viernes, 4 de junio de 2010

EL SECRETO DE SUS OJOS

“El secreto de sus ojos” ganadora del Óscar a la mejor película extranjera (2010), así como del Festival Internacional del Cine de La Habana, del Premio Clarín y del Premio Sur. En el 2009, año de su estreno, fue vista por dos millones y medio de espectadores argentinos y ha sido la segunda película más taquillera de la filmografía argentina. Fue un proyecto realizado conjuntamente con España.
Dirigida por José Luis Campanella, con las actuaciones de Ricardo Darín, Soledad Villamil y Guillermo Francella, y guión de Eduardo Sacheri y Juan José Campanella; “El secreto de sus ojos” es un thriller que nos pone en frente de la Argentina de 1974, cuando las oscuras fuerzas que sumirían al país en una de sus más desastrosas debacles, estaban aunando fuerzas para apropiarse del poder. Y en esto radica uno de los mayores logros de la película, la época nefasta del gobierno de Isabel Perón, la Triple A, Alianza Anticomunista Argentina, aparece tangencialmente; no obstante, se siente su enorme peso a todo lo largo de la película. Ya que la época de la represión, que conduciría a una de las peores dictaduras de la historia de América Latina, no es tema central del argumento, pero está presente en la historia de sus protagonistas; ya que el miedo se convierte en una segunda piel y termina por destruir sus sueños y sus vidas. Es una forma diferente de contar la historia, nos deja interrogantes, nos cuestiona, nos enfrenta a nuestra propia historia como pueblo latinoamericano y nos insta a conocerla mejor. No en vano siempre se ha dicho que el desconocimiento del pasado nos condena a su eterna repetición. Lo que ha vivido Colombia en los últimos ocho años es un claro ejemplo de ello.
Un funcionario de la justicia, Benjamín Espósito, ya jubilado, representado por Ricardo Darín, decide escribir un libro sobre el caso que le cambió su vida para siempre. Espósito recuerda sus años como agente de la justicia federal, y a sus compañeros de oficina, el dipsómano ayudante Pablo Sandoval (Guillermo Francela) e Irene Menéndez-Hastings (Soledad Villamil) jefa del Departamento de investigaciones. El recuerdo de la historia es una investigación de la brutal violación y posterior asesinato de una joven mujer. Lo que pudiera parecer una investigación anodina, como muchas de las que pueden enfrentar a diario los investigadores judiciales, se convierte en una historia de amor no convencional. Los secretos de 25 años atrás vuelven para asediar a sus protagonistas, y Espósito se da cuenta que si no enfrenta el pasado y desvela sus misterios, no podrá nunca reconciliarse consigo mismo, ni podrá vivir su única historia de amor.
Con “El secreto de sus ojos”, Campanella nos deslumbra con su manejo de la cámara, con su genio para armar las secuencias, su sensibilidad para crear sonidos, ambientes; pero también para mostrarnos el lado oculto del ser humano. Me refiero a la ternura, al amor, a los sueños, esos pequeños detalles que nos ennoblecen; al mismo tiempo que refleja las bajezas, venganzas y miserias, o la crueldad que acompaña muchas veces a los oscuros personajes que desean sobresalir a cualquier costo. Con esta película Juan José Campanella ha entrado por la puerta grande de la historia del cine y le ha dado a América Latina la posibilidad de ser nuevamente el foco de atención de la cultura.

martes, 1 de junio de 2010

CLAUDE MONET Y CHAÏM SOUTINE (3o día)

