sábado, 1 de septiembre de 2007

Entre el cielo y el infierno (cuento)


Primera voz

Pronto va a amanecer, oiré el gallo cantar y las viejas beatas se apresurarán para venir a escuchar la misa de 6. Será la última misa que yo oficie, aunque ellas todavía no lo saben. Hoy me bendicen, mañana me maldecirán. Sé que dentro de poco vendrán por mí. Saldré de la casa parroquial esposado y en un segundo tendré a todo el pueblo mirando mi salida al cadalso. Porque, ¿ qué es la prisión, sino un cadalso? Hay muchas formas de matar a un hombre. Y la prisión es una de ellas. Mata las esperanzas, destruye la dignidad, aniquila el futuro. Es la primera vez que lo pienso, tal vez porque ahora tengo la certeza de terminar en una celda maloliente, húmeda, rodeado de cucarachas, de ratas, de asesinos a sueldo, de malandrines sudorosos y mal hablados.

Soy un sacerdote. Mi lugar está en la iglesia, rodeado de fieles que esperan impacientes mis consejos, mi ayuda espiritual. No he tenido vida propia. Siempre pendiente de la gente. Siempre escuchando sus pecados, algunas veces tan blancos como un vestido de novia y otros oscuros como las profundidades de una caverna. Los seres humanos llevamos dentro el infierno y el paraíso. Pero no puedo decírselo a los fieles. Sería una herejía por la que tendría que pagar caro, aunque yo no crea en ello. Porque si hay una justicia estatal, hay una peor, la de la Iglesia. Creen que la Inquisición se ha acabado. Y es cierto. Siempre y cuando uno crea que la Inquisición es el potro de tortura o morir en una hoguera, entonces si, ya no existe. Lo que no se dice es que la tortura peor nunca ha dejado de existir, la psicológica. ¿Cómo exponerme a ser excomulgado? Sería el escarnio público y fuera de ser cura lo único que sé hacer es tajar carne. Lo aprendí de mi padre que compraba reses en pie para luego vender cada una de sus partes en la ciudad donde vivíamos, pero es un negocio que no me gusta. No sabría ganarme la vida por fuera de la parroquia. Sé muy bien que en el temor a Dios que le infundimos a la gente, está nuestro poder. Un poder absoluto, al que no deseo renunciar. Controlamos la vida de la gente. Confían en nosotros de manera absoluta y total. Nosotros les damos tranquilidad espiritual, a cambio nos dan sus vidas, a veces también nos dan sus bienes. Y yo no tengo porque ser la excepción. Solo he tomado lo que han querido darme, a cambio les he indicado el camino a seguir, el de la salvación eterna. Así que cuando alguna de mis feligreses ha querido confesarse en horas non sanctas, no me he negado. Ellas saben lo que hacen y yo también. Soy un sacerdote, conmigo no cabe la palabra compromiso. Estoy unido a Dios, es la única alianza posible para mí. Por eso no acepto que después vengan con chantajes emocionales, con llantos y con historias. Si ellas vienen por su propia voluntad, puesto que yo no las obligo, también deben tomar las medidas pertinentes, para evitar consecuencias no deseadas. Cuando eso sucede, me transformo, dejo de ser el cura apacible, bonachón y cualquier cosa puede suceder. Al día siguiente lo olvido, total el día que tomé los hábitos también tomé conciencia que era un elegido, y a los elegidos no nos pasa nada; estamos por encima del bien y del mal. Eso pensaba hasta esta noche, porque fué ella, cuando creía que ya no podía hacerme daño, que vino a decirme que vendrían por mí y que no había escapatoria posible.

