sábado, 7 de noviembre de 2015

LA SEMIPENUMBRA

Tengo setenta y cinco años y desde que enviudé, hace más de veinte, vivo sola. Ya ni recuerdo cuando fue la última vez que algún familiar vino a visitarme. Ni tampoco me importa mucho. Recibirlos, ofrecerles algo para tomar, un té, un café o un jugo, galletas o un pan, era un esfuerzo inútil. Cuando aceptaban, yo me levantaba de mala gana, sin ocultar mi malestar por haber sido interrumpida en mi vida cotidiana, por lo que sus visitas se hicieron cada vez más y más escasas. El teléfono dejó de sonar y un buen día lo cortaron, yo había dejado de pagar las facturas. ¿Para qué?, me decía, si ya no lo usaba. Mi contacto con el exterior era permanente. Todos los días salía a hacer las compras. Iba a la panadería, a la tienda de la esquina, a la farmacia si tenía dolor de cabeza. Y dos o tres veces al mes iba a la librería. Miraba las carátulas, leía los comentarios que había en la contratapa, y si el libro me llamaba la atención, lo compraba. Además siempre estaba pendiente de las obras premiadas. El librero lo sabía. Rara vez se dirigía a mí. Era silencioso, por eso me gustaba ir allí. Sólo me hablaba si yo le hacía alguna pregunta. Es un hombre sin edad, muy culto, como debe de serlo todo librero. Pero lo que más me gustaba de él era que no hacía ostentación de su conocimiento. Me dejaba mirar las pilas de libros, “les nouveautés”, como él los llama, que había en las mesas. En las estanterías estaban los clásicos y cada anaquel tenía el nombre del autor que estaba allí, invitando a su lectura. Su librería es un remanso de paz, por lo que a veces pienso si no la habré soñado. Sus luces indirectas no me herían los ojos y al mismo tiempo podía leer fácilmente las reseñas de los libros. Siempre hay música de fondo y en el mostrador la carátula de un cd, con un discreto anuncio: -Este es el disco que está escuchando. Así que si a uno le gustaba no tenía más que decirle que le diera uno. Siempre salía con tres o cuatro libros. Eran las únicas ocasiones en las que caminaba de prisa. Quería llegar a casa lo más pronto posible y tirarme en la cama o en el sofá para leer las obras que acababa de adquirir. // Hacía tiempo que me había jubilado. Comencé a trabajar siendo muy joven. Entré al magisterio cuando aún no tenía 18 años. Primero fui profesora de primaria y luego de bachillerato. Enseñaba español y literatura. En el colegio conocí al que más tarde sería mi marido. Era profesor de química. No tuvimos hijos, ni nos hicieron falta. Con los alumnos teníamos suficiente. Por otra parte, nuestra responsabilidad para con ellos se terminaba en la puerta del salón de clase. Las noches, los fines de semana y las vacaciones eran para nosotros dos. Nos entregábamos por completo a la lectura, nuestra única y verdadera pasión. Por eso no sucumbí a su muerte. En los libros encontré el único refugio que yo necesitaba. Al principio me hizo un poco de falta. Sus comentarios inteligentes, el análisis, escueto, pero certero, de un libro determinado, siempre me habían ayudado con mis clases, por lo que lo echaba de menos. O bien la ausencia del calor de su cuerpo, en las frías noches de invierno, me hacía pensar en él con cierta nostalgia. Pero los seres humanos nos acostumbramos a todo, sin mayor esfuerzo ni mayor pena me habitué a su ausencia. Poco tiempo después de su muerte dejé de trabajar, había llegado a la edad en que podía reclamar mi pensión y aunque podía seguir laborando un tiempo más, hasta la edad de retiro forzoso, decidí jubilarme. En casa me esperaban los libros. ¡Qué delicia! Encerrarme en la biblioteca horas y horas enteras, sin mirar el reloj, sin tener que cumplir citas ni obligaciones, sin tener que corregir exámenes, ni preparar clases, ni rendir informes a rectoría. En otras palabras, había encontrado el paraíso que Milton creía perdido; el verdadero, el de la tranquilidad y sobre todo el de la seguridad económica. Mensualmente recibo mi pensión y la de mi marido, ninguna de las dos es mala, no podría quejarme. Además, siempre fuimos ahorrativos. Antes de su muerte, en previsión de nuestra vejez, compramos algunos bienes inmuebles ; así que el dinero no me falta. Mi cuenta bancaria está siempre bien provista y mis gastos personales se restringen a lo estrictamente necesario, la comida y los libros. Como no me gusta salir no tengo que pensar en comprar ropa, con la que tengo es suficiente. Algunos cuantos sacos de lana, un abrigo para el invierno, dos pares de zapatos que renuevo cada 