderante que ellas juegan en el desarrollo de una comunidad, de un pueblo, de una nación; lo que nos lleva a pensar en las condiciones infrahumanas en las que viven millones de mujeres, donde palabras como equidad, justicia y libertad, pareciera que no existiesen en el diccionario, al menos cuando de una mujer se trata. Las libertades alcanzadas, léase derechos a la educación superior, al libre ejercicio de una profesión, fueron de pronto borradas por la pluma de un Jhomeini en Irán, donde las mujeres fueron obligadas a llevar el shador permanentemente, como una primera medida para lograr una sumisión absoluta e irredenta. En otros países musulmanes, como en Afganistán fueron obligadas a llevar la burka, cubriéndolas de pies a cabeza, y como único contacto con el mundo una especie de rejilla a la altura de los ojos. La burka impide, además, la mirada colateral por lo que muchas mujeres son atropelladas por los carros al cruzar las calles. En las montañas yemenitas la condición de la mujer raya con lo inverosímil, en estas aldeas perdidas, donde difícilmente puede llegar un extranjero, las mujeres son equiparadas a animales de carga, puesto que son ellas las que acarrean el agua desde lugares muy apartados de sus hogares, al igual que diversos materiales, como los de construcción. Las casan, la realidad es que son vendidas; a edades muy tempranas, ésto puede suceder a la edad de 9 años, cuando aún no han tenido la menarquia, y sus maridos son igualmente niños, cuyas edades pueden oscilar entre los 14 y 18 años. En estas aldeas la mujer no tiene ninguna posibilidad de mejorar su condición de vida, puesto que la educación le está vedada, su puesto dentro de la sociedad es tan ínfimo que incluso para atravesar el poblado debe utilizar caminos diferentes al de los hombres, y éstos suelen ser detrás de las casas, escondiéndose siempre, evitando “importunar” al hombre. Las labores de la casa son desempeñadas en condiciones extremadamente fuertes, puesto que estas comunidades estarían más cerca de lo que nosotros conocemos hoy en día como medioevo que con el siglo XXI. Por otra parte las recién casadas llegan a vivir con sus familias políticas, y la suegra, cansada de toda una vida de vejaciones y duro trabajo, descarga toda su ira y todos los trabajos en la que considera una advenediza. En Yemen, igualmente, las niñas de origen campesino suelen ser sometidas a torturas indecibles como es la de cercenarle los labios menores antes de ser casadas por la fuerza. En algunos países africanos se realiza una práctica similar a la que se denomina ablación (extirpación del clítoris).

Pero ¿Porqué estas prácticas que atentan contra la dignidad humana, son aceptadas culturalmente e instituidas, respaldadas y salvaguardadas por los partidos gobernantes? La respuesta estaría en las interpretaciones que se le han dado a los preceptos dictados por Mahoma, y contemplados en El Corán:

“Los hombres son superiores a las mujeres, a causa de las cualidades por medio de las cuales Dios ha elevado a éstos por encima de aquellas... Reprenderéis a aquellas cuya desobediencia temáis; las relegaréis en lechos aparte, las azotaréis; pero tan pronto como ellas os obedezcan no les busquéis camorra. Dios es elevado y grande”. Sura IV-38

En la reseña de este precepto se alude a las mujeres como seres inferiores, y en la reseña de la Sura XLIII-17, como seres imperfectos. Esta visión de superioridad, convierte al hombre en amo y señor y lo faculta para infringirle a la mujer tratos que menoscaban su autoestima y que van en contra de todo postulado que pugne por la dignidad y la justicia humana:

“Si vuestras mujeres cometen la acción infame (léase adulterio), llamad cuatro testigos. Si sus testimonios concurren contra ellas, encerradlas en casa hasta que la muerte las lleve o hasta que Dios les procure algún medio de salvación”. Sura IV-19

En los inicios de la fe musulmana el adulterio se castigaba con el encerramiento forzoso, y de por vida, de la mujer; a la cual se la recluía en una habitación casi del tamaño de un ser humano y luego se le emparedaba; dicha práctica, sin embargo, no está contemplada en El Corán. Posteriormente sería reemplazada por la lapidación.


