miércoles, 13 de enero de 2016

IV PARTE: EL PUZZLE DE LA HISTORIA O EL AROMA A TRÓPICO DE JORGE ELIÉCER PARDO

EL EXILIO: Siempre he creído que el exilio es en cierta forma una de las variantes de la muerte. Al menos cuando es el resultado de una desición que debe tomarse de un momento a otro para poder salvar la vida. Fui testigo de este drama en los años 80 del siglo pasado, no porque yo hubiese sido una perseguida política, sino porque una gran cantidad de mis compañeros y profesores de la Sorbona eran exiliados. Algunos venían del Cono Sur, huían de las dictaduras que asolaban el continente y trataban por todos los medios de reconstruirse a sí mismos en una ciudad que los acogía y que los rechazaba al mismo tiempo. Pero también conocí a muchos colombianos que habían tenido que dejar sus familias y lo poco que tenían detrás de ellos. Era la época de Barco y Belisario Betancourt. Con el primero todos sabemos lo que su gobierno persiguió y condenó los Derechos Humanos y con el segundo sabemos que gran parte de su respeto por los jóvenes de izquierda era subirlos a un avión y enviarlos hacía París. Siempre recuerdo a uno de mis profesores, el académico y escritor Rubén Bareiro-Saguier quien llevaba varios años en la Ciudad Luz; aunque para él siempre fuese oscura. Un día, hablándome de su exilio, le pregunté si nunca había regresado a su país, y me respondió, con la voz entrecortada, que una vez, estando en la frontera entre Argentina y Paraguay, del otro lado de la linea imaginaria entre los dos países, se sentó en el suelo y contempló el territorio natal por espacio de varias horas. Eran los tiempos de Strossner. Años después Bareiro-Saguier regresaría a Paraguay y yo no volvería a verlo ni a tener contacto con él; pero nunca he olvidado esa tarde en la que me abrió su herida purulenta. Para ese entonces yo ya tenía el suficiente criterio intelectual y la suficiente sensibilidad política y social como para comprender el terrible drama que me contó en pocas frases; por eso entiendo los versos de Clara Schoenborn: “Ha sido este silencio/la sustancia de mi viaje” (Poema Inmigrante) (Op. cit. Clara Schoenborn. Apidama Ediciones. Bogotá. 2013). Por otra parte, la sociedad francesa es muy diferente a la de hace treinta o treinta y cinco años. Ahora hay mayor apertura, menos xenofobia y muchos más extranjeros que en esa época. Eso no quiere decir que sea una sociedad perfecta, no lo es y no lo será nunca; pero al menos hay más respeto por la otredad. También es cierto que lo veo con mis ojos de latinoamericana integrada a esta sociedad que admiro y respeto; y además tengo la doble nacionalidad. Sin embargo, eso no me impide ser crítica y ver los desmanes que produce la xenofobia y la islamofobia en un país que se considera garante de los Derechos Humanos. Pues bien, un tema así no podía pasarme desapercibido con la lectura de El pianista que llegó de Hamburgo. El exilio, el desarraigo, el eterno deambular de un lugar a otro, sin nunca poder echar raíces, es el otro drama de Pfalzgraf. Como judío-alemán debió huir de su país donde se llevaba a cabo una política de exterminio -no sólo de su pueblo, sino de los roms, de los comunistas y de los homosexuales- e instalarse en uno al otro lado del orbe, Colombia. Esta política, no hay que olvidarlo, correspondía a un sentimiento muy generalizado en Europa hasta la Segunda Guerra Mundial: El odio y la exclusión de los judíos. Un sentimiento común en todas las clases sociales, sin importar el grado de instrucción que se tuviese, lo que incluye a muchos intelectuales que habían crecido en una ambiente de antisemitismo que consideraban normal. Es el caso de Virginia Woolf. -¿Cómo?, diría mucha gente, si Leonard, su marido, era judío. Y si, lo era. Pero eso no evitaba que Virginia Woolf haya sido antisemita como la sociedad de su época y como todos los integrantes del grupo de Bloomsbury. Su diario personal, el que llevó rigurosamente cada día de su vida, así lo atestigua. Nunca aceptó a su suegra, ni siquiera la invitó al matrimonio. No sólo porque no pertenecía a su círculo social y económico, así Virginia después de la muerte de su padre siempre hubiese tenido problemas económicos, sino porque la madre de Leonard era judía (3). También habría que recordar a otro de los grandes intelectuales antisemitas, el francés Louis-Ferdinand Céline. Sin olvidar los nexos de Heidegger con el Nazismo. Cabe recordar que los intelectuales y artistas solo conocieron La Solucion Final cuando la guerra terminó. No obstante, Heidegger, entre otros intelectuales de la época, nunca se disculpó ni renegó de sus escritos antisemitas y a favor de Hitler. Volviendo a la novela que nos ocupa, El pianista que llegó de Hamburgo, yo diría que el párrafo mejor logrado, en lo que se refiere al drama del exilio, es cuando Pfalzgraf se da cuenta que definitivamente ha perdido todos los puntos de referencia. Ya no es un hamburgués, rara vez se acuerda que es judío, ni siquiera los suyos lo aceptan como tal ni a él le interesa ser aceptado ni ser reconocido como uno de ellos; pero tampoco es un colombiano. Mientras que él piensa y habla en español, sus lenguas maternas, el alemán y el yiddish, ni siquiera lo visitan en sus noches de desvarío; para la gente del común sigue siendo el alemán, el extranjero loco que va trás los pasos de una mujer muerta. Y si hago enfásis en el idioma es porque raramente se habla que una segunda o tercera lengua puede convertirse en la lengua materna; sobre todo cuando se la ha elegido y se ha hecho todo lo posible por conocer sus vericuetos y secretos más recónditos. Y Pfalzgraf ha adoptado el español como si fuese la lengua que lo acunó en las lejanas noches de su infancia. Él no pelea con la lengua de Cervantes, al menos con la que se habla en Colombia, él la ama, como se ama a una