(Visita realizada al Museo de L’Orangerie el 23 de mayo de 2010).
Aunque he visitado varias veces el Museo Jeu de Paume, aún no conocía su gemelo, L’Orangerie, situados los dos en el Jardín de las Tullerías. París es una ciudad infinita, culturalmente hablando, siempre nos sorprende, siempre tiene algo para mostrarnos, nunca acabamos de descubrirla por completo. Ni siquiera los parisinos la conocen a fondo. Así que no me ruborizo al decir que es hasta ahora que descubro las maravillas que alberga en su interior.
El Museo de L’Orangerie, conocido también con el apelativo de la Capilla Sixtina del Impresionismo, expone desde 1927 “Las Ninfeas” de Claude Monet (1846-1926). La sala fue especialmente adecuada para estas inmensas pinturas, ya que Monet las legó al Estado francés con la condición de encontrarles un lugar permanente. Georges Clemenceau (1841-1929), al aceptar su proposición, le pidió a Monet que él mismo decidiera como deseaba que sus pinturas fueran expuestas. De dos obras que inicialmente iba a donar, terminó por entregar 22 paneles, que componen a su vez 8 composiciones, para un total de 40 metros de lienzo. Este proyecto le llevó 14 años de arduo trabajo. En esta hermosa sala, recientemente renovada, el espectador puede sumergirse en el mundo poético y privado de Claude Monet. Me refiero a su casa de Giverny, a sus jardines y al lago artificial donde sembró cientos de nenúfares, que se convirtieron en su modelo predilecto y en un permanente laboratorio de experimentación pictórica. Monet vivió allí los últimos cuarenta años de su larga y prolífica vida. Es en estos jardines donde pudo entregarse sin reserva alguna a su gran pasión, la pintura; ya que los años de precariedad económica habían quedado atrás. Monet, desde muy temprano, había logrado un rompimiento absoluto de todos los cánones académicos; pero no es sino al final de su vida que logra, gracias a los nenúfares, acercarse a lo que posteriormente se conocería en la historia del arte como abstraccionismo. Hoy en día es considerado uno de sus precursores. Otros dos museos de visita obligatoria, en cuanto a Monet se refiere, son el de Marmottan y el de Orsay.
El Museo de L’Orangerie expone, además, dos importantes colecciones, una sobre la obra de Paul Klee, perteneciente a un importante galerista de arte, Ernest Bayeler, y la colección Walter-Guillaume con obras de Renoir, Cézanne, Modigliani, Rousseau, Laurencin, Picasso, Matisse, Derain, Utrillo y Soutine. La primera es itinerante y la segunda permanente. Y si bien reconozco que Paul Klee es un artista extraordinario, tampoco puedo negar que su obra no me hace vibrar. Por eso he decidido hablar sobre Chaïm Soutine, artista que hace parte de la colección Walter-Guillaume.
La Colección Walter-Guillaume, lleva el nombre de dos coleccionistas. Paul Guillaume, marchante de arte, cultivado y con una sensibilidad especial que le hizo comprender desde muy joven la importancia del arte moderno. Es de anotar que contó con la suerte de conocer muy joven a Guillaume Apollinaire, quien se convirtió en su mentor, y el poeta Max Jacob le presentó a personajes de la talla de Modigliani, De Chirico, Marie Laurencin, Picasso o Picabia, artistas que pasaron por su galería de arte. Paul Guillaume supo comprender desde el primer momento hasta qué punto tenía delante de sí obras que pasarían a la posteridad. Murió en el año de 1932. Su esposa Juliette Lacaze se convirtió en su heredera universal; tiempo después contrajo nupcias con el empresario Jean Walter; juntos continuaron la pasión de Guillaume. Poco antes de su muerte Madame Walter-Guillaume decidió donar la colección al Museo de L’Orangerie, que la expone desde 1984.
Y es esta colección la que me hizo descubrir un pintor extraordinario que nunca había oído nombrar: Chaïm Soutine (1893-1943), reconocido como el artista más patético del expresionismo de la escuela de París. Este pintor, de origen lituano, nació en el seno de una familia judía, enfrentada a una vida miserable. Su padre trabajaba como ayudante en un taller de sastrería y con su magro salario debía sostener una prole numerosa. El mismo Soutine comenzó a trabajar a los doce años en el taller de su tío. Pero su verdadera inclinación era la pintura y el dibujo. Su padre se oponía férreamente a esta pasión, ya que era un judío ortodoxo para quien las imágenes representadas por el hombre eran pecado. La austeridad religiosa y el miedo, asediaron su infancia y parte de su adolescencia; sin olvidar al hambre y al frío, que fueron prácticamente sus eternas compañeras. La angustia vivida en sus primeros años nunca lo abandonaría, fue la fuente primordial de su creación artística; no en vano muchos autores han dicho que la verdadera musa es la tragedia.