Pero ¿Es que estas prácticas han sido sólo del dominio del mundo musulmán? Los judíos también lapidaban a las mujeres adúlteras, y en la Baja Edad Media, aún en los siglos XV y XVI, muchas mujeres recluidas en los monasterios se emparedaban, bien fuese por su propia voluntad o como castigo por haber violado alguna norma establecida por la orden religiosa a la que perteneciesen, sin que la medida tuviera marcha atrás; no es difícil imaginarse las torturas indecibles por las que deberían haber pasado: miedo, dolor, angustia, hambre, frío y por último la locura, y todo lo que ella conlleva. Por otra parte en los países mediterráneos las mujeres campesinas o de pequeños poblados, sobre todo las que habitan en las islas, literalmente visten de negro de los pies a la cabeza (mientras que las iraníes portan el shador, las mujeres del mediterráneo europeo llevan una pañoleta que les cubre siempre la cabeza) sin importar la estación del año, aún bajo un fuerte verano. En las islas griegas, las mujeres, al igual que sus congéneres afganas, no pueden salir a la calle sin la compañía de una miembro masculino de su familia (el padre, el esposo, el hermano o el hijo). Y estas costumbres están enraizadas en lo más profundo de la historia griega, en una época donde las costumbres patriarcales no le otorgaban ningún valor a las mujeres, como no fuera la procreación y la crianza de los hijos; pero eso sí, siempre y cuando estuviesen recluidas en el gineceo, espacio que comprendía las habitaciones de las mujeres, entre ellas la cocina (es de anotar que esta costumbre aún sobrevive en algunos poblados de Libia, donde las terrazas de las casas son de exclusividad femenina, un mundo secreto vedado al hombre, y desde allí las mujeres pueden observar, más bien espiar, las calles o mundo de los hombres, sin que a su vez puedan ser vistas desde las calles, pero igual sucedía en España, los postigos no cumplían solo la labor de dar sombra en el verano, sino de espiar la vida de las calles; y por eso fueron implantados en la América hispana).Por otra parte, en la Grecia antigua las únicas mujeres que tenían acceso a las artes y a la literatura eran las hetairas (conocidas miles de años después como cortesanas), siendo la más conocida Aspasia (s. V a.c), quien llegaría a estar al lado de Pericles por espacio de veinte años; y de quien se dice que no sólo era poseedora de una gran belleza, sino de una gran inteligencia, siendo además una de las mujeres más cultas de su época, lo que le permitía incluso sostener largos diálogos con los filósofos más sobresalientes de su época. En la Isla de Lesbos, en cambio, sería el único lugar de la Heláde donde florecería la creación literaria por parte de mujeres, teniendo como principal exponente a Safo, más conocida como Safo de Lesbos. El machismo imperante desde la antigüedad helénica sigue vigente hoy en día y la visión que se tiene de la mujer es tan pobre, que incluso una griega que emigre a otra isla diferente a la de su origen, es considerada como una extranjera; y ésto si se tiene en cuenta que el idioma y la religión siguen siendo los mismos, en este caso el griego y la religión ortodoxa. Es más, en las islas griegas los hijos varones son criados por las abuelas paternas, la madre carece del más mínimo derecho sobre su pequeño hijo, y le está prohibido interferir en su crianza. Para concluir sólo me restaría decir que la cultura musulmana no puede desligarse de un pasado común que está inmerso en lo más profundo de los pueblos mediterráneos, especialmente en aquellos donde la civilización helénica se impuso a los pueblos avasallados.


Bibliografía:
El Corán. Distrobuidora A.L. Mateos, S.A. Madrid.1.992
Poesía Erótica Castellana. Círculo de Lectores. Barcelona. 1.975
Vendidas. Zana Muhsen

Una mirada amarga (cuento)


Aunque cada hombre mata lo que ama,
Que lo oiga todo el mundo,
Unos lo hacen con una mirada amarga,
Otros con una palabra lisonjera,
El cobarde lo hace con un beso,
el hombre valiente con una espada.
Lord Byron