8 meses, tres vestidos y tres camisas. Nada más, lo demás es superfluo. // Sobra decir que tengo una biblioteca importante, pero rara vez releo un libro, aunque me haya gustado mucho. ¿Para qué hacerlo si siempre puedo encontrar algo nuevo, diferente? Hace poco, por ejemplo, leí un libro de Yasushi Inoué, un autor japonés que no conocía. Es un relato corto, epistolar. Tres mujeres le escriben a un mismo hombre y las tres lo hacen sobre el impacto brutal que él tuvo en sus vidas. Un libro que narra una bella y trágica historia de amor. Un clásico del siglo XX. ¡Qué lástima que las novelas de Corín Tellado o de Bárbara Cartland, sean las que batan records de venta! Aunque en este país, lo que bate record es la TV con las telenovelas; sobre todo si son mexicanas y venezolanas. Entre más almibaradas y sosas sean, más éxito tienen, aunque las colombianas no se quedan atrás. Y cuando no es la Tellado, a la que leen, es a la paisa, la misma que escribe versos en las tarjetas de enamorados. Alguna vez escuché decir en la librería que vendía más libros que García Márquez. El librero me miró y yo creí ver en sus ojos una cierta sonrisa sarcástica. Y si no son las novelas rosas, son los libros de autoayuda o de crecimiento personal, como los del brasilero. Un fenómeno de masas lo llaman. Y eso para no hablar de la autora del pequeño brujo. Imaginación no le falta, pero calidad estética, toda. Otro fenómeno de masas. // Y aunque la habitación que alberga la biblioteca es grande, hace ya bastante tiempo que las estanterías se llenaron. Así que comencé a dejar los libros en las mesas, luego en el suelo. Se fueron formando pequeñas pirámides, lo necesario para que no se desperdigaran por el piso. Un buen día ya no pude acostarme en el sofá que queda al lado de la chimenea, estaba lleno de libros. Otro día fue el umbral el que no pude cruzar. Así que decidí leer en la sala y las pirámides se apropiaron del espacio circundante. Pronto fue el comedor ; por lo que me pasaba las horas enteras en mi cuarto. Pero allí también el espacio libre desapareció. Como si la casa siguiese un complot en contra mía. Pensé en La Casa Tomada. Me pasé al cuarto de huéspedes. Y pasó lo mismo. De la cocina, ni hablar. Hacía tiempo había renunciado a deshacerme de las bolsas que se acumulaban con los residuos de comida. Limpiar y asear me quitaban un tiempo precioso para la lectura. Decidí aprovisionarme de platos de cartón y comprar comida preparada que calentaba en el microondas. // Como no podía atravesar los cuartos un buen día no abrí las ventanas. Me acostumbré a vivir en una eterna penumbra y me di cuenta que no tenía necesidad de ventilar las habitaciones. Me acostumbré al olor de casa cerrada y a la humedad que se apoderaba del aire. Caminar libremente por los corredores se volvió un martirio. Tenía que saltar por encima de libros, de objetos tirados, de platos sucios. De cuando en cuando escuchaba a una que otra rata. Aprovechaban los restos de comida que estaba regada por toda la casa. Cuando eso sucedió me fui a vivir al garaje. Dormía en el carro. Era el único lugar disponible, así que lo aproveché. De todas formas necesitaba que estuviese libre, de otra forma no hubiese podido salir al supermercado, a la tienda de la esquina dejé de ir porque allí no encontraba comida precocida. Últimamente me cansaba caminar, ya no podía hacer el trayecto a pie hasta la panadería, ni mucho menos hasta la librería. En cuanto a los vecinos se refiere, ni los conocía. Nunca me interesaron. Parece ser que fueron ellos los que se quejaron a la policía. // Lo imagino, porque al abrir la puerta del garaje esta mañana, para sacar el carro, observé un corrillo anhelante al frente de mi casa. Un señor vestido de verde se me acercó, me increpó. Me dijo que tenía orden de revisar mi casa, que habían llovido las quejas con respecto a malos olores y a ratas que husmeaban en el vecindario. Me negué enfáticamente y como él quiso entrar a la fuerza comencé a gritar y a pegarle. Seguramente me creyó histérica. Fue entonces cuando sentí que algo se clavaba en mi brazo derecho, como una aguja. Después no volví a saber nada, hasta ahora que aparentemente me despierto y descubro una habitación blanca hasta la locura. Estoy amarrada a una cama igualmente blanca. A los pies de la cama hay un ventanuco con rejas por el que se filtra la luz del día. Me hace daño, me hace falta la semipenumbra del garaje de mi casa. Aunque el silencio es el mismo que me acompaña en las largas noches de invierno.