domingo, 27 de noviembre de 2016

LEONARDO PADURA VERSUS FIDEL CASTRO

¿POR QUÉ NO LAMENTO LA MUERTE DE UN SÁTRAPA COMO FIDEL CASTRO? Para responder a esta pregunta traigo a colación mi reseña sobre El hombre que amaba a los perros de Leonardo Padura, un libro de una soberbia lucidez, objetivo, claro y sobre todo excepcionalmente bien escrito. Nota: Este artículo lo publique inicialmente el 18 de julio de 2013, y hoy vuelvo a hacerlo para responder a las miles de personas que lamentan que un dictador de la talla de Fidel haya muerto. UNA PARÁBOLA DEL MIEDO: La primera impresión que tuve del mundo llamado comunista fue en 1983, cuando en un viaje en bus desde París, donde estudiaba en ese momento, hasta Atenas, atravesé la Yugoeslavia pos Tito. Aunque mi paso fue rápido si pude observar la carencia de los restaurantes y de las tiendas de comestibles, donde sus anaqueles vacíos solo tenían dos o tres botellas de una supuesta gaseosa para la venta. En la tienda a la que me refiero había una mesa ocupada por cuatro hombres que jugaban a las cartas, o al dominó, no me acuerdo; las otras mesas, por supuesto, estaban vacías. Como nadie me atendía pedí, en mi más que rústico inglés, una de esas botellas para calmar la sed, pregunté dos o tres veces sin que nadie se tomara el trabajo ni siquiera de mirarme, al final alguien me respondió de mala gana que pasara por detrás del mostrador y cogiera una de las botellas en cuestión. Entendí que eran los empleados de la tienda del mal llamado Estado comunista, y que de todas formas les pagaban así no trabajasen. Decidí, entonces, salir de la supuesta tienda, y ya en la puerta vi en una acera a una mujer sin edad, vestida de negro bajo un sol que quemaba hasta la médula, intuí que debía estar allí desde hacía por lo menos mil años; a su lado tenía una pequeña canasta con unas pocas frutas de estación resecas por el sol. Pensé que a lo mejor venían de una pequeña parcela y que ella las vendía para poder sobrevivir en el mundo que nos habían vendido como igualitario. Fue mi primera gran desilusión con respecto a esa utopía en la que mi juventud se había inmerso en arengas que mi inmadurez no entendía, pero sobre todo que se negaba a ver la realidad tal y como era, no como unos cuantos tipejos barbudos nos la hacían creer. Mi segunda, y enorme desilusión, en realidad el gran cataclismo, la sufrí en el 2007 en una visita de 10 días que hice a Cuba. De allí salí con un broncoespasmo severo, producto en parte del trauma que viví al corroborar, día a día, momento a momento, la miseria en la que viven los cubanos. El mito que nos habían metido en la cabeza a muchos de nuestra generación, con respecto a Fidel, se me vino abajo. Entendí que la letra de muchas de las canciones de la nueva trova cubana era un espejismo, y que en realidad el pueblo era una masa informe que marchaba por las calles de La Habana como si fuesen zombis. Algunos de esos zombis, en realidad niños acompañados por sus abuelas, se acercaban a mi marido y a mí para pedirnos un jabón o un dentífrico. En cuanto al excelente servicio de salud cubano, pude observar que si existía debía ser para los dirigentes del Partido, pero no para esos esqueletos que trataban de caminar por las calles de La Habana vieja. Pude observar que la higiene dental era nula, ya que constaté que muchas de las personas con las que pude hablar les faltaban varias piezas dentales, o bien tenían una gingivitis en grado agudo, por no hablar de una periodontitis. También vi algunas tiendas sin clientes, símbolos del capitalismo, como Zara o Mango, ofreciendo en sus vitrinas prendas a precios inaccesibles para ese pueblo que se paseaba por los andenes tratando de esquivar el sol del trópico. Pero sobre todo sentí el miedo subterráneo que circula en todas las direcciones. Ese miedo nos recibió y luego nos despidió en el aeropuerto, cuando yo ya sabía que mientras que la dictadura castrista esté aupada en el poder, y maneje a Cuba como si fuera su feudo personal, yo no regresaría a esa gran mentira que es la Cuba de hoy. Pues bien, ese miedo soterrado lo volví a sentir con la lectura de Máscaras de Leonardo Padura, pero sobre todo lo he sentido en estos días en que he estado sumida en la lectura de El Hombre que amaba a los perros, la extraordinaria novela sobre Ramón Mercader, el asesino de León Trotski. Este magnífico libro, escrito