amante huraña que poco a poco termina por caer rendida a los pies del eterno pretendiente. Yo diría que Pfalzgraf siguió sin saberlo los pasos de Jorge Semprún cuando éste último recuerda su relación visceral con el francés: “En lo que a mí respecta, había escogido el francés, lengua del exilio, como otra lengua materna, originaria. Me había escogido nuevos orígenes. Había hecho del exilio una patria.” (Jorge Semprún. La escritura o la vida, Fábula Tusquets Editores, pág. 293). Aunque yo diría que en el caso de Pfalzgraf, no se buscó una patria sino una Matria. La encontró en Colombia. La esquiva, la violenta, la de los paisajes inhóspitos y grandes llanuras, la de los incendios que aparecen en todas partes. Y aún así él, el pianista que llegó de Hamburgo, decidió quererla y dormir con ella por el resto de su existencia. Hablando, además, en otra lengua, la lengua del exilio, en la que nunca pensó en los largos años de su encierro en el sótano de Hamburgo cuando debió esconderse de las razias de los SS. El pianista que llegó de Hamburgo es el libro del exilio por antonomasia, es el libro del miedo del presente y de la angustia por el futuro, es el libro de la evocación frente a un mundo nuevo en el que no encuentran ningún punto de referencia, o al menos muy pocos, con el mundo desaparecido; el mundo que duerme en lo profundo de nuestra memoria. Sin embargo, el pasado siempre nos atrapa, nos encarcela detrás de barrotes de olvido y bruma, ya que las trompetas de guerra suenan en los oídos de Pfalzgraf y terminan por ganarle la partida. Pfalzgraf, después del bogotazo y de su estadía en los Llanos, entenderá que la guerra no es que le pise los talones sino que siempre está tres pasos delante de él. “No podría regresar a Hamburgo, su sótano desapareció en el bombardeo, tampoco a la casa de La Candelaria para incendiarla como lo hacían los indígenas huitotos al morir, enterrados en la maloka que habitaron. Una vez quemada la maloka era abandonada porque a ella había entrado la enfermedad, la tragedia y la muerte. Hendrik no era jefe de nada, se creía un fracasado de todo. Tampoco podría ser vestido de ceremonia ni mecido dentro del chinchorro, nadie lo lloraría. No lo enterrarían en una fosa de cuatro metros con una gran totuma de ambil, zumo de tabaco para matar la enfermedad que lo agobiaba, para atrapar por siempre y no dejar escapar el espíritu maligno que lo mató, ni sembrarían un árbol sobre su tumba, ni incineraría ninguna tribu porque carecía de todo. ¿Podía quemar los retratos de sus parientes? No supo en qué momento se volvió viejo y cómo pasaron esos diez años bajo la sombra de las grandes ceibas; tampoco cómo superó las pestes que lo rezagaron en muchas caminatas, ni mucho menos por qué se mantenía vivo entre alimañas y enfermedades.” (Idem, pág. 221) Pero antes, diez años atrás, le había dicho a Matilde : “Soy de Hamburgo, huérfano y desamparado, desplazado por la guerra. Perseguido aún por Hitler. Abandonado por el amor y por una única hija. Dolido por la soledad. Eso es tu profesor: poca cosa.” (Idem, pág. 145) En otras palabras exiliado en sí mismo. Como lo somos todos los seres humanos en mayor o menor medida; así la mayoría no lo reconozca o no alcance a entenderlo. Pfalzgraf, en la búsqueda de sí mismo, terminó desaviado, definitiva e inexorablemente, en el laberinto de su memoria. Tal y como le había sucedido años antes a Carlos Arturo Aguirre cuando se perdió por entre los zaguanes y las esquinas y en las noches de amor robadas a las empleadas domésticas después de llegar a su casa en el estado de seminconsciencia que deja una botella de alcohol bebida con la única compañía que brinda la soledad: el desarraigo y la errancia. Pfalzgraf y Carlos Arturo Aguirre se perdieron por los intersticios de la peste del olvido, fueron barridos por el mismo viento que borró a Macondo. En este sentido Pfalzgraf y Carlos Arturo Aguirre son antihéroes -o héroes al revés-; podría decirse incluso que son como una metáfora de la inutilidad que representa cualquier esfuerzo que se haga por mejorar la condición humana. Como si fuesen dos aparecidos o zombis que vagan por los terrenos áridos del desamparo, de la evocación, del olvido y del olvido final que es la muerte. Son antihéroes que saben que la esperanza es una quimera inútil y que por más que lo intenten no podrán escapar a los designios de su propio drama; de ahí que se ahoguen en el alcohol y en las drogas. Una forma de poder mirarse en el único espejo que verdaderamente importa: el que nos revela la carencia absoluta de humanidad en el ser humano. En otras palabras el deseo perenne de caer en un abismo sin fin sin que halla una red en la mitad que nos impida seguir buscando el fondo. Lo que para Pfalzgraf es otra forma de recitar eternamente el Kaddish, la plegaria de los muertos. En otras palabras sabe que la música y la muerte son sus únicas certezas, sus únicas posesiones. Pfalzgraf y Carlos Arturo Aguirre no entienden, o simplemente no les interesa entender, el mundo en el que viven; saben que sus vidas están signadas por la fatalidad. Es por ello que renuncian de antemano a buscar una salida que los aleje del precipicio en el que han caído. Ya no son los héroes de las sagas nórdicas que buscan salvar a su pueblo y por ende a sí mismos; ni tampoco son Sigfridos que pueden atravesar el fuego sin que nada les suceda, no están protegidos por la sangre del dragón, ni poseen cascos para poder ser invisibles, ni tienen una espada mágica que los haga invencibles. Por el contrario, son antihéroes que están condenados a errar eternamente en el infortunio. Así que simplemente se entregan al ojo del huracán, como si fuese la amada a la que se ha esperado desde siempre; solo que en su ojo no hay valquirias que los esperen, solo están la ocuridad y la oquedad de la noche.