Isabel
Esta carta que te escribo, como muchas otras que escribí hace más de 20 años, no llegará a tus manos; pero al menos podré terminar de exorcizar la humillación de la que fui víctima. Hoy como en otras ocasiones, el azar me ponía una vez más en tu camino. Fue en el marco de la Feria del libro. Tú lanzabas tu último poemario y yo debía hacer la presentación de un novel escritor. He seguido tu carrera de cerca. Cada vez que sale un libro tuyo, corro a comprarlo. Eres muy talentosa, siempre lo has sido. En los últimos tiempos coincidimos cada vez más en este tipo de eventos. Lo cual no me extraña, ya que nuestras profesiones así nos lo exigen. No obstante me evades. Cuando tus ojos se encuentran con los míos, es como si no me vieran. Ante ti soy invisible. Si escuchas mi voz, aparentas no oír nada. Podría gritar y tú no reaccionarías. Perdí la cuenta del número de veces que traté de acercarme a ti. ¿Cinco, siete, ocho? No lo sé. Ya ni siquiera lo intento. Pero tampoco renuncio a poder escuchar tu voz y mucho menos a escuchar la lectura de tus poemas. Cuando salí de casa esta mañana, rumbo a la Feria, ya había decidido que iría a la sala donde tú te presentarías. Lo que no había previsto era que me vieses. Cuando llegué, la sala estaba llena a reventar, como siempre. Nadie quiere perderse la presentación de uno de tus libros. Sobre todo los adolescentes. Te admiran y te respetan. Te has forjado un nombre en este país donde todos nos creemos poetas. Camuflarme en la sala no fué difícil. Busqué un lugar estratégico, donde pudiese verte sin que tú te dieses cuenta de ello. Cuando diste inicio a la lectura de tus poemas, el público enmudeció. Tu voz embrujadora, la misma voz que me embrujó hace tantos años, seguía intacta. Más firme, más segura, una voz a toda luces madura, pero tu misma voz. El hechizo fue total. Al final de la lectura, todo el mundo quería hacerte preguntas, tú las respondías con una calma que contrastaba con el tono que le habías dado a tus versos. Al escuchar tus poemas tuve la sensación de ser ser lanzada a una cascada que parecía no tener fin. Estaba sudorosa y ansiosa. Nuevamente me habías atrapado. Por fortuna el tono dado a las respuestas de los participantes me permitió caer en un lago transparente y tranquilo. Me sentí orgullosa de tí. Nunca he dejado de estarlo.

Recuperada la calma, y aprovechando que la gente comenzaba a desocupar la sala, me dispuse a salir. Fue entonces cuando un periodista, que se había percatado de mi presencia, me llamó del otro lado de la estancia. Mi nombre no podía pasar desapercibido para ti. Inevitablemente tenías que escucharlo. Sin querer busqué tu mirada y como siempre tus ojos, clavados en los míos, no me vieron. Yo me escabullí. Una vez afuera corrí a esconderme, necesitaba respirar y recobrar el aliento. El mismo aliento que me había quitado tu no mirada.

Debo parecerte una cobarde. -La peor de todas, dirías. No te falta razón. Soy una cobarde. Cualquier palabra que pudiese decir, sonaría a una falsa excusa. Y no es eso lo que pretendo. Tú viviste un infierno, el peor de todos. Pero no fuiste la única. Cada una conoció su propio calvario. Tú, porque te arrebataban el mundo por el que habías luchado durante tres años. Yo, por perderte y por perder mi propia dignidad. He debido defenderte, he debido llamarte. He debido decirte que lo sentía, he debido decirte que tu dolor era mi dolor. No lo hice. Lo lamento, lo he lamentado toda mi vida. Podría expiar mi culpa eternamente y nunca podría devolverte lo que te quitaron. Todo eso es verdad. Pero también hay causas, que aunque no son atenuantes, si pueden explicar mi silencio.

Cuando te conocí, yo ya tenía mi vida hecha. Estaba casada, tenía dos hijos y esperaba el tercero. Había nacido en la década de los 40, por lo que había sido testigo de mucho cambios. En el 63, del asesinato de Jhon Kennedy y en el 68, el de Martin Luter King. Aunque separada por km de distancia vibré intensamente con mayo del 68 y con la llegada del hombre a la luna. Crecí con la música de Los Beatles y asistí a Woodstock. Bueno, para ser sincera, solo asistí a la película. Mi adolescencia se paseó por Chapinero y fue cómplice del movimiento hippie, el mismo que obligó a los gringos a irse de Vietnam. Su consigna de “Hagamos el amor y no la guerra”, dejó huellas indelebles en la sociedad occidental. Para los años 60 hacer el amor había dejado de ser sinónimo de reproducción, las mujeres por fín podíamos decidir cuando ser madres, ya que la píldora nos ayudó a tomar conciencia que somos las dueñas de nuestro cuerpo y que el sexo es también para nuestro disfrute. Para entonces las universidades comenzaron a recibir estudiantes mujeres, cada vez eran más las que optaban por la vida laboral, entendían que la vida era mucho más que el cuidado de los hijos y del marido. Más tarde sería testigo de la muerte de Franco y del destape de la mujer española. En política fui contemporánea del movimiento de Los Tupamaros y de la llegada de Fidel al poder. Mis primeros devaneos en el amor fueron con los versos de Neruda.