Segunda voz

El día que lo busqué era porque me sentía sola. Varias veces me había pedido que le diera una mano con los papeles parroquiales, yo aceptaba a regañadientes. Poco a poco me convertí en su secretaria privada, le ayudaba en el despacho parroquial o lo acompañaba en su labor de catequesis. Me decía que mi presencia era necesaria y que los jóvenes se sentían más a gusto si yo estaba presente. En mi casa les gustaba que yo ayudara al cura, “es tan buena gente”, decían. Todos en el pueblo le prendían velas. No es un cura joven, pero tampoco es viejo, digamos que está en una edad interesante. Sin ser un apolo, no deja de ser buen mozo. ¿Quién dijo que los curas no son hombres? ¿Quién dijo que no los podemos mirar, como miramos las mujeres a los hombres que nos atraen? Porque el cura me atraía, no sé si era la cadencia de su voz, o la forma de caminar pausado, como si el mundo no fuera a acabarse jamás, o si era ese pelo negro e hirsuto en que mis manos clamaban hundirse. Su pelo y sus ojos me invitaban a un viaje. ¿Pero adónde? Fue la pregunta que me hice durante mucho tiempo. Creo que ya encontré la respuesta. Su pelo semeja una selva y las selvas se tragan a los extraños. Eso fue lo que me pasó. El me tragó, me absorbió sin que yo me diese mucha cuenta de ello.

Trabajamos un tiempo juntos, siempre bajo la mirada vigilante de Ifigenia, el ama de llaves de la casa cural. Me daba cuenta que ella no se sentía a gusto con mi presencia. Parecía un felino. Nunca la sentía llegar, cuando levantaba la cabeza del computador, la veía en el umbral de la puerta, observándome sin pestañear. ¿Qué me quería decir? ¿Que me fuera? ¿Que saliera volando y que no regresase nunca? Pero no se lo pregunté. Finalmente estaba allí porque había entendido que afuera no había nada, fuera de unas calles polvorientas y de un calor sofocante. Quedarme en casa era convertirme en la sirvienta de mis hermanos, sin que me diesen un peso además. Al menos el trabajo de secretaria me daba para la leche de mi hijo. Y estaba él, por supuesto. Y aunque Ifigenia no abandonaba nunca la casa, al menos cuando yo estaba presente, yo sabía que era cuestión de tiempo. Algún día se le presentaría algo ineludible y tendría que ausentarse. Yo fui quien le dio la noticia, su madre estaba agonizando, se la habían llevado al hospital de la ciudad. En el pueblo no pasábamos de tener un puesto de salud. Se tomaría los tres días que le correspondían por calamidad doméstica.

Primera voz
La sentí caminar por la casa cural, mover mis cosas, mirar, tocar, algo que detesto que hagan, ni siquiera Ifigenia puede hacerlo. Yo me quedé sentado al lado de la ventana. No habría podido impedírselo. Ni siquiera intenté acostarme. Por sus pasos apresurados y por el ruido que hacía en mi despacho, sabía que había venido para hacerme saber que mi vida de cura había llegado a su final y que pronto vendrían por mí. Hay actos que pueden dar marcha atrás, pero hay otros a los que quedamos encadenados por el resto de nuestras vidas e incluso aún más allá. Ella había sido mi secretaria. Al principio ni la miraba, su juventud no me atraía. Prefiero las mujeres maduras, con experiencia y con marido. Las viudas habían sido descartadas hacía tiempo, con ellas el rumbo que tomaba cada historia terminaba en el chantaje. Varias veces me ví en la cuerda floja. Además comprendí que el estatus de casada hace a las mujeres inmunes a la sensiblería. Pensar en un compromiso conmigo estaba de antemano descartado. Cuando alguna de ellas se confesaba en horas non sanctas, yo sabía que en realidad buscaba lo que la cama matrimonial le negaba. Y es que en este país de machos, el matrimonio es un biombo que a menudo esconde sus verdaderas inclinaciones sexuales. ¡Si lo sabré yo! Al fin y al cabo todos terminan en el confesionario. A otros, la droga y el alcohol les impide comportarse como los machos que fingen ser. Otros se la pasan de cama en cama y cuando llegan a la oficial, es sólo para dormir. En fin, el hecho es que nunca me había faltado la tibieza de un cuerpo que me ayudase a soportar la soledad. La Iglesia pretende que los curas estamos por encima de los placeres terrenales, pero la castidad no es una de las reglas que más se practican en nuestro seno, así se predique lo contrario. Y yo no soy la excepción. Así que sin buscarlo, al menos conscientemente, terminé enredándome en la tela de araña que se construía poco a poco a mi alrededor. Debería haber recordado que Atenea las detestaba.
Segunda voz

