miércoles, 13 de enero de 2016

IV PARTE: EL PUZZLE DE LA HISTORIA O EL AROMA A TRÓPICO DE JORGE ELIÉCER PARDO

EL EXILIO: Siempre he creído que el exilio es en cierta forma una de las variantes de la muerte. Al menos cuando es el resultado de una desición que debe tomarse de un momento a otro para poder salvar la vida. Fui testigo de este drama en los años 80 del siglo pasado, no porque yo hubiese sido una perseguida política, sino porque una gran cantidad de mis compañeros y profesores de la Sorbona eran exiliados. Algunos venían del Cono Sur, huían de las dictaduras que asolaban el continente y trataban por todos los medios de reconstruirse a sí mismos en una ciudad que los acogía y que los rechazaba al mismo tiempo. Pero también conocí a muchos colombianos que habían tenido que dejar sus familias y lo poco que tenían detrás de ellos. Era la época de Barco y Belisario Betancourt. Con el primero todos sabemos lo que su gobierno persiguió y condenó los Derechos Humanos y con el segundo sabemos que gran parte de su respeto por los jóvenes de izquierda era subirlos a un avión y enviarlos hacía París. Siempre recuerdo a uno de mis profesores, el académico y escritor Rubén Bareiro-Saguier quien llevaba varios años en la Ciudad Luz; aunque para él siempre fuese oscura. Un día, hablándome de su exilio, le pregunté si nunca había regresado a su país, y me respondió, con la voz entrecortada, que una vez, estando en la frontera entre Argentina y Paraguay, del otro lado de la linea imaginaria entre los dos países, se sentó en el suelo y contempló el territorio natal por espacio de varias horas. Eran los tiempos de Strossner. Años después Bareiro-Saguier regresaría a Paraguay y yo no volvería a verlo ni a tener contacto con él; pero nunca he olvidado esa tarde en la que me abrió su herida purulenta. Para ese entonces yo ya tenía el suficiente criterio intelectual y la suficiente sensibilidad política y social como para comprender el terrible drama que me contó en pocas frases; por eso entiendo los versos de Clara Schoenborn: “Ha sido este silencio/la sustancia de mi viaje” (Poema Inmigrante) (Op. cit. Clara Schoenborn. Apidama Ediciones. Bogotá. 2013). Por otra parte, la sociedad francesa es muy diferente a la de hace treinta o treinta y cinco años. Ahora hay mayor apertura, menos xenofobia y muchos más extranjeros que en esa época. Eso no quiere decir que sea una sociedad perfecta, no lo es y no lo será nunca; pero al menos hay más respeto por la otredad. También es cierto que lo veo con mis ojos de latinoamericana integrada a esta sociedad que admiro y respeto; y además tengo la doble nacionalidad. Sin embargo, eso no me impide ser crítica y ver los desmanes que produce la xenofobia y la islamofobia en un país que se considera garante de los Derechos Humanos. Pues bien, un tema así no podía pasarme desapercibido con la lectura de El pianista que llegó de Hamburgo. El exilio, el desarraigo, el eterno deambular de un lugar a otro, sin nunca poder echar raíces, es el otro drama de Pfalzgraf. Como judío-alemán debió huir de su país donde se llevaba a cabo una política de exterminio -no sólo de su pueblo, sino de los roms, de los comunistas y de los homosexuales- e instalarse en uno al otro lado del orbe, Colombia. Esta política, no hay que olvidarlo, correspondía a un sentimiento muy generalizado en Europa hasta la Segunda Guerra Mundial: El odio y la exclusión de los judíos. Un sentimiento común en todas las clases sociales, sin importar el grado de instrucción que se tuviese, lo que incluye a muchos intelectuales que habían crecido en una ambiente de antisemitismo que consideraban normal. Es el caso de Virginia Woolf. -¿Cómo?, diría mucha gente, si Leonard, su marido, era judío. Y si, lo era. Pero eso no evitaba que Virginia Woolf haya sido antisemita como la sociedad de su época y como todos los integrantes del grupo de Bloomsbury. Su diario