martes, 12 de enero de 2016

III PARTE: EL PUZZLE DE LA HISTORIA O EL AROMA A TRÓPICO DE JORGE ELIÉCER PARDO

LA INTERTEXTUALIDAD: El Pianista que llegó de Hamburgo y La Baronesa del Circo Atayde son también un soberbio recorrido y un gran homenaje a dos obras cumbres de la literatura colombiana : Cien Años de Soledad y La Vorágine; sin olvidar a José Asunción Silva y la obra de Vargas-Vila. Jorge Eliécer Pardo establece un diálogo profundo con los autores fundacionales de la literatura colombiana. Por supuesto que solo la palabra pianista nos hace pensar en Pietro Crespi, el eterno enamorado de Amaranta. Y es que Hendrik Joachim Pfalzgraf tiene mucho de ese italiano extraviado en el amor, fugado sería la palabra adecuada, que es Crespi. Los dos tienen ese aura de desamparo que los persigue hasta más allá del delirio. En ese laberinto sin Dédalo, Pfalzgraf busca a Matilde, a veces la encuentra en el rostro esquivo de Julieta-Matilde para terminar por refugiarse en una senilidad que lo conduce a los puertos del pasado donde finalmente se reune de nuevo con ella, con la verdadera, con Matilde Aguirre. … “amante, maestro, preceptor. Espejo sin imagen, tiempo sin tiempo. Quiero irme lejos contigo. Dejaré a mi hijo por ti. Me mostrarás la salida de los barcos y navegaremos por tus mares y lagos”. (El Pianista que llegó de Hamburgo, pág.277) Pero antes de penetrar en ese laberinto, se había internado en otro, en la jungla, donde le contaron que por allí había viajado otro abatido, el poeta Arturo Cova. (Idem, pág. 219) con la diferencia que Pfalzgraf logró salir de ella; para luego perderse en otra aún más huraña y hostil, el mundo de los habitantes de la calle, de los innombrables, de los ñeros, como comúnmente se denomina a esos hombres y mujeres -lo que no es sino otra forma de ignorar su existencia- que han perdido la brújula de sus destinos y que vagan en el remolino de la Calle del Cartucho. Mientras Pietro Crespi se suicida ante la negativa de Amaranta de corresponder a su amor, Pfalzgraf se pierde en las drogas y en el acohol. Otra forma de suicidio, si se quiere aún más radical que la de Crespi. Otro elemento recurrente que une al pianista de Hamburgo con Cien Años de Soledad es el color amarillo. En este caso no son las mariposas de Mauricio Babilonia que lo preceden por todas partes sino una flor amarilla que lo espera en el futuro: “Las mujeres, todas, le parecían bellas; pero sabía que una, con una flor amarilla en la mano, caminaba desde el futuro hacia él”. (Idem, pág. 103) Luego : “La esperaba, dispuesto a todo; al cerrar los ojos e imaginar que era la mujer que vino del futuro con una flor amarilla en la mano intentó acercar sus labios gruesos a esa boca que aún hablaba de despedidas.” (Idem, pág. 125) Más adelante : “En la sala había un enorme ramo de rosas amarillas. Quiso olerlas y pasar los dedos por la textura de sus pétalos pero su alumna Matilde apareció al lado de su esposo. La miró como si hubiera emergido del mismo ramo amarillo y quedó ensimismado porque ya no pudo entender nada de lo que decían. De nuevo, en su cuarto del segundo piso, supo que ella era su alumna dorada, la que le cambiaría la historia en su nueva vida. Le pareció oír la voz de Matilde: Jamás comprendí las palabras de los hombres, crecí en los brazos de los dioses.” (Idem, pág. 137). Por otra parte la frase -Jamás comprendí las palabras de los hombres, crecí en los brazos de los dioses- nos remite inmediatamente a la intuición anteriormente desarrollada: Matilde es una mujer éterea, inexistente. Estas alusiones a Mauricio Babilonia, como muchas otras, hacen que la obra de Jorge Eliécer Pardo navegue en una enorme ola por el mar insondable que es el realismo-mágico de Gabriel García Márquez, sin sacrificar su impronta, su huella, su sello personal. En cuanto a Carlos Arturo Aguirre se refiere, si bien no se interna en la selva ni consume drogas, ni vive en hoteluchos, ni prostíbulos de mala muerte, ni vaga por las calles de los desposeídos como Pfalzgraf, si va trás los pasos de Cova y sin saberlo sigue los mismos senderos del que en un futuro sería su yerno; aunque él nunca lo llegase a conocer ni a saber de su existencia, al menos no de forma concreta, sólo velada. Es importante anotar que la saga El Quinteto de la Frágil Memoria, de la cual hacen parte los dos libros a los que hago referencia, bucean permanentemente en un mundo onírico, propio del trópico, pero que tiene también raíces muy profundas en África; piénsense por ejemplo en Mia Couto y en su magnífica obra El último vuelo del flamenco. Y es que cuando se habla de surrealismo generalmente se piensa en André Breton, Louis Aragon, Paul Eluard, Jacques Prévert, Antonin Artaud o Max Ernst; quienes por la década del 20 ya conformaban un grupo sólido que habría de transformar la literatura y las artes plásticas del siglo XX. Y cuando se trata de América Latina comúnmente se piensa que éste llegó con Ernesto Sábato o con Alejo Carpentier. Sin embargo, este último aseguraba en Haití, en el año de 1943, que estaba ante los prodigios de un mundo mágico, de un mundo sincrético, de un mundo donde