Tenía tres días libres, nadie me vigilaría. Estaría sola con él y por supuesto estaba dispuesta a no desperdiciar esa oportunidad. Yo sabía que le gustaba. A menudo lo pillaba mirándome de reojo, sobre todo cuando me ponía la minifalda negra y lo zapatos rojos de tacón alto. Era cuando sentía su olor de macho cabrío flotando a mi alrededor. Su olor quedaba impregnado en mi cuerpo y mis senos se erguían como si los hubiese rozado con sus dedos. Trabajar con él en el mismo despacho, era semejante a tener un acceso de fiebre. Sentía que cada parte de mi ser ardía y que el único alivio posible era poderme meter en las sábanas con él o en últimas sentarme a horcajadas en el escritorio. Ni siquiera me importaba que fuese en el despacho parroquial. Cualquier lugar podía servir para darle rienda suelta al deseo que se apoderaba de mí. Yo sabía que era el amor, o más que el amor, la pasión. Como muchas jóvenes de mi generación había sucumbido a los embates del noviecito de turno; el mismo que desapareció cuando quedé en embarazo. Eso me debería de haber curtido. Pero cuando las hormonas se alborotan, las experiencias quedan olvidadas en algún baúl secreto de nuestra memoria.

He debido tomar “precauciones”, como él me diría tiempo después. Pero la primera y única precaución ha debido de ser no involucrarme ni sentimental ni sexualmente con él. Pero esos razonamientos vienen después. Si uno los previese, ¡cuántas desgracias se podrían evitar! A veces la fatalidad hace parte de nuestro sino y alejarla es imposible. Esta vez era ella quien tocaba a mi puerta. No había escapatoria posible, pero yo aún no lo sabía. Cuando fui consciente de su llegada, la luz que guiaba mi camino se había trocado en una tiniebla tenebrosa. Terminé en un laberinto que no conocía y Dédalo no estaba allí para mostrarme la salida. Así que me pasó lo mismo que a las mujeres atenienses. Serví de comida para el monstruo, aunque yo aún no sabía que tiempo atrás se había tragado a una que otra mujer del pueblo. Nadie lo sabía. Nadie sospechaba que había un minotauro entre todos nosotros y para colmo de males escondido en la iglesia.

Primera voz
Hacía tiempo que no aceptaba viudas en mi vida y de pronto tenía una en mi propio despacho. No sólo había sido atrapado por la tela de araña, sino que su dueña pertenecía a la especie mas peligrosa: Latrodectus tredecimguttatus, más conocida como la viuda negra. Debí sospecharlo cuando al día siguiente de la partida de Ifigenia, llegó a trabajar con la minifalda que se ponía desde hacía algún tiempo, consciente del efecto que eso me producía. ¿A qué mujer se le ocurre ir a trabajar a un despacho parroquial con una minifalda negra y zapatos rojos de tacón alto? A ninguna supongo. Es más una vestimenta arrabalera, propia de las cantinas y de prostitutas, que de una secretaria que trabaja para un sacerdote. He debido de darle tres días libres. He debido decirle que regresara cuando Ifigenia estuviese de vuelta. Total no había nada importante que no pudiese aplazarse. No lo hice. Siempre dejamos de hacer las cosas más fundamentales, en los momentos de más vulnerabilidad. Supongo que en el fondo de mí mismo esperaba que eso sucediese.