personal, el que llevó rigurosamente cada día de su vida, así lo atestigua. Nunca aceptó a su suegra, ni siquiera la invitó al matrimonio. No sólo porque no pertenecía a su círculo social y económico, así Virginia después de la muerte de su padre siempre hubiese tenido problemas económicos, sino porque la madre de Leonard era judía (3). También habría que recordar a otro de los grandes intelectuales antisemitas, el francés Louis-Ferdinand Céline. Sin olvidar los nexos de Heidegger con el Nazismo. Cabe recordar que los intelectuales y artistas solo conocieron La Solucion Final cuando la guerra terminó. No obstante, Heidegger, entre otros intelectuales de la época, nunca se disculpó ni renegó de sus escritos antisemitas y a favor de Hitler. Volviendo a la novela que nos ocupa, El pianista que llegó de Hamburgo, yo diría que el párrafo mejor logrado, en lo que se refiere al drama del exilio, es cuando Pfalzgraf se da cuenta que definitivamente ha perdido todos los puntos de referencia. Ya no es un hamburgués, rara vez se acuerda que es judío, ni siquiera los suyos lo aceptan como tal ni a él le interesa ser aceptado ni ser reconocido como uno de ellos; pero tampoco es un colombiano. Mientras que él piensa y habla en español, sus lenguas maternas, el alemán y el yiddish, ni siquiera lo visitan en sus noches de desvarío; para la gente del común sigue siendo el alemán, el extranjero loco que va trás los pasos de una mujer muerta. Y si hago enfásis en el idioma es porque raramente se habla que una segunda o tercera lengua puede convertirse en la lengua materna; sobre todo cuando se la ha elegido y se ha hecho todo lo posible por conocer sus vericuetos y secretos más recónditos. Y Pfalzgraf ha adoptado el español como si fuese la lengua que lo acunó en las lejanas noches de su infancia. Él no pelea con la lengua de Cervantes, al menos con la que se habla en Colombia, él la ama, como se ama a una amante huraña que poco a poco termina por caer rendida a los pies del eterno pretendiente. Yo diría que Pfalzgraf siguió sin saberlo los pasos de Jorge Semprún cuando éste último recuerda su relación visceral con el francés: “En lo que a mí respecta, había escogido el francés, lengua del exilio, como otra lengua materna, originaria. Me había escogido nuevos orígenes. Había hecho del exilio una patria.” (Jorge Semprún. La escritura o la vida, Fábula Tusquets Editores, pág. 293). Aunque yo diría que en el caso de Pfalzgraf, no se buscó una patria sino una Matria. La encontró en Colombia. La esquiva, la violenta, la de los paisajes inhóspitos y grandes llanuras, la de los incendios que aparecen en todas partes. Y aún así él, el pianista que llegó de Hamburgo, decidió quererla y dormir con ella por el resto de su existencia. Hablando, además, en otra lengua, la lengua del exilio, en la que nunca pensó en los largos años de su encierro en el sótano de Hamburgo cuando debió esconderse de las razias de los SS. El pianista que llegó de Hamburgo es el libro del exilio por antonomasia, es el libro del miedo del presente y de la angustia por el futuro, es el libro de la evocación frente a un mundo nuevo en el que no encuentran ningún punto de referencia, o al menos muy pocos, con el mundo desaparecido; el mundo que duerme en lo profundo de nuestra memoria. Sin embargo, el pasado siempre nos atrapa, nos encarcela detrás de barrotes de olvido y bruma, ya que las trompetas de guerra suenan en los oídos de Pfalzgraf y terminan por ganarle la partida. Pfalzgraf, después del bogotazo y de su estadía en los Llanos, entenderá que la guerra no es que le pise los talones sino que siempre está tres pasos delante de él. “No podría regresar a Hamburgo, su sótano desapareció en el bombardeo, tampoco a la casa de La Candelaria para incendiarla como lo hacían los indígenas huitotos al morir, enterrados en la maloka que habitaron. Una vez quemada la maloka era abandonada