hallaba al estado vivo, al estado bruto, ya hecho, preparado, mostrado, todo aquello que los surrealistas fabricaban demasiado a menudo a base de artificio, en cuanto a la literatura se refiere; puesto que en pintura habría que mencionar a Wilfrefo Lam y a Frida Kahlo. Algunos dirán que la misma Frida decía que ella había conocido El Surrealismo cuando Breton le dijo que su obra era onírica. Lo que ella omitió es que tenía la suficiente cultura artística para conocer muy bien que era lo que se estaba haciendo en Europa, más específicamente en Francia. Aunque también es cierto que decir que nunca había oído hablar del Surrealismo le daba un aura de originalidad que ella deseaba para construir su mito, su imagen de diosa, tal y como se representó ante sus amigos poco antes de su muerte. Este mundo, preparado, mágico, no es único de la zona caribeña sino inherente a toda la América Latina. Y ésto fue precisamente lo que José Eustasio Rivera intuyó al escribir La Vorágine, editada en 1924, el mismo año en que aparecía El Manifiesto Surrealista de André Breton. Las imágenes oníricas, utilizadas por Rivera, habrían de cambiar el concepto que se tenía hasta ese momento de la literatura colombiana en particular y de la latinoamericana en general. La importancia y la influencia de su obra son hoy en día innegables, sobre todo para los autores de los años 20 y 30 del siglo pasado. Donde mejor puede observarse esta característica surrealista en La Vorágine es precisamente en la descripción que hace el autor de la naturaleza, en la que rompe con los postulados idealistas de Rousseau que hablaban de una naturaleza idílica en la cual el hombre podría vivir en perfecta armonía y en un estado de permanente felicidad. Paisaje que será tomado posteriormente por los románticos. La naturaleza vista por Rivera es, por el contrario, una fuerza destructora, avasalladora, que conduce al hombre al extravío mental y que termina engulléndolo. El verdadero protagonista de la obra no es Cova sino la selva misma. José Eustasio Rivera la transforma en una materia antropozoomorfa, dueña de una fuerza indecible, y por qué no decirlo, hasta maléfica. La naturaleza sufre un cambio profundo en la temática latinoamericana y a partir de ese momento ya no volverá a ser tratada como el escenario de fondo del Buen Salvaje roussoniano. Sin olvidar que es una novela de denuncia social y política. El autor es testigo directo de la explotación de la Casa Arana y si bien su relato es descarnado está lejos de ser panfletario. A estas alturas Cova ya ha dejado de ser un simple intelectual urbano que se adentra en una zona jamás imaginada para conocer una realidad de miseria y explotación infrahumanas en las que las ansias de poderío superan toda esperanza de cambio o de conmiseración cristiana. Y es aquí donde Pfalzgraf va a camuflarse utilizando como artificio la piel de Cova. “En la zona sur del Putumayo encontró a veteranos caucheros cicatrizados por la esclavitud de las compañías que los trataban de irracionales y salvajes; que con el cambio de luna y amarrados al cepo, les supuraban las heridas de los viejos latigazos propinados por los hermanos Julio César y Lizardo Arana, laceraciones que curaban con el jugo lechoso extraído del siringa o árbol de caucho después de haber sido vendidos por el temible Funes a la Peruvian Amazon Company. … Muchos aborígenes lo confundieron con un misionero de los que llevaron la evangelización, pero al saber que superaban el recuerdo de una mujer, lo condujeron a lo profundo de la manigua para que tomara las pócimas que ellos preparaban y dejaban a la luz de la luna para arrancarle la pena del corazón. La voz de que había un blanco enamorado recorriendo el sur de Colombia y que viajaba hacia el Brasil, que no era humano sino que había caído del cielo a una de las lagunas de la llanura, pasó de boca a oreja por los paisajes remotos. Le dijeron que por allí había viajado otro abatido, el poeta Arturo Cova, en busca de un amor devorado por la selva.” (Idem, pág. 218-219) Sólo que Pfalzgraf habrá que esperar a otra jungla para ser engullido, la de cemento que le espera a su regreso a Bogotá; cuando sus pasos, guiados por el alcohol, el delirio y la soledad, lo conduzcan por los vericuetos de la calle del Cartucho. Pero antes Carlos Arturo Aguirre se había sumergido en el alcohol y en el desvarío de un amor extraviado, perdido en las nebulosas de su memoria, oculto en los zaguanes del barrio Egipto, en las calles amadas por la lluvia y barridas por el viento. Grita su amor en cada esquina, en cada portal. No le importa que lo vean llorar por la mujer que lo abandonó cuando creía que ya nunca se iría. En ese sentido Carlos Arturo Aguirre difiere del concepto de hombría tan arraigado en la cultura machista y misógina del colombiano común y corriente. Lo que lo hace casi que un hermano gemelo de Crespi. El desamor y la pérdida de la mujer amada no los impulsa a buscar otro amor sino a abrazar literalmente a la muerte. Crespi se lanza en sus brazos, como otros lo hacen desde lo alto de un arrecife para caer en picada libre en el mar agitado; mientras que Carlos