Al día siguiente de la partida de Ifigenia, la vi llegar desde la ventana de mi cuarto. Atravesaba la plaza muy despacio, pero con paso seguro. Cuando llegó a la altura del flamboyán, se detuvo un momento y observé como arrancaba una de sus flores. La acercó a su cara y durante algunos segundos, que a mí me parecieron una eternidad, la acercó a su cara y la olió. Luego se arregló el pelo y el tallo de la flor se hundió en su cabellera. Luego prosiguió su marcha. Cuando ella entró al despacho, yo ya la estaba esperando. La vi entrar, como quien entra a un escenario sabiéndose la protagonista de la historia que se va a desarrollar. Sólo dijo: -¡Buenos días! Así, a secas, sin el Padre de todos los días; por lo que he debido ponerla de patitas en la calle. Pero quien ha jugado con fuego alguna vez, sabe el placer que se siente. No habría sino que preguntárselo a un pirómano. El fuego es purificador, pero también puede ser destructor. El hecho es que se me invitaba a una queimada y yo no tenía ninguna intención de rechazarla.
Segunda voz
Cuando dije ¡Buenos días!, sin el Padre, lo hice adrede. Él ni siquiera respondió. Me senté en su escritorio, muy cerca de él, crucé las piernas y comencé a balancearlas. Los zapatos parecían dos llamas y sus ojos los seguían, extasiados. Con la punta de uno de ellos, comencé a tocarle los ojos, las mejillas. Como si fuera un pincel, delineé el contorno de su boca y comencé a descender. Con mis manos deshice el peinado que venía de hacerme y olí nuevamente la flor que hacía pocos instantes había colocado en mi cabeza. A medida que mi pie descendía por su cuerpo, sentía como su respiración de animal en celo iba in crescendo. Con el tacón presionaba su pecho. Cuando ya había descendido lo suficiente para sentir debajo de mi pie como su sexo se abultaba, comencé a desabotonar mi camisa. Acaricié mis pechos y me deshice del brassier. Él no se movía, me dejaba hacer. Me acerqué lentamente y como antes lo había hecho con la flor, empecé a oler su cuello, su boca. Cuando mis labios tocaron los suyos, cualquier resistencia que hubiese podido tener, había quedado atrás. En la pared del fondo se reflejaba una sombra que seguía los movimientos de una danza tan antigua como la especie humana. Poco tiempo después, en el letargo del amor, pensaría que teníamos tres días para nosotros dos.
Primera voz
Los tres días se convirtieron en semanas. Yo sentía como Ifigenia resoplaba en la cocina. Pero yo sabía que no diría nada. El pacto de silencio que se había sellado entre nosotros hacía muchos años, nunca se había roto. Por eso estaba aquí, en la casa parroquial. Era el precio que yo debía pagar, aún si su presencia no siempre me agradara. Alguna que otra vez pensé en cambiar las reglas del juego, pero entonces la veía erigirse ante mí como si fuera un ave de mal agüero. Así que terminé por aceptar que mi vida estaba ligada a su silencio. Y cuando las reglas son claras, el juego puede continuar. Pero siempre hay un final. Lo que pasa es que nunca sabemos cuando será.
Segunda voz
Yo tenía un hijo. Un hijo hermoso. Así que sabía muy bien que podía pasarme sino tomaba las “precauciones” necesarias. No lo hice, ni él tampoco. La mañana en que me senté a desayunar y terminé en el baño, constaté lo que ya intuía. No dije nada, esperé algunos días hasta estar completamente segura y luego me hice la prueba. Dio positivo. Cuando llegué a la casa cural, se lo dije. Tranquilamente, como si se tratara de mandarme al dentista para la extracción de una muela, me dijo que abortara. Me negué. Sus ojos negros se clavaron en los míos por un largo rato. Sentí un mal presagio. Sin embargo, no insistió. Días después me dijo que estaba buscando una solución para “mi caso”. Como si “ese caso” no fuese de los dos.
Primera voz
Le dije que en la ciudad tenía una casa que había heredado de mis padres y que se podría trasladar allí por un tiempo, mientras encontrábamos una solución. Le indiqué que debía partir sola, que más tarde podría llevarse consigo a su hijo y que no le dijera a nadie donde iba a estar. Quedamos de encontrarnos en la noche, en las afueras del pueblo, donde yo pudiese recogerla sin que nadie nos viera juntos. Cuando llegué al lugar de la cita, ella ya estaba esperándome con una pequeña maleta y con un morral, lleno a reventar, por lo que no cerraba bien. Le dije que se durmiera, que el trayecto era largo. Más adelante, y cuando constaté que ella dormía profundamente, tomé un atajo, no me convenía encontrarme con nadie. Me interné en un paraje boscoso, descendí del carro, la desperté, se bajó confiada, no sabía donde estábamos. Miró alrededor y entonces comprendió, me miró aterrada, el morral que llevaba consigo cayó al suelo, algunas de sus cosas se desparramaron a su alrededor. No tuvo tiempo de gritar, mis dedos en su cuello se lo impidieron. Procedí a hacer una maniobra que creía olvidada, pero al tocar el cuchillo mis manos recordaron los pasos que debían seguir. Terminada la operación, cavé una fosa donde fueron a parar sus restos, el morral, la maleta, las cosas que recogí del suelo y la ropa que yo llevaba puesta. Luego me lavé con un porrón de agua que tenía en la bodega del carro y me puse una muda limpia que había guardado para la ocasión. Eché la tierra encima y partí sin mirar atrás.
Ifigenia
La mañana que ella no apareció a las ocho en punto, como lo hacía siempre, supe que había pasado lo inevitable. Había tratado de decírselo de mil maneras, pero ella me miraba como si yo fuese su enemiga. Soy mujer de pocas palabras, al fin y al cabo soy de origen campesino y en mi familia sólo se hablaba lo estrictamente necesario; por lo que nunca supe decir las palabras adecuadas en el momento adecuado. Sabía que se había metido en la cueva del lobo, como me metí yo cuando enviudé, como se metieron las otras dos viudas antes que yo, aunque no sé si pudo haber otras antes de su llegada a este pueblo. Sólo que las otras corrieron con la peor de las suertes. Yo escapé a sus manos de carnicero, porque entendió que yo no diría nada. Por eso me convertí en su sombra. Por eso nunca abandoné esta casa maldita. Fue por eso que se dedicó a las casadas, a las que no le daban ningún problema. Pero yo seguí de vigía. Hasta que llegó ella. El día que entró por primera vez a la casa parroquial, dejó tras de sí un olor a gladiolos y a cartuchos que me dejó sin aliento. Me quedé parada en el umbral de la puerta, sin cerrarla, como diciéndole -¡no siga! ¡devuélvase! Pero ella ni siquiera volteó a mirarme.