en un español impecable, con una riqueza de vocabulario asombrosa, teje y desteje la historia de la antigua Unión Soviética y de la Cuba de los años 70 hasta nuestros días. Leyéndolo entendí que en realidad es una metáfora de nuestro tiempo, ya que muchas de sus descripciones, con respecto al abuso del poder, de las purgas estalinianas, sin olvidar lo que Padura llama las equivocaciones de Trotski, en realidad delitos de lesa humanidad, así como del nefasto rol que jugó el Partido Comunista Español, y su gran responsabilidad en la derrota de la Guerra Civil Española, o de la dictadura castrista, son descripciones del miedo que pueden aplicarse a la Colombia que nos tocó vivir en la tenebrosa y larga noche de los ocho años del siniestro Uribe, entre otros miedos que hemos tenido que atravesar. Leí El hombre que amaba a los perros con un gran placer estético e intelectual, pero sentí todo el tiempo como el miedo corroía mis entrañas. Lo que me hizo pensar que el miedo a Stalin es comparable con el miedo que sentimos por las FARC y el ELN. Lo que Padura llama “la máquina infernal estalinista” yo lo veo como “la máquina infernal”, que ha girado y girado durante 50 años de la mano de esos grupos terroristas convertidos también en narcotraficantes. Y si esa es la Colombia que ellos desean, con zombis movidos por el pavor, yo me niego a aceptarlos y a vivir en su pesadilla. Mientras leía el libro escribía en mi cuaderno de ruta que somos marionetas en las manos de los dictadores -o de sus eternos aspirantes como Uribe-, que estamos condenados al silencio, condenados a la nada, condenados al abuso del poder de unos pocos sátrapas; que aupados en falsas ideologías políticas, entendidas solamente para su propio bienestar, hacen de la gran mayoría rebaños de borregos que siguen la campana del terror. Pensar en los cinco mil muertos de la UP, en “los falsos positivos”, esa terrible vergüenza vivida bajo Uribe, y a la que él cínicamente le restó importancia al decir que si esos muchachos habían sido asesinados, no era precisamente por sus buenas costumbres. Y por supuesto que pienso en las miles de víctimas de las FARC y del ELN. Grupos que escondiéndose en guerrillas armadas, que ya no tienen nada que ver en un mundo como el actual, han asesinado miles y miles de compatriotas, realizando de ese modo su propia purga estalinista; no es sino recordar el vil asesinato de los diputados del Valle, o de los adolescentes que secuestran para mantener vivo el comercio de la guerra y que son asesinados por un sí por un no. En Colombia hemos vivido purgas uribistas, sin olvidar las purgas y la persecución aterradora del gobierno de Barco, de las purgas perpetradas por años por el Estado y por sus Fuerzas Armadas y por supuesto por los grupos conformados por los paramilitares, sin olvidar que algunos nacieron de esa siniestra creación del exministro Botero y de Uribe cuando era gobernador de Antioquia; me refiero a las Convivir. Y es que el Estado colombiano muchas veces ha sido un verdugo salido de las cloacas. Tal y como sucedió en la época de Stalin, como sucede en la Rusia de Putin, en la Venezuela de Chávez y Maduro, en la Nicaragua de Somoza y de Ortega, en el Chile de Pinochet, en la España de Franco, en la Alemania de Hitler, en la Italia de Mussolini, en la China actual, o en la recién conquistada democracia de Birmania, donde la Premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi -1991-, aún no ha condenado la persecución que ha emprendido la mayoría de la población de credo budista en contra de la minoría musulmana; y si sigo nombrando constataría que no tengo espacio para nombrar a todos los sátrapas de los últimos cien años. Y en cuanto a Colombia se refiere, es imprescindible la recuperación de la memoria, es importante evitar la tergiversación de la historia, por eso también es importante conocer el testimonio de cada víctima, de cada plagiado, de cada torturado; sino nunca habrá una verdadera reconstrucción de esta Colombia escindida, polarizada por las vallas que ponen los uribistas en todas partes llamando al odio, al fanatismo y a la guerra. Por eso es importante evitar el culto a la personalidad que labran día a día Uribe y Ordoñez de un lado, e Iván Márquez o Santrich, con la bufanda del temible Gadafi al cuello, del otro lado del río.

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