miércoles, 6 de febrero de 2013

KÄTHE KOLLWITZ

Solemos pensar en Europa como un continente cercano a una especie de tierra prometida, de paraíso perdido. No obstante, solemos ignorar, aunque los medios de comunicación nos lo recuerden todos los días, la crisis en la que está sumida. No es sino pensar en España, Portugal, Italia, Grecia, o en la pobreza y violencia in crescendo que azota Francia. Pero esto no es nada nuevo, sobre todo si miramos la etapa azul de Picasso, o el expresionismo alemán, para percatarnos del terrible drama de la mayor parte de la población de entre guerras o de la población de finales del siglo XIX o comienzos del XX, para entender un poco más la tragedia, en varios actos, de los excluidos, de los parias de la opulencia. Es el caso de la artista Käthe Kollwitz (1867-1945) cuya existencia ignoraba hasta el pasado 26 de enero cuando de la mano de mi amigo Ricardo Bada, y de su esposa Diny, mi marido y yo la descubrimos en un rincón de Colonia. Ese día compré uno de los libros sobre su obra y desde entonces no dejo de pensar en ella ni de darle una que otra mirada a una pequeña parte de su extensa producción, donde está plasmada la miseria humana en toda su dimensión. No soy de las personas que creen que el hombre (hablo de la especie no del género), es un ser predestinado a la felicidad. Por el contrario, la historia no deja de recordarme que la salvación y el paraíso son solo utopías que ayudan a las masas a aceptar como borregos la vida de hambre y el horror de la soledad. Los proletarios, esa nueva clase que surge después de la Revolución Industrial, condenados a un infierno en vida deambulan por sus obras; no puedo evitar que algunos de sus personajes me hagan pensar en Los comedores de patatas, de Vincent Van Gogh. Los retratos de Käthe Kollwitz son rostros agónicos, desprovistos de vida, los ojos están desmesuradamente abiertos, como si hubiesen visto todo, sabiendo que no hay mañana o al menos que el mañana es una farsa, que el hambre y la miseria están ahí, cercándolos, como barrotes de hierro que les impiden salir del infierno al que han sido lanzados, lo que no deja de recordarme esas maravillosas, pero terribles pinturas, El Aquelarre o el Gran Cabrón de Francisco de Goya y Lucientes, que realizara en su casa La Quinta del Sordo, para pensar una vez más que la redención humana no existe, que es solo una mascarada que pregonan los diferentes cultos, y los políticos de turno, para conducirnos en esta efímera vida como los borregos a los que hacía mención. Käthe Kollwitz, primera mujer en ser aceptada en la Akademie der Künste berlinesa, fue una enemiga declarada del régimen nazi, pacifista por convicción, por lo que su obra fue retirada de los museos y se le prohibió exponerla en galerías; a pesar que su escultura titulada Madre e hijo fue utilizada como propaganda nazi. En 1960 se creó el Premio Käthe Kollwitz. Hoy en día su obra está expuesta en los museos de Berlín y Colonia que ostentan su nombre. No muy lejos del museo de Colonia, al que hago referencia, está la iglesia de San Albano, más bien sus ruinas, donde están expuestas dos de sus esculturas que representan a unos padres dolientes; no hay que olvidar que uno de sus hijos había muerto en la Primera Guerra Mundial. Ricardo y Diny nos contaron, a mi marido y a mí, que dichas esculturas son una réplica, también realizada por Käthe Kollwitz, de las esculturas que hoy en día se encuentran en un cementerio militar de Bélgica donde reposan los restos de su hijo. Los padres dolientes representan a Käthe y a su esposo; una hermosa forma de recordar al hijo perdido por la furia y la locura humana.