Crecí con el cambio y me comprometí con él. Yo había roto con muchos prejuicios. Pertenecía a una generación de ruptura, era conciente de ello y así lo asumí. Sin embargo mi vida sexual y sentimental había estado dirigida dentro de parámetros bastante convencionales. Me había casado muy joven, sin terminar la universidad. Seguí estudiando y mientras tanto di a luz a mi primer hijo. Luego entré a trabajar a la universidad, la misma donde tú y yo nos conoceríamos años más tarde. Al principio sólo eras una alumna; muy inteligente eso sí, pero nada más. Estaba enamorada de mi marido. Tenía un hogar, un trabajo y había hecho planes en el ámbito profesional. Cuando comenzaste a regalarme versos, los leía porque estéticamente estaban bien escritos. Ya tenían la impronta que ha caracterizado toda tu producción poética.

A medida que tu cerco se fue intensificando, una parte de mí quería rechazarte, pero otra se dejó querer. ¿Porqué razón? Lo ignoro. Podría ser la novedad que representaba tu asedio o podría ser que me tentara el riesgo. Como cuando estás al borde de un precipicio y no sabes si entregarte a él o salir corriendo en dirección opuesta. También pudo ser la soledad de pareja. A veces el matrimonio no es más que la constatación de lo solos que estamos en el universo. La cama matrimonial puede convertirse en un barco a la deriva y cuando eso ocurre los cuerpos son azotados por la tormenta. O pudo ser todo eso y más. El ser humano cree que tiene todas las respuestas, cuando ni siquiera conoce las preguntas. Nos creemos sabios, sin embargo tambaleamos ante lo desconocido. En esa época tú eras lo desconocido. En cuanto a mí, era madre de dos hijos pequeños y esperaba el tercero. Esa era mi certidumbre, aun lo sigue siendo. ¿Cómo entregarme a la aventura? En ese tiempo no tenía respuestas, sigo sin tenerlas.

Cuando comencé a escribirte versos, fue después de pasar por estados catalépticos. Porque eso eran los fines de semana para mí. No verte, no escucharte, era caer en estado de catalepsia. Pensarás que nunca te lo dije, pero ¿Cómo iba a hacerlo? Lo callé igual que callé mi desconcierto ante lo que me sucedía a medida que nuestra relación progresaba. Callé mi temor, pero también los anhelos que despertabas en mí. Callé la angustia que sentía en la alcoba y el abandono del que era víctima. ¡Callé tantas cosas! A las mujeres de mi generación nos enseñaron a callar. Es lo mejor que sabemos hacer. Mi vida estaba comprometida con el cambio, pero eso no quiere decir que estuviese preparada para tu llegada. Te adelantaste en veinte o treinta años, porque estoy segura que hoy en día habría reaccionado de manera diferente. Hoy tendría las agallas que no tuve en ese entonces. Pero hoy es hoy y el ayer es ayer. En eso Cronos es implacable. El tiempo no nos permite adelantarlo o atrasarlo como si fuese un reloj manual. De ahí la zozobra que el saberlo nos genera.