En 1913 llega a París, allí conoce a sus compatriotas Marc Chagall y Jacques Lipchitz, y luego encuentra a Modigliani, construyendo con él una larga amistad. Se vuelve un asiduo visitante del Museo del Louvre, y Rembrandt y Courbet se convierten en sus pintores predilectos. Rembrandt mismo es el modelo a seguir. No en vano años más tarde pintaría una obra “La res desollada”, en clara alusión a un célebre cuadro del pintor holandés. La anécdota de esta obra es bastante elocuente con respecto a la personalidad sombría de Soutine. En vez de trabajar directamente en un matadero, delante de la res que acababa de ser sacrificada, Soutine se la lleva directamente a su apartamento y allí procede a la elaboración del cuadro. Cuando el olor a carne descompuesta comienza a sentirse en los corredores, los vecinos llaman a la policía para que indaguen lo que sucede en la vivienda del pintor. Entre 1915 y 1919 descubre el sur de Francia. Sus pueblos fueron la base para un cuadro maravilloso titulado “Árbol caído” (1923-1924). Un inmenso árbol cae sobre un pueblo entero, pareciera como si sus casas fuesen como la vida misma del hombre, frágil y desamparada. En otro de sus cuadros aparece uno de los característicos pueblos franceses, pueblos suspendidos y cuyas casas se abaten las unas contra las otras, en una clara referencia a la precariedad de la existencia. Sus retratos nos muestran seres extraviados en sí mismos, alejados de todo intento de comunicación humana. Sus miradas no se dirigen a ninguna parte, ni siquiera se miran ellos mismos. Sin embargo, algunos colores utilizados, como el rojo, podrían dar destello de alegría al lienzo, como es el caso de “La joven inglesa” (1934). Pero en soutine el rojo, en vez de dar un tono de alegría a la composición, acentúa el desgarramiento interior de su personaje. En otras palabras, su obra nos enfrenta a nuestros propios demonios.
Hace poco una persona, muy cara a mis sentimientos, y a raíz de un artículo que publiqué en Papel Salmón sobre Haruki Murakami, me decía que tras la lectura de uno de sus libros “era muy difícil salir indemne”. Pues bien, al ver la exposición de Soutine recordé la frase y a su remitente; ya que sentí exactamente la misma sensación, me costó salir indemne. Y en el cuaderno que siempre me acompaña, anoté, como si de escritura automática se tratase, lo siguiente:
Su obra te lleva por terrenos baldíos, por arenas movedizas. Soutine te agarra de la mano, como si fuese una tenaza, y no te suelta, te sumerge en el desamparo, en el terror, en la pesadilla. Es una obra que molesta, que trata de ahogarte en aguas turbias; no se sale incólume después de haberla visto. Nos enfrenta a nuestros fantasmas, llama a gritos a los demonios que nos habitan, nos lleva por la cuerda floja como si fuésemos funámbulos en busca de un precipicio donde arrojarnos en una caída sin fin. O como si resbaláramos en un terreno cenagoso o fuésemos tragados por arenas movedizas, como si nos perdiésemos para siempre en un terreno hostil y desconocido. Al final tuve la impresión que para Soutine la vida es un hueco negro que atrae hasta el fondo. Este cúmulo de sensaciones lo había experimentado hace dos años con la gran exposición de Louise Bourgeois, organizada por el Centro Georges Pompidou, aunque de una manera mucho más intensa, (para mayor información puede leerse el artículo que publiqué en este mismo blog hace dos años). Esta sensación de extravío también la había sentido dos días antes cuando observaba atentamente la obra de Edvard Munch en La Pinacoteca, exposición reseñada en este blog, el pasado 29 de mayo.
Si bien los nenúfares de Monet me habían llevado al paraíso, Soutine me paseó por su propio infierno. Lo que quiero decir es que L’Orangerie nos enfrenta a dos lecturas diferentes, pero cada una de una riqueza invaluable. No en vano la vida misma nos hace bascular entre la alegría y la pesadilla a todo lo largo de nuestra existencia. Dejó como legado 482 obras, pero había pintado muchísimas más, desafortunadamente la mayoría de sus obras fueron destruidas por él mismo ya que no aceptaba ni la más leve crítica; pero otras fueron destruidas porque él mismo consideraba que no tenían valor artístico*.
Bibliografía: Musée de L’Orangerie. Guide de visite. Texte de Jean-Noël von der Weid. 2007
*Nota: No hace ni dos horas que terminé de escribir este artículo en el que hago alusión a la obra de Louise Borgeois; sin saber que había muerto en el día de ayer (31 de mayo 2010), tenía 98 años y una mente completamente lúcida, nunca dejó de trabajar. La paz sea en su tumba. Siempre la recordaré, no sólo como la excelente artista que se destacó a todo lo largo del siglo XX y en este primer decenio del XXI, sino como una mujer que supo luchar contra los avatares del tiempo, sin doblegarse nunca. Siempre será un faro en mi vida. Berta Lucía Estrada Estrada