Ni siquiera preguntó por ella. Yo tampoco dije nada. A la hora del almuerzo entró al comedor sin mirarme, como era su costumbre; luego se sentó en la mesa como si nada hubiera pasado. Yo le puse el plato de fríjoles haciendo un ruido casi imperceptible, por lo que se dio cuenta que yo sabía. Me miró por un buen instante y luego sin decir nada se puso a almorzar.
Segunda voz
Todo está negro a mi alrededor. La selva terminó por engullirme. Trato de tocarme, pero no me encuentro, parece como si todos mis miembros estuviesen diseminados y mi tronco separado de la cabeza. Pero no veo nada, debe de ser una pesadilla. La misma pesadilla que se repite cada noche, desde que quedé en embarazo. Quiero gritar, pero no puedo. Ningún sonido sale de mi boca. Es entonces cuando siento algo pegajoso alrededor de los labios. Sé que es sangre. Mi sangre. Ahora entiendo lo que me pasó. Esta vez no se trata de una pesadilla. Ya no veré más a mi niño. Pero, ¿Cómo pudo hacerlo? E ¿Ifigenia? ¿Ella lo sabía? ¿Por eso se paraba en el umbral de la puerta y me miraba hasta que me ponía nerviosa? Recuerdo que la única vez que hablamos me dijo que ella era viuda, que no tenía a nadie en el pueblo y que no había tenido hijos. También recuerdo que me habló de dos viudas, solas como ella, que un buen día habían desaparecido del pueblo sin que nadie volviese a saber nada sobre su paradero. Me dijo que eso había pasado hacía mucho tiempo, agregó que no era buena la viudez, sobre todo en un pueblo donde el calor del mediodía, hace que todo el mundo se refugie en sus casas para hacer la siesta. El letargo es malo, muy malo. Lo repitió con un deje que me heló la sangre, me miró a los ojos y como yo no respondí ni pregunté nada, dio media vuelta y se fue. Yo sentí alivio. El ave de mal agüero ya no emitía sonidos desagradables. Ahora entiendo que no era un ave de mal agüero y que no eran sonidos los que emitía, sino mensajes que querían salvarme de esta selva que me tragó.
Primera voz
Ifigenia lo sabe. Me di cuenta por la forma como me puso el plato de fríjoles delante. Ese ruido inhabitual, aunque muy leve, es su forma de decirme que lo sabe todo. Es su forma de gritar. Una vez más estoy en sus manos. Pero sé que no hablará, ya lo habría hecho hace mucho tiempo. Tendré que volverme más precavido. No he debido bajar la guardia. Debo cuidarme de las viudas negras.
Segunda voz
Sé que me están buscando. Lo sé porque oigo el ladrido de los perros. Pronto la policía estará aquí con mi padre y mis hermanos. En cuanto a él, ya sabe que yo los he guiado hasta aquí. Está esperando que vayan a buscarlo. Al menos tuvo el coraje de no escapar y yo podré descansar en paz.
Epílogo
-Ya casi amanece, -pensó el teniente-. Llevamos varias horas buscándola. Hemos rastreado toda la zona, sin encontrar nada. Voy a decirles que lo dejemos para mañana.