Comenzamos a salir juntas, para tomarnos un café, hablar de poesía o ver una película; en ese momento tú no eras más que una mujer inteligente que nutría mi intelecto. Para mí las relaciones afectivas entre mujeres era algo que podía suceder, pero no en mi esfera. Y mucho menos teniéndome a mí como protagonista directa de un amor a todas luces prohibido. Pero ahí estabas e ignorarte era imposible. Tu lucidez mental, tu sensibilidad e intuición poética, lograron conquistarme. Penetraste mi razón, antes de penetrar mi piel. Por eso nunca he podido sacarte de mi cuerpo. Mi alma te amaba cuando mi cuerpo aún no lo sabía. Yo te anhelaba, pero desconocía el lenguaje corporal que me hubiese llevado a tí. -¿Cómo? -dirías- si hacía tiempo estabas casada. Lo que no sabes es que mi cama era un desierto, sobre todo cuando estaba en embarazo. Durante los meses de gestación Esteban ni me tocaba, de resto nuestros encuentros sexuales me dejaban por fuera de toda participación. Una vez cumplida su faena se daba media vuelta, sin desearme siquiera las buenas noches. Más que su mujer, yo era la madre de sus hijos. Ya sabes, esa concepción decimonónica de muchos latinoamericanos que creen que el sexo hay que buscarlo por fuera del lecho conyugal y luego hablan del latinlover. Habría que buscarlo con la linterna de Diógenes. Debería proponerle a Florence Thomas que saliésemos juntas a buscar alguno.

El momento en que irrumpiste en mi vida, significó un despertar de todos los sentidos. Poco a poco fuiste buceando en ellos. A medida que los despertabas, con flores, con canciones o con tus versos, yo tomaba conciencia de la existencia de mi propio cuerpo. El día de nuestro fugaz encuentro en Oma, el roce premeditado de tus piernas contra las mías, me sumergió en un mundo desconocido y abrió una esclusa que dio rienda suelta al deseo acumulado en mi cuerpo y al que mi razón se negaba a aceptar. Ante mí se abría la oportunidad de conocer lo que hasta entonces yo llamaba un placer prohibido. Y pensar que para los griegos y los romanos era el verdadero, por no decir el único. El cuerpo no debería tener barreras, ni la mente tampoco. Es la tradición judeocristiana la que ha impuesto trabas a la vida y al goce. El roce de tu piel y la copa de vino que tomamos juntas, produjeron en mí una sensación cercana al orgasmo; al fín y al cabo hacía mucho tiempo que el volcán de mi cuerpo se había apagado. Creo que no ha vuelto a activarse.

Con el nacimiento de mi hijo dejaría de verte. No me lo había planteado así. Pero ya ves, a veces los acontecimientos deciden por nosotras, o bien son las personas de nuestro entorno familiar quienes nos despojan de nuestras vidas. En este caso fue Esteban. El día que comencé trabajo de parto, él cogió mi cartera con el fin de buscar los papeles de la seguridad social; por lo que era inevitable que no encontrase el poema que me habías dado ese mismo día a la salida de Oma. Era el poema que escribiste mientras me hacías el amor con la ligera caricia de tus piernas. Llegar a los otros no le fue difícil. De ahí a atar cabos de nuestras escapadas juntas, había sólo un paso. A mi regreso de la clínica, mi vida se convirtió en un infierno. El hombre que creía conocer, el escritor mesurado, respetuoso, dio paso a un huracán. Vociferaba, daba puños a diestra y siniestra, se convirtió en mi cancerbero. ¡Ni el teléfono pude volver a contestar! Para cuando regresé a la universidad, ya te había perdido por completo. De tus versos, no me quedó nada, los rompió todos; por eso ahora cada vez que publicas un nuevo libro, corro a comprarlo. Al menos así tengo la impresión de recuperar en algo lo que él me arrebató y lo que yo perdí.

Hasta siempre, Marcia

Hoy te he vuelto a ver. Creías que no te había visto, pero siempre te veo. Te vi camuflada en el público y también vi como te subyugaba la lectura de mi obra. Los papeles se invertían. Años atrás era yo la que quedaba alelada oyéndote hablar de literatura. Recuerdo cuando nos hablaste de Lord Byron y de su libro La Balada de la Cárcel de Riding, ¡con que vehemencia lo analizabas! Ese día aprendí a mirarte con otros ojos. Con los ojos que se miran a la mujer que nos atrae sexualmente. Sabía que eras casada, que tenías dos hijos y que esperabas el tercero. Tú eras mi maestra, yo tu pupila. Muchas historias de amor se han tejido en las aulas de clase, la mayoría de ellas de amores no convencionales, amores escondidos, amores trágicos. Cada vez que nos cruzábamos en el pasillo, yo sentía que mis piernas temblaban y que mi cabeza daba vueltas. Te me habías convertido en una obsesión. Siempre me han gustado las mujeres, desde que estaba en el colegio, cuando una de mis compañeras, al saber que yo no sabía besar, decidió convertirme en su aprendiz. Era un juego entre varias amigas. Pero el juego me gustó y yo me quedé en la cama con ella, mientras las otras se iban a la playa con sus noviecitos de turno. Era mi primer beso, más no el de ella. Ese día me enseñó a besar y me llevó de la mano a la isla de Lesbos; allí me inició en los placeres de su máxima sacerdotisa, poeta como yo. Desde entonces le rindo culto a la bella Safo, como la llamaba Sócrates. Así que comencé a regalarte poemas, el primero era de ella, decía así:

“Y sonríes seductora... un escalofrío me apresa toda, estoy más pálida que la hierba y me parece que falta poco para morir”.

Tú lo leíste. En vez de sorprenderte o mandarme simplemente al diablo, me regalaste una sonrisa y luego lo guardaste en tu cartera. Te vi alejarte. Apenas te perdí de vista salté y salté, estaba enamorada. Yo tenía 20 años, tú 37. Nos hicimos amigas. Sabías que te amaba. Te dejabas querer. Te convertiste en mi diosa. Todos los días te rendía un tributo. Podía ser una flor, un cassette con alguna canción en especial o un libro. Comencé a escribirte poemas. A fuerza de seducirte con el poder de la palabra, la muralla en la que te parapetabas comenzó a ceder. Mis poemas encontraban eco. Tú también comenzaste “a escribirme unos bellos poemas de amor”, así los llamaba, cuando en las noches, en la soledad de mi cama y sabiéndote acostada con tu marido, leía y releía los versos que me habías escrito. ¡Cuántas veces besé esos trozos de papel! Mis labios hubiesen podido desaparecer de tantas veces que lo hice. Leía tus poemas y mi cuerpo se humedecía. ¡Cómo te deseaba!

Poco a poco comenzamos a salir juntas. Íbamos a cine. El que quedaba cerca a la universidad... eran nuestras pequeñas escapadas. Yo sentía que tú no eras feliz, que algo te oprimía, pero no me hacías partícipe de tus problemas. Aunque era consciente que yo hacía parte de esos problemas. Yo no quería presionarte, así me muriera de deseo. Eras tú quien tenía que prepararse, yo te esperaba. Te hubiera esperado todo el tiempo del mundo. Recuerdo que vimos El Imperio de los Sentidos. A la salida y con mucha seriedad te dije: -Es la búsqueda de la verdad absoluta a través del sexo. Te echaste a reír. Me respondiste: -Siempre tan trascendental. Pero detrás de esa risa, escondías tu desconcierto. Comenzabas a descubrir en ti unos sentimientos que meses antes no hubieses osado imaginar. Comenzabas a trastabillar. Una tarde fuimos al Museo Nacional, había una exposición de un artista fauve, esa fiesta de colores nos inundó de alegría. A la salida me invitaste a una copa de vino, querías prolongar esa sensación de bienestar que nos había producido la pintura de Raoul Dufy. Sentadas, una al frente de la otra, en una de las mesas más discretas de Oma, mis piernas comenzaron a rozar las tuyas. Sentí tu vacilación, sin embargo no dijiste nada, ni tampoco las retiraste. Eras consciente de lo que estaba pasando y aunque no participabas de una forma directa, tampoco me rechazabas, dejabas que te sedujera, que te amara. Y yo me entregaba a ese juego, como si en él me fuera la vida. Aún no sabíamos que nunca más volveríamos a estar juntas. Mi felicidad de esa tarde la compartí con dos compañeras de la universidad que estaban enteradas de lo nuestro. Respetaban mi amor, no me censuraban, no obstante entendían que podía ser muy doloroso.

Ese día entraste en trabajo de parto y yo me sumí en un estado muy cercano al coma. Ante mí surgían tres meses sin poder verte. Las pocas veces que intenté ponerme en contacto contigo, la voz recia de tu marido me decía que estabas atendiendo al bebé, otras que estabas durmiendo. Yo había logrado derribar una parte de tu muralla, pero derrumbar la de él era imposible. Al colgar el teléfono quedaba más desamparada que nunca. ¡Si tan sólo hubiese podido escuchar tu voz una sola vez! Comencé a sospechar que algo pasaba. No era normal que no dieses señales de vida, ni que nunca contestases al teléfono. No me quedaba sino esperar tu regreso.