domingo, 30 de mayo de 2010

WILLIAM TURNER (2o día)

(Vista realizada al Museo Grand Palais, París, el sábado 22 de mayo 2010)
La primera vez que escuché el nombre de William Turner (1775-1851), fue en el curso de Historia del Arte que debí tomar en la universidad por espacio de 8 semestres; y aunque había elegido la literatura como formación profesional, el arte tenía un lugar muy importante en el currículum. Tuve una profesora excelente que supo sembrar en lo más profundo de mi ser un intenso amor por el arte, siempre le estaré agradecida. Turner me fue presentado, junto con John Constable (1776-1837), como uno de los precursores del movimiento que partiría la historia del arte en dos: El Impresionismo. Así ellos no hubieran vivido para darse cuenta hasta que punto su pincelada, su paleta, la concepción de sus temas, había dado paso a una verdadera revolución artística. Y es que los grandes pintores y escultores son aquellos que se arriesgan, que osan hacer algo diferente. La verdad sea dicha no me gustan los artistas que se repiten hasta la saciedad, como un Botero; en otras palabras no me gusta cuando un artista encuentra la gallina de los huevos de oro y la explota hasta el infinito. No en vano Pablo Picasso (1881-1973) solía decir que cada vez que la obra de una de sus épocas pictóricas comenzaba a venderse fácilmente, inmediatamente cambiaba de estilo, nunca se repitió, siempre buscó la innovación, sentía horror de copiarse a sí mismo, pero no de copiar a los clásicos. William Turner fue uno de los pioneros en comprender este postulado, mucho antes que Picasso naciera. Otra de las frases de Picasso era: “Un artista copia, un gran artista roba”. Turner no copiaba las ideas de los otros, las robaba y les daba su toque personal, que no era sino el de un genio de la pintura; ya que sabía admirar la obra de su tiempo y se servía de ella cuando lo consideraba necesario.
Turner y sus pintores es el nombre de la exposición que tuvo lugar en el Museo Grand Palais de París, (de febrero a mayo de 2010). Una exposición que ha sido realizada en asociación con la Galería Tate Britain de Londres y el Museo El Prado de Madrid. Esta exposición no sólo recoge la pintura de varios museos sino que se expone de una forma bastante original y pedagógica, ya que los lienzos de Turner son expuestos al lado de las pinturas y de los autores que tuvieron una gran influencia en su desarrollo pictórico, léase artistas que lo habían precedido como algunos de sus contemporáneos.
Es el caso de una de sus obras cumbres, “Helvoetsluys”, que comparte la misma sala de “La inauguración del Puente de Waterloo” de John Constable. Estas dos obras habían sido expuestas por primera vez en la Royal Academy en el año de 1832, una al lado de la otra. Con respecto a estos dos lienzos existe una anécdota bastante elocuente sobre la personalidad de Turner. Cada vez que había una exposición se trasladaba con su lienzo y paleta al museo donde iba a realizarse la muestra pictórica y allí trabajaba hasta el último momento, sólo dejaba de trabajar el día de la inauguración. Esto le daba la posibilidad de estudiar ampliamente las obras que iban a exponerse al lado de la suya y le permitía hacer algunos cambios con el objetivo final de opacar el trabajo de sus colegas y resaltar el suyo. En el caso de la marina señalada, Turner comprendió que el trabajo desarrollado por Constable aventajaba el suyo, gracias al brillante dominio de la representación atmosférica, en este caso preciso el cielo pluvioso de Londres, tema que Constable manejaba a la perfección; además había utilizado el color rojo para resaltar algunos aspectos de la obra, entre ellos dos de los barcos allí representados, lo que confería al cuadro un aspecto festivo, necesario para conmemorar la gran derrota de las tropas francesas y la consecuente caída de Napoleón. El rojo, en medio de una gama de tonos grises, daba a su obra un destello inusitado. Así que después de observar el lienzo detenidamente, Turner decidió dar un toque final a su marina, que resultaría a la postre una excelente decisión y que haría de ella una verdadera obra maestra; simplemente pintó sobre las olas una especie de mancha bermellón, con el resultado que su obra se transformó y ganó fuerza, sobrepasando con creces la marina de Constable. Esta anécdota muestra a qué punto Turner sabía mirar y apreciar la obra de sus contemporáneos; aspecto que no siempre ha sido la característica de los artistas, enfrentados generalmente en pequeñas rencillas y celos profesionales.