Arturo Aguirre bigardea en esa otra muerte que brinda el alcohol y que no es sino otra forma de suicidio. Como lo haría años después el amor de su hija Matilde, Pfalzgraf. Y ésto me lleva a otro asunto recurrente en su obra : la soledad. LA SOLEDAD : La soledad, como el amor, la muerte o el exilio, entre muchos otros temas, hacen parte de la literatura. Aparecen desde Homero, pasando por Safo y luego por Shakespeare o Cervantes o Baudelaire, hasta llegar a Virginia Woolf o Marguerite Yourcenar o Sábato o García Márquez o Philippe Roth o Amos Oz. Sin olvidar los mitos y leyendas que han existido desde la noche de los tiempos y que han sido fuente inagotable de la tradición oral de todos los pueblos y culturas. Son temas inagotables, perennes, inmutables, así la aproximación de cada autor nos los muestre de una forma diferente. Y si son eternos es porque son la esencia misma de la existencia humana. Las interrogantes que suscitan atañen a problemas metafísicos inherentes a cualquier persona; independientemente de la cultura o pueblo a la que se pertenezca. En el caso de la Soledad, hay una frase que penetra como un puñal afilado : “Estaba a punto de volverse retrato como los que colgaban en su sala” (Idem, pág. 117) Es una descripción de la soledad, no la que buscamos para vivir y trabajar en paz, sino la que nos impone la vida, sumiéndonos en un túnel oscuro y aparentemente infinito. Y si digo que esta frase tiene el filo de un puñal afilado, es porque Pfalzgraf siente como va borrándose, desdibujándose en el tiempo y en el espacio, como si tuviese dificultades para ver su imagen reflejada en el espejo, como si la soledad le robase su identidad. Así como había vivido oculto por varios años en el sótano de la casa de su tío, para evitar ser una más de las sombras de los trenes sin regreso que viajaban a los campos de exterminio nazi, otra forma de borrarse a sí mismo, vuelve a ocultarse en los vericuetos del desamparo para evitar el delirio que lo acosa con el disfráz de la soledad. Sin embargo, ese delirio acabará por darle alcance años más tarde, cuando se interne ineluctablemente en las sombras de la decrepitud y de la senilidad. Pero mientras tanto trata de hacerle frente y de no caer definitivamente es sus fauces. Y como en los tiempos de la guerra es la música la que logra mantenerlo a flote. Podría decirse que es ella, la música, su verdadera amada, y que es a través de ella que construye, que crea y recrea, que inventa a la otra, a Matilde y a Julieta-Matilde. También podría decirse que Pfalzgraf, gracias a la música, se reinventa a sí mismo para poder seguir existiendo, para no internarse aún en las brumas del olvido. Más adelante, en las nebulosas de ese olvido, podrá perder la capacidad de oir, pero nunca estará sordo a la música, su verdadera amada que simpre lo acompañará; y él la intrepretará, como si acariciase sus muslos, en intrumentos imaginarios. Pero antes de ese momento el piano es una barca que le permite bogar por las aguas de la imaginación y poder burlar por algún tiempo al delirio que lo persigue para lanzarle la flecha del desvarío. Otras veces es su mascarón de proa que lo guía en los bancos de niebla de la desesperanza y de la soledad. No obstante, no podrá escapar nunca de ella, ya que al final el olvido, otra de las máscaras de la soledad, le nublará el presente; sobre todo cuando se acueste en la cubierta a dormir la siesta, ya no en la barca sino en la nao de Leteo. En cuanto a Carlos Arturo Aguirre se refiere es gracias al olor que puede ir trás de las huellas de su amada y a veces inventada Baronesa. “Tenían por costumbre reconstruir el pasado como una forma de vivirlo de nuevo. Recrearon el domingo en el Parque de los Novios cuando se dijeron a qué olía cada uno. Ella a jazmines y rosas de mayo y él a agua de colonia. No se confesaron que ese olor era parte del goce cuando pasaban sábados y domingos en la cama, jugando a no dejarse nunca. A pesar del abandono, el olor lo perseguía en los insomnios, perdía la respiración y se asfixiaba tanto que debía darse golpes en el pecho al pensar en la separación definitiva. ¡Ese olor, Dios mío, ese olor!, lo buscaba por la casa, entre el armario, en el jardín interior, en los huecos de los fogones de la estufa, en la alacena y los frascos, en las vajillas y las prendas, en la ropa de cama, en todas partes” . (La Baronesa del Circo Atayde, pág.108) Pero es también ese olor, sumado al del alcohol, la cuerda floja en la que camina como un sonámbulo-funámbulo tratando de no caer al vacío, a la nada, que es la soledad. Sin embargo, está consciente que la cuerda siempre se rompe por la parte más delgada; y que la soledad, que lo atormenta en sus noches de pesadilla, es la constatación de la presencia éterea de su amada María Rebeca. Al menos bajo los efluvios del alcohol puede creer que si existió, que no es un invento de su mente febril o de un delirium tremends que lo lanza ineluctablemente al vacío, una y otra vez, hasta el infinito, hasta el agotamiento total. Por eso no le importa que los vecinos sientan lástima por él o lo consideren el pobre loco del barrio Egipto.