Dos semanas antes de tu reincorporación a la universidad, yo ardía de deseos de verte. Contaba los días, las horas y los minutos que me alejaban de ti. Pero no eran dos semanas las que tendría que haber contado. Tendrían que haber sido miles, tendría que haber sido una vida, dos vidas, tres vidas ¿Quién sabe? ¿Cómo medir el tiempo cuando se está enamorada? Poco antes de tu regreso me llamaron de la decanatura. Me dijeron que como estaba acosando a una profesora, y eso era inadmisible en una universidad y además en un país católico, apostólico y romano, debían cancelarme la matrícula. Yo, que ya estaba terminando sexto semestre. Yo, que tenía las calificaciones más altas del grupo. Yo, la intelectual, tenía que salir por la puerta trasera de la universidad como si fuese una delincuente. No era una delincuente, pero si era mujer. ¿Cuántos profesores homosexuales había en la universidad y nadie les había dicho nunca nada? Un montón, de eso no tengo la menor duda.

Me cancelaron la matrícula. En menos de lo que canta un gallo yo perdía todo por lo que había luchado sin descanso por espacio de tres años. Mi madre nunca me juzgó. Ella sabía que cada persona es dueña de su cuerpo y de sus sentimientos. ¿Cómo es que en la universidad no lo entendían? Nuestra relación se había llevado de la manera más discreta posible. No soy amiga de los escándalos. Por eso no hice ninguno cuando me vi ante un hecho cumplido. Me echaban de la universidad. Pues lo aceptaba, así sin más ni más. No di la pelea. No denuncié mi caso a los medios de comunicación. Era joven e inexperta. Me faltaba la fortaleza que sólo llega con los años. En cuanto a la tutela, aún no existía esa figura jurídica. De haber existido, creo que ellos no hubiesen llegado tan lejos, ni yo habría aceptado el atropello del que fui víctima.

Los lazos que me unían a ti, habían sido salvajemente cortados. Ante el dolor de no volverte a ver, se sumaba el dolor de saberte tan cobarde. No llamaste ni una sola vez para decirme que lo sentías. Mi vida se derrumbó. Pero ya ves, el ave fénix siempre renace de las cenizas. Comencé de cero. Me inscribí en otra universidad y aunque la mayoría de las materias vistas no fueron homologadas, logré terminar mi carrera, encontré trabajo y tiempo después el amor. No sería el definitivo. Habría de conocer otras rupturas, otras desilusiones, pero ninguna como la que tú me causaste. Para cuando nos volvimos a ver yo estaba curada, ¿Tú? No lo sé, ni tampoco me importa. Sería en uno de los tantos eventos literarios en los que inevitablemente tenemos que coincidir. No hemos vuelto a hablar, ni lo haremos. Si escribo esta carta es para contar lo que nunca he debido callar. Como ves, yo también fui cobarde.

En algún lugar de los cerros de Bogotá, con el bolero de Ravel como única compañía, Isabel.

ESTEBAN

Mi profesión es enseñar a dilucidar el pensamiento, a mirar detrás del espejo, como Alicia. Soy yo quien pone los retos y quien decide que tan alto podemos llegar. Conduzco las masas de estudiantes como el pastor conduce un rebaño de ovejas. No estoy acostumbrado a que me desafíen, ni a seguir a los otros. Sigo planes previamente determinados. No me gustan los imprevistos ni las sorpresas. Soy un pensador y para ello se requiere de mucha disciplina. Las ideas son para elucubrarlas largo tiempo, antes de decidir que hacer con ellas. El azar no es para mí, ni soy un jugador. De serlo exigiría que las cartas estuviesen sobre la mesa, los ases debajo de la manga me parecen rastreros, propios de garitos de mala muerte. Cada paso que he dado en la vida ha correspondido a coordenadas trazadas con antelación y previstas para que tengan una larga duración, los cambios sólo traen desconcierto y son signo de inmadurez.