Esta costumbre de trabajar hasta el último momento en el lugar preciso de la exposición hacía que los pintores temieran que sus obras fuesen expuestas en la misma sala que las del Maestro. Solían decir que colgar uno de sus cuadros al lado de un Turner era como colgarlo al lado de una ventana, ya que era el Turner el que se llevaba todas las miradas, haciendo invisibles todas las demás. Fue exactamente lo que pasó con la marina ya señalada de Constable. Y es que Turner fue un verdadero maestro de la representación pictórica del mar, lo que lo llevó a hacer circular una leyenda en la que aseguraba que estando en un barco había sobrevivido a una tempestad marina porque se había agarrado fuertemente de un mástil para no caer al mar enfurecido.
Turner fue un viajero incansable y un gran admirador del Museo del Louvre que había abierto sus puertas al público en 1793. Allí conoció la obra de Claude Lorrain, de Nicolás Poussin y de Antoine Watteau. En Holanda conoció la obra de Rembrandt y en Italia, la de Raphael, Tiziano y Canaletto, entre otros.
Turner es el pintor de lo etéreo, de lo inaprensible. Gracias a su gran capacidad de observación, a su paciencia y a su disciplina, ha sido considerado como el pintor del agua, del fuego, del cielo. Logró palpar lo impalpable y transmitirlo en un lenguaje poético. Esto permite que la sensibilidad del artista sea plenamente percibida por el espectador, pero también por los pintores que lo sucedieron. Es el caso del cuadro “El incendio del Parlamento” (1834-1835), tema que retomaría años más tarde Claude Monet (1840-1926). O bien, el color amarillo imperante en su óleo “El Temerario remolcado a dique seco” (1839), indudablemente tuvo una gran influencia en Vincent Van Gogh (1853-1890). Su gusto por la fugacidad, superficies borrosas, difuminados y colores intensos, serían tomados por los impresionistas, así como su estudio de la luz natural. Ha sido también considerado como precursor del abstraccionismo, para lo cual citaría su óleo “Paisaje de río con bahía al fondo” (1835).
En 1804 abrió una galería de arte donde exponía su propia obra y en 1822 la adecuó con un sofisticado sistema de iluminación cenital, cubrió sus paredes con pintura roja, transformando así su galería en un verdadero museo dedicado a su propia obra; un gesto extraordinario para su época, que muestra a qué punto estaba convencido de su genialidad.
En el momento de su muerte había legado su producción artística a la nación inglesa: 19000 dibujos y más de 200 lienzos. En su testamento señaló que una de sus marinas fuese expuesta siempre al lado de una marina de Le Lorrain. Su herencia fue entonces distribuida entre la National Gallery y la Tate Britain. Sus restos reposan en la Catedral de San Paul, no lejos de Lord Nelson y de otros personajes importantes de la historia británica. William Turner preside para siempre el lugar más importante en el panteón de la pintura inglesa, siendo reconocido como el más grande pintor inglés de todos los tiempos.


Bibliografía:
CLAY, Jean. L’Impressionisme. Hachette. Paris, 1971. (Préface de René Huyghe, de l’Académie Française, Professeur au Collège de France).
FAROULT, Guillaume. Turner et ses peintres. Album de l’exposition. Éditions de la réunion des musées nationaux. Paris, 2010.
HILLYER et Huey. Petite histoire de l’art et des artistas. Fernand Nathan. París.