II PARTE: EL PUZZLE DE LA HISTORIA O EL AROMA A TRÓPICO DE JORGE ELIÉCER PARDO

EL LENGUAJE : El manejo del castellano de la parte de Jorge Eliécer Pardo es de una gran riqueza en todos los sentidos, gramatical, verbal, sintáctico. Si se habla de una fuerza descomunal en los libros de Pardo, es, precisamente, el lenguaje. Diría que leer su obra es emprender una aventura a través del idioma; como si cada palabra, cada imagen, cada frase, fuese una nave que nos transporta al pasado, a mundos conocidos o imaginados, existentes o inexistentes, tangibles e intangibles. Pocas veces puede leerse una obra literaria con un manejo tan brillante de la lengua castellana ; al menos de la lengua que hablamos en Colombia. Es un manejo del lenguaje como pocas veces se encuentra en la literatura. Es impecable, limpio, rico en metáforas que nos hacen volar y caer en picada, sumergirnos en aguas turbulentas y en lagos sin olas, nos hace pisar el rocío del amanecer y viajar en el ojo del huracán. Es avasallador por decir lo menos. Es como cabalgar en un caballo desbocado que corre por la cresta de la cordillera vadeando abismos ocultos por la bruma. Otras veces es plácido como las aguas de un lago en tiempos de verano. Y si digo ésto es porque en la utilización de la lengua están ímplicitas múltiples características alusivas al pueblo que la habla, a su idiosincracia, a su historia, a su trayectoria sociológica y cultural. Con ésto no quiero decir que la obra de Jorge Eliécer Pardo no sea universal. Si bien parte de acontecimientos locales, éstos rápidamente se transforman en universales; por lo que todos los lectores, sin importar su lengua y cultura, pueden reconocerse a sí mismos. Su obra se convierte en una metáfora fácilmente reconocida por el lector, sin importar la situación geográfica y la cultura a la que pertenezca. “Debajo de los cobertores Hendrik Pfalzgraf encontraba la oscuridad de su sótano en Hamburgo. El ruido del aire que entraba por los resquicios y, el insistente golpeteo de la ventana contra su marco, lo conducían al moderato del Concierto No 1 de Brahms. Tenía entre su maletín burdo las viejas partituras que conocía de memoria y que desplegaba sobre los atriles como una manera de sentirse acompañado. Pasaba las páginas en su mente buscando los mejores movimientos o escuchando, muy adentro de su laberinto, todo el concierto. (Idem, pág.” 101) Lo que me lleva a recordar a Ernesto Sabato con una hermosa frase que Bruno le dice a Martín, si mal no recuerdo es así : -No hay nada más universal que una pareja besándose en un parque. A lo que yo agregaría : No hay nada más universal que las guerras, o el amor, o la soledad, o el delirio, o el exilio, o la evocación, o la migración. No hay nada más universal que el saudade del que hablan los portugueses y que se respira en cada página de El Pianista que llegó de Hamburgo y en La Baronesa del Circo Atayde, los libros que hacen parte de la saga El quinteto de la frágil memoria. LA MÚSICA : Para nadie es un secreto que el lenguaje poético es música. Y música es lo que suena en cada párrafo, en cada página de la saga de Jorge Eliécer Pardo. Hendrik Joachim Pfalzgraf, el pianista que llegó de Hamburgo, nos lleva de la mano a través de un magnífico recorrido por la música clásica; especialmente en el triángulo en B de la música alemana: Bach, Beethoven y Brahms; como bien lo señala el autor ; pero también están los boleros de Agustín Lara. Y para Carlos Arturo Aguirre, el personaje central de La Baronesa del Circo Atayde, además de los boleros están los tangos que forman parte intrínsica de su vida. Habría que hacer enfásis en que la música sirve como mecanismo para hacer girar la memoria, y más que memoria la evocación y la imaginación. (1) “Creo que voy a escribirle unos versos porque la música es amor en busca de palabras… La música excava el cielo, es eco del mundo invisible” (Idem, pág. 283-284). Leyendo la saga pensé en una idea que tuve casi a todo lo largo de la lectura de Lolita de Nabokov, no porque las obras se parezcan, sino porque para mí, por más extraño que pueda parecerles a los que han leído esta gran obra, Lolita es un personaje que solo existe en la imaginación de Humbert Humbert. Pues bien, lo mismo podría decir de Matilde Aguirre y de María Rebeca Pérez, las amadas del pianista de Hamburgo y del carpintero Aguirre. Aunque no niego la posibilidad que ellas se hayan cruzado en sus caminos en algún momento de sus vidas sin abrir las puertas a nada más. El amor que Pfalzgraf y Aguirre construyen alrededor de ellas -sofocante, delirante-, se transforma en una pasión que las convierte en diosas, en mujeres de leyenda, en mujeres miticas; no en una sino en varias mujeres a la vez que aparecen y desaparecen en la bruma del recuerdo; que toman diferentes formas, diferentes caras, como máscaras que ocultan lo que no puede decirse, lo que no puede mostrarse, precisamente porque no hay nada que mostrar; como no sea una obsesión nacida de un ansia por encontrar a la mujer ideal, la que todo hombre desea en algún momento de su vida pero sin que ella llegue verdaderamente a compartir su lecho. Podría enumerar mútiples parráfos que me sirvan para apuntalar esta hipótesis; pero basta con traer a colación a dos de ellos : 1. “Quiso suspender las notas en el espacio vacío de su incertidumbre, prolongarlas para que subieran por las escaleras y llegaran a ella y le dijeran cuánto la amaba. Soltó los pedales al verla en el comienzo superior de la escalera, como una aparición sagrada, transfigurada con la luz violeta que