En el colegio y en la universidad, me caractericé por ser un alumno brillante. En el día de mi graduación tenía la certeza que no entraría a las filas de desempleados. Con el cartón en la mano me presenté a un concurso como docente y me lo gané. Poco tiempo después contraía nupcias con la novia de siempre. La había conocido en la universidad, en uno de los cursos que nos tocó tomar juntos. Era amante de los libros y recitaba poemas. A diferencia de muchas otras prefería escuchar a Beethoven al lado de la chimenea, que irse a bailar salsa a cualquier antro. Eso me daba tranquilidad. Una vez casada le quedaba poco tiempo para las amigas. Cuando terminó sus estudios ya había nacido nuestro primer hijo. En la universidad buscaban profesores de literatura, con su curriculum vitae y sus conocimientos no le fue difícil pasar las pruebas. Mi vida seguía el curso que yo me había trazado. Los años transcurrieron sin mayores altibajos. Nació otro hijo y venía en camino el tercero.

En las noches y los fines de semana era Marcia quien se ocupaba de los niños, yo me dedicaba a escribir. Ya había publicado dos libros, con muy buena acogida por parte de la crítica y de los pares académicos y preparaba otro. Me estaba ganando un nombre en un medio profesional árido y poco amigo de las lisonjas mutuas. Me encontraba tan embebido en mi trabajo que no me di cuenta que el tren que yo conducía corría peligro de descarrilarse. Sentía a Marcia cansada, por lo que supuse que era el embarazo. Alguna vez se había quejado, aduciendo que no le dedicaba suficiente tiempo a la familia; como se dio cuenta que sus quejas me molestaban, no volvió a decir nada. A veces iba al cine, suponía que lo hacía sola. A medida que el embarazo avanzaba yo la veía más ensimismada, cada vez hablaba menos; lo que para mí era un gran alivio. Necesitaba tiempo para escribir. A veces la veía conversar con una de sus alumnas y en su mesa de noche encontraba libros de autores que antes no le había visto leer. Supuse que era normal; al fin y al cabo su oficio es la literatura.

En los días que precedieron al parto presentó una complicación, por lo que hubo que internarla de urgencia en la clínica. Mientras que ella era atendida por los médicos y las enfermeras, yo debía ocuparme de los trámites administrativos; así que abrí su bolso para buscar los papeles de la seguridad social. Fue entonces cuando ví una hoja de cuaderno doblada en cuatro, la iba a dejar a un lado cuando algo me llamó la atención, en ella estaban estampados los labios de una mujer. Era un colorete discreto, pero la evidencia de un beso saltaba a la vista, así que decidí leer lo que había dentro. Hacerlo fue lo mismo que descender al universo de Dante. El horror tomó forma y se me presentó con un lenguaje procaz, no por las palabras sino por el sentido que les otorgaban. De pronto varias imágenes que había visto en los últimos meses, comenzaron a tener sentido.

Las lecturas y los análisis apasionados que Marcia hacía últimamente de Rimbaud, de Verlaine, de Walt Withman, de Virginia Wolff, de Marguerite Yourcenar, me saltaban a los ojos con un significado que antes no había sabido ni querido interpretar. Una vez en la casa hurgué en sus cosas, dentro de una caja y envueltos en un papel de flores, encontré otras hojas de cuaderno y otros versos. La evidencia no dejaba lugar a dudas. Jamás había imaginado a mi mujer siendo cortejada por otro hombre, y si así hubiese sido habría estado dentro de parámetros normales. Pero de ahí a ser enamorada por una mujer había un abismo. Tomé todas las medidas necesarias antes de su regreso, tanto en la casa como en la universidad. Cuando ella llegó tres días después, nuestro mundo ya no existía, se había diluido, como se diluye la pintura en el aguarrás. Nunca más seríamos los mismos. Finalmente el tren se había salido de los rieles y ya no podía ser encarrilado de nuevo; pero eso lo comprendería más tarde. De todas formas actué correctamente, defendí lo que era mío, defendí la decencia, la moral, salvé mi familia, salvaguardé nuestra imagen ante la sociedad, la protegí del escándalo; debería estarme agradecida. En todo caso no lamento las medidas que tomé en ese momento, aún hoy las volvería a tomar de idéntica manera. Por otra parte me convertí en una persona más precavida y no volví a pisar el mismo guijarro. Cerré el telón y no lo volví a abrir, hasta ahora que mi vida desfila ante mí como si fuese una película. Creo recordar que alguna vez un amigo me dijo que algo así sucede en los momentos que preceden a la muerte. Esa debe de ser la razón por lo que recuerdo lo que ya creía olvidado.