porque a ella había entrado la enfermedad, la tragedia y la muerte. Hendrik no era jefe de nada, se creía un fracasado de todo. Tampoco podría ser vestido de ceremonia ni mecido dentro del chinchorro, nadie lo lloraría. No lo enterrarían en una fosa de cuatro metros con una gran totuma de ambil, zumo de tabaco para matar la enfermedad que lo agobiaba, para atrapar por siempre y no dejar escapar el espíritu maligno que lo mató, ni sembrarían un árbol sobre su tumba, ni incineraría ninguna tribu porque carecía de todo. ¿Podía quemar los retratos de sus parientes? No supo en qué momento se volvió viejo y cómo pasaron esos diez años bajo la sombra de las grandes ceibas; tampoco cómo superó las pestes que lo rezagaron en muchas caminatas, ni mucho menos por qué se mantenía vivo entre alimañas y enfermedades.” (Idem, pág. 221) Pero antes, diez años atrás, le había dicho a Matilde : “Soy de Hamburgo, huérfano y desamparado, desplazado por la guerra. Perseguido aún por Hitler. Abandonado por el amor y por una única hija. Dolido por la soledad. Eso es tu profesor: poca cosa.” (Idem, pág. 145) En otras palabras exiliado en sí mismo. Como lo somos todos los seres humanos en mayor o menor medida; así la mayoría no lo reconozca o no alcance a entenderlo. Pfalzgraf, en la búsqueda de sí mismo, terminó desaviado, definitiva e inexorablemente, en el laberinto de su memoria. Tal y como le había sucedido años antes a Carlos Arturo Aguirre cuando se perdió por entre los zaguanes y las esquinas y en las noches de amor robadas a las empleadas domésticas después de llegar a su casa en el estado de seminconsciencia que deja una botella de alcohol bebida con la única compañía que brinda la soledad: el desarraigo y la errancia. Pfalzgraf y Carlos Arturo Aguirre se perdieron por los intersticios de la peste del olvido, fueron barridos por el mismo viento que borró a Macondo. En este sentido Pfalzgraf y Carlos Arturo Aguirre son antihéroes -o héroes al revés-; podría decirse incluso que son como una metáfora de la inutilidad que representa cualquier esfuerzo que se haga por mejorar la condición humana. Como si fuesen dos aparecidos o zombis que vagan por los terrenos áridos del desamparo, de la evocación, del olvido y del olvido final que es la muerte. Son antihéroes que saben que la esperanza es una quimera inútil y que por más que lo intenten no podrán escapar a los designios de su propio drama; de ahí que se ahoguen en el alcohol y en las drogas. Una forma de poder mirarse en el único espejo que verdaderamente importa: el que nos revela la carencia absoluta de humanidad en el ser humano. En otras palabras el deseo perenne de caer en un abismo sin fin sin que halla una red en la mitad que nos impida seguir buscando el fondo. Lo que para Pfalzgraf es otra forma de recitar eternamente el Kaddish, la plegaria de los muertos. En otras palabras sabe que la música y la muerte son sus únicas certezas, sus únicas posesiones. Pfalzgraf y Carlos Arturo Aguirre no entienden, o simplemente no les interesa entender, el mundo en el que viven; saben que sus vidas están signadas por la fatalidad. Es por ello que renuncian de antemano a buscar una salida que los aleje del precipicio en el que han caído. Ya no son los héroes de las sagas nórdicas que buscan salvar a su pueblo y por ende a sí mismos; ni tampoco son Sigfridos que pueden atravesar el fuego sin que nada les suceda, no están protegidos por la sangre del dragón, ni poseen cascos para poder ser invisibles, ni tienen una espada mágica que los haga invencibles. Por el contrario, son antihéroes que están condenados a errar eternamente en el infortunio. Así que simplemente se entregan al ojo del huracán, como si fuese la amada a la que se ha esperado desde siempre; solo que en su ojo no hay valquirias que los esperen, solo están la ocuridad y la oquedad de la noche.

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