los pétalos dejaron en su entorno. Bajó sin tocar los escalones, le dio un beso en la boca, abierto y profundo. Llévame a casa. Era la primera vez que lo pedía. Siempre salía como sombra o como enamorada invisible y, una vez ganaba el andén, la ciudad era suya, sin temores. Se vistió su traje oscuro y los zapatos de charol negros con la rapidez de la nueva canción de Lara que ella adivinó en las ranuras. Parecían un daguerrotipo. Hendrik sintió que adherían en su espalda una cuerda y lo subían a una de las huellas de la pared, al clavo, para que empezara a contar su historia a los ángeles protectores o a los seres solitarios. Se agarró de Matilde y ella lo tomó por el brazo y lo llevó hasta la puerta. Cuando cerraron, aún los perseguía la voz de Agustín Lara.” (El pianista que llegó de Hamburgo, pág. 201) 2. “Creía que le agradaba. María Rebeca cerró los ojos y él supo que fingía sueño profundo. Como en los últimos años abrió una botella de aguardiente y puso la victrola en medio del patio, con los tangos que le arrancaban el alma. Deambulaba de la sala a la habitación, de la mirada insultante al disco negro y pesado de 78 rpm, de los ojos cerrados de Rebeca al amanecer colándose por la puerta abierta; los vecinos se lamentaban por el escándalo y la compasión por el hombre que se hundía en las borracheras. El día que me quieras /la rosa que engalana, … y la casa quedó sola. … Cerró los portones con llave y se tiró a la calle hacia la cigarrería. Mientras bajaba hasta la Carrera Séptima, el aire de la tarde y la llovizna le ayudaron a recapacitar sobre lo ocurrido. La amaba más, la deseaba más, la poseería las veces que le viniera en gana, haría valer su derecho: era su mujer. Pensó que lo recibiría sin protestas y aligeró el paso simulando sobriedad. Al regreso, el aguacero arreció y, empapado, subió hasta el barrio Egipto con la botella envuelta en una bolsa de papel. Pasó los dos portones, con erección. Al entrar en la alcoba con la imagen de Rebeca tendida boca arriba en el blanco inmaculado, encontró la cama vacía. La buscó por toda la casa golpeándose con las paredes. Miró en el interior del armario y ahí estaban sus vestidos, sus abrigos, sus capas, sus pijamas, sus calzones y brasieres, menos el sombrero de ala ancha que le regaló veintiún años antes en la sombrerería ni el abrigo de piel que jamás estrenó. Salió como demente a gritar el nombre de su fugitiva y desde las ventanas lo compadecieron aún más.” (La Baronesa del Circo Atayde, pág. 156) Carlos Arturo Aguirre buscará a su amada María Rebeca en las letras de los boleros y del tango. Aunque sabe de antemano que su búsqueda es en vano y que su presencia es sólo una fuga permanente. Sabe también que la Baronesa del Circo Atayde es éterea y que boga gracias a los vientos y huracanes que despejan los caminos por donde transitan los hombres que la desean encerrar en una casa y ponerla al cuidado de los hijos. PERSONAJES MÍTICOS: María Rebeca en realidad es el origen del universo, no el del dios de los judeocristianos sino el Big-Bang, esa inmensa explosión de la que surgió la galaxia en la que habitamos: “Se abría la caja. Emergía el primer llanto, aliento primigenio, sin aceptarlo o negarlo, la alumbre descubría, pequeña cabeza. ¿Dónde está su padre? ¿La madre asexuada? . En ese lugar y en todos destinada al ciclo perverso de la muerte… Penetró la remembranza del gran ruido…” (Idem, pág. 27). Jorge Eliécer Pardo nos lo cuenta desde los mitos cosmogónicos, aliento primigenio, que debió haber estallado durante milenios en un ruido ensordecedor que finalmente parió el universo que habitamos y terminó creando la vida que nos rodea. Pero como toda vida, creó también la finitud, la muerte. Para que algo exista, y esté completo, obligatoriamente tiene que existir su contrario; de otra forma sería la Nada, le Néant, el vacío sideral. María Rebeca también nos remonta a Lilith, del vocablo hebreo lil, que significa aire, viento, espíritu. Recuérdese que el aliento es aire y es viento que genera vida, su ausencia es la muerte. Posteriormente lil dio origen a Laila, la noche. Por algo Lilith es considerada en el folclor hebreo como el espíritu que copula con los súcubos y además es la causante de las poluciones nocturnas de los hombres. En realidad Lilith es una figura mítica que se remonta a la cultura mesopotámica, como lo es una gran parte del Antiguo Testamento. (2) “El sexo los unió en profundas entregas a campo abierto mientras recorrían el nirvana. La arropaba con el cuerpo avasallante. Cuando María Rebeca quiso cubrirlo con el suyo, se lo prohibió. … Planeó su fuga. La humillación de la postura del misionero no la soportaría, así fuera su primer hombre.” (Idem, pág. 91) Este párrafo me recuerda el libro En nombre de Lilith (Colección Las Ofrendas. Escuela de Estudios Universitarios. Universidad del Valle, 2011), de la poeta Martha Patricia Meza: “Olvidaste que fuimos hechos de polvo cósmico, somos iguales. ¿En qué momento comenzaste a posar de pavo real, mientras la humanidad se hundía en el lodo y la guerra y la miseria?” Lilith, movimiento perpetuo, creación perpetua, eterno devenir. Debe ser por eso que la consideran malévola, a veces es una criatura de la noche o una lechuza. Lilith la rebelde, la que no se doblega ante nadie, ni siquiera ante el amor; por eso ha sido condenada al ostracismo y al olvido. No hay que olvidar que existió antes que Eva. Y una de las tantas hijas de Lilith es Antígona: “… emprendió la aventura encerrada en su cofre-sarcógafo. María Rebeca, en el devenir, el silencio, encontró