jueves, 17 de noviembre de 2011

GIACOMETTI Y LOS ETRUSCOS

Giacometti y los Etruscos, la confrontación entre dos mundos”, es el título de una de las exposiciones que se exhiben actualmente en La Pinacoteca de París, un museo que en pocos años se ha convertido en un lugar muy importante de la promoción y difusión del arte; pero sobre todo en la forma de abordar los temas, ya que ha venido haciendo una revolución museográfica, que difiere mucho de las exposiciones que se hacían en los años 80 del siglo pasado. Ahora son más pedagógicas, más investigativas, han dejado de centrarse en el tema central de la exposición, en este caso Giacometti, para bucear en un pueblo poco conocido y bastante desprestigiado como es el pueblo etrusco. Para nadie es un secreto que ningún artista ni escritor surge de la noche a la mañana, para ello es necesario haber leído enormemente, haber estudiado a los clásicos y a los olvidados. Es el caso que nos ocupa, Alberto Giacometti (Suiza, 1901-1966) es un escultor por el que he sentido una gran admiración y cuya obra me ha puesto siempre a indagar sobre los grandes cataclismos humanos. Lo que no sabía es que su verdadera fuente de conocimiento estaba en el pueblo que antiguamente habitó en la región que hoy conocemos como Toscana. Y si bien el arte etrusco me ha llamado poderosamente la atención, desde que visité por primera vez el museo del Louvre en el año 1981, nunca había pensado que había un cordón umbilical que lo uniera a Giacometti. También es cierto que básicamente lo que conocía son las esculturas que servían de urnas funerarias y en las que a menudo se encuentran parejas de amantes tirados en una cama y desde la cual nos miran con esos grandes ojos sabios que tienen a menudo las parejas que aman y disfrutan del sexo y que carecen de los falsos artificios derivados de la equívoca y malsana virtud pregonada más tarde por la religión judeocristiana, prejuicios que también derivan de las sociedades misóginas helénica y romana; ya que es importante tener en cuenta que la mujer etrusca era respetada en el seno de su sociedad y estaba al mismo nivel que su homólogo masculino, y a diferencia de las griegas y romanas no era excluida de la vida política, económica y social e incluso participaba abiertamente en los ágapes que en el caso griego sólo estaban destinados a los hombres y a las hetairas.
Giacometti conoce el arte etrusco en los años 20 en el Museo Etrusco de la Villa Giulia de Roma, donde por primera vez se enfrenta a esas figuras alargadas como cuchillos y en París se convierte en un asiduo visitante del Departamento de Arte y Arqueología del Museo del Louvre; pero lo que verdaderamente llamó su atención fue una exposición sobre el arte etrusco realizada por dicho museo en 1955. En 1960 emprende un viaje, una peregrinación sería la palabra correcta, a la Toscana. En Volterra, antigua ciudad etrusca, visita el Museo Guarnacci y descubre La sombra de la noche (s II a.C. escultura expuesta en París en esta soberbia exposición sobre Giacometti y los etruscos, siendo, además, la primera vez que sale de Italia), que marcó al artista por el resto de su vida, al punto de rendirle un culto especial, culto que en gran parte opacó su obra, ya que el mismo consideraba a veces que no estaba a la altura de esa magnífica figura filiforme, alargada, que es La sombra de la noche. Una obra que aparece a nuestros ojos como actual, rompiendo parámetros académicos, bastante abstracta, una obra revolucionaria en cualquier tiempo y en cualquier espacio. El título de la obra, L’Ombra della sera, ha sido atribuido a un verso de Gabriele D’Annunzio (Italia, 1863-1938, escritor admirado por Joyce y temido por Mussolini). En todo caso cuando observamos las obras de Giacometti, como La mujer de Venecia o El Hombre que camina (ésta última subastada en el 2010 por Sotheby’s por la suma de 104.3 millones de dólares), y tenemos ya como referencia La sombra de la noche o las otras figuras filiformes etruscas, no podemos ignorar ese cordón umbilical que viene de lo más profundo de la historia y que llega hasta nosotros como si el artista o los artistas que las concibieron fueran nuestros contemporáneos. Refinados, exquisitos, hombres del mar, vistos por los griegos como una amenaza, y cuyo trabajo artístico dialoga con la obra de Giacometti, así los separen 2300 años y hablen lenguas diferentes; porque en este caso la lengua del arte les permite decodificar códigos y asumirlos como propios. El arte, a veces, como es el caso que nos ocupa, borra diferencias culturales, étnicas, religiosas e incluso borra diferencias políticas; lo que le confiere una característica y un poder universal. También podría hablarse de un pozo profundo de la memoria común de la humanidad donde algunos escogidos, como Alberto Giacometti, pueden penetrar en sus profundidades, entenderlas y recrearlas para el hombre contemporáneo; es el caso de Pablo Picasso (España, 1881-1973) con la Dama de Elche (arte íbero s v o VI a.C), o del arte africano tanto para Giacometti como para Picasso.
Esas figuras alargadas habrían representado para los etruscos una comunicación con el más allá, una forma de establecer contacto con el alma del difunto. Incluso Giacometti habría dicho a su gran amigo Jean Genet (Francia, 1910-1986) que “le gustaría hacer una estatuilla y enterrarla, para que sólo fuese descubierta cuando nadie más se acordara de él y cuando las huellas de su nombre hubiesen desaparecido”. Una linda forma de cruzar el umbral de la eternidad.