-¡Hey! ¡Mi teniente! -gritó uno de sus subalternos- ¡Mire! los perros han encontrado algo, parece un zapato. ¡Rápido, una linterna! ¡Es un zapato rojo!

COCINA Y CULTURA (ensayo)

COCINA Y CULTURA


Normalmente cuando se habla, se estudia o se analiza la historia de un país, o de un pueblo determinado, generalmente se circunscribe a los episodios políticos, económicos, religiosos y sociales; quedando por fuera muchos aspectos que nos darían más luces para una comprensión más amplia del tema objeto de investigación. Es lo que suele ocurrir con los procesos culturales: Literatura, danza, teatro, artes plásticas, entre otros; pero me atrevería a asegurar que la manifestación más ignorada de todas es la cocina. Posiblemente porque siempre ha sido del dominio de las mujeres (el gyneceo griego), y la historia ha sido contada por y para los hombres... No obstante hablar del pueblo francés, italiano o chino, y no hablar de su gastronomía, es casi que una herejía. ¿Quién de nosotros no ha saboreado un delicioso filet-mignon, una lasagna o un chuep-suey? Son platos que rompieron las fronteras, y que se internacionalizaron mucho antes que la palabra globalización llegara a los oídos de los diferentes pueblos del planeta. No olvidemos que la pasta la introdujo Marco Polo en Italia, a su regreso de China, después de haber viajado a través de la ruta de la seda en la segunda mitad del siglo XIII. Por su parte el pavo conquistó el paladar europeo después de la llegada de Cortéz a México y la papa salvó a Europa de las hambrunas que solían asolarla; y por supuesto el maíz, el cual ha jugado un rol preponderante en la historia americana, no sólo como base alimentaria de los pueblos aborígenes, sino en su cosmogonía. Para el pueblo Quiché el maíz figura en la que se ha denominado la “Biblia Americana”: El Popol-Vuh, o Libro Sagrado de los Quichés. El maíz, la papa y la yuca, principalmente, le permitieron a los pueblos americanos crecer y fortalecerse demográficamente; hasta el punto que Guy Martinière afirma en su libro “Les Amériques Latines: Une histoire économique”, que a la llegada de los españoles había en el continente americano 80’000.000 de habitantes. La papa, y más de 160 maneras de deshidratarla, le permitió a los pueblos andinos sortear sin dificultad las malas cosechas y lo que ellas hubieran significado: El hambre.

En el caso de Colombia hay que tener en cuenta sus diferentes regiones, tan disímiles entre sí, y ésto incluye a la culinaria. El Caribe colombiano se enriquece con los hábitos alimenticios de los esclavos venidos de Africa y los cocos que venían en los barcos negreros, como estrategia de los esclavistas para que los esclavos no se les murieran de deshidratación, ya que con esta fruta se suplía el agua, y además les proporcionaba proteína y grasa. Asia, por su parte, aportaría más tarde el arroz, y de esa mezcla de culturas surgiría el arroz con coco costeño. Los fritos, caros a los africanos, y la “carimañola” se insertan en el lenguaje de todos los colombianos; sin olvidar al banano, o “macondo” en lengua yoruba y por supuesto el café