una manera no de morir, sino de sobrevivir. “Al ser izada con la cuerda, en medio del aire entre la claraboya y el piso, círculo de arena sin malla protectora, supendida, antes de las miles de vueltas que la alejan del pasado odioso, se da cuenta, en el balanceo, de que su presente, el olvido y el perdón, se convertía en remolino donde sus acciones se volvían justas, repetidas. (Idem, pág. 120) Antígona, digna hija de Lilith, antes de ser sepultada en vida, prefiere ahorcarse, tal y como lo habían hecho Artemisa y Erígone en los mitos mesopotámicos. Sin olvidar a Ariadna ahorcándose de un árbol, al menos en una de las variantes del mito. Antígona no se arredra ante el poder de Creonte, su tío, que quiere vejarla, humillarla más allá de lo indecible. Pero antes había logrado: (llegar) “hasta los huesos, espina dorsal, daga dórica.” (Idem, pág. 120) No hay que olvidar que el cuerpo de su hermano Polinices fue dejado en las afueras de Tebas, a la intemperie, para que los cuervos y los perros se dieran un festín. Y es que la mayoría de los pueblos del mundo han hecho de la muerte un ritual que incluye la sepultura de sus seres queridos. Cuando este ritual no se hace, no sólo es una afrenta al muerto sino a todo su linaje. Cuando se desconoce el lugar donde reposan el cuerpo que se ama no puede hacerse el duelo. Esa es la gran tragedia de Esquilo que sigue repitiéndose hasta el infinito. Los desaparecidos son un ejemplo de este mito. Las Madres de Mayo dicen que la peor tortura de la dictadura aún no termina; ya que cuando se levantan tienen la esperanza que en cualquier momento va a sonar el timbre y que una vez abierta la puerta van a abrazar al hijo perdido. A medida que avanza el día la esperanza comienza a diluirse y con la llegada de la noche, regresan las lágrimas nunca vertidas ante una tumba. Ese es el drama de miles de mujeres colombianas ante el horror de la guerra que hemos vivido en los últimos sesenta años. Somos eternas Antígonas en busca de los huesos a los que debemos dar sepultura. Y luego está Medea. La que traiciona a su pueblo y huye siguiendo las huellas del amado que habrá de abandonarla cuando ya no la necesite. Recordemos que Medea aparecerá siglos después en otro territorio y hablando otra lengua, ya no griego sino náhuatl; me refiero a Malintzin, mas conocida como La Malinche o La Lengua de Cortés; al menos en la leyenda negra que se ha construído en torno a este personaje bastante controvertido. …“te he dado más de lo que he recibido.” (Idem, pág 166) Cuando en realidad era ella la que había dado todo, sin recibir nada a cambio. “A pesar de que creía morir sin él, se dio cuenta de que el amor es un invento de quien lo desea.” (Idem, pág. 166) Medea, la eterna exiliada, huye en la cresta de las centurias: “Ella buscaría el olvido y la paz sin lograrlo. Fenecía su descendencia, libre de lazos, libre de opresiones, de amor maternal, fría para su nuevo viaje hacia la tierra que jamás la olvidó.” (idem, pág. 166) Pero antes de La Malinche está Ariadna. En la versión más conocida del mito, ella había traicionado a su pueblo para seguir a Teseo y luego ser abandonada por él cuando ya no le era útil. Y por supuesto está Penélope. La eterna tejedora de vocablos, de historias; no en vano Sherezada es una de sus caras pupilas. “El ovillo retorna al arcón y la respuesta queda en el aire, allí, donde dejó las voces. Texo, tejido, textus, palabras“. (Idem, pág. 188) Y antes puede leerse: “Recogida, madeja humana, armada de dos agujas afiladas… Desde los trapecios, las vigas y la claraboya, bajan los hombres a asediarla para lograr sus encantos. En el descenso la ven cubierta por la urdimbre y, al llegar al círculo de arena, La Baronesa ha descosido la capa para quedar expuesta. Ellos no soportan tanta belleza… No cree en la fidelidad de los pretendientes, menos en su propia castidad. Su manta, como sus sueños e ilusiones, mueren una y mil veces en la desnudez.” (Idem, pág, 187). La frase Ellos no soportan tanta belleza me hace pensar en uno de los juicios más famosos de la historia; el de Friné. La hermosa hetaira que sirvió de modelo para La Venus de Cnido de Praxiteles. Friné es procesada por impiedad y por haber violado los misterios eleusinos; posiblemente las dos grandes transgresiones en el mundo griego; algo parecido a la acusación que le hicieron a Sócrates. La leyenda dice que el acusador era un antiguo amante que no aceptaba que ella lo hubiese abandonado; en otras palabras no soportaba que tanta belleza ya no fuese de él. El orador Hipérides hace una defensa bastante original. En vez de utilizar su famoso verbo decide quitarle su túnica. Ante su desnudez los jueces entendieron que una belleza así era un tributo a la diosa Afrodita y que por fuerza tenía que pertenecerles a todos; a lo mejor esa fue la verdadera razón por la que no la condenaron a una muerte segura. Los ojos lascivos de esos hombres finalmente le preservaron la vida. Este episodio fue representado por Jean-Léon Gérôme, Friné ante el aerópago (1861). —————————- 1. Recordemos que María Moliner, al hablar de evocacion, dice lo siguiente : 1. Tr. Invocar a las almas de los muertos. 2. Representarse a alguien en la imaginación para sí mismo, o describirlo o representarlo para otros, algo que ocurrió en tiempos pasados. 2. Para entender un poco más este enunciado puede leerse El Folklor en La Biblia, de Georges Frazer ————————— III parte: http://blogs.elespectador.com/elhilodeariadna/2016/01/12/iii-parte-el-puzzle-de-la-historia-o-el-aroma-a-tropico-de-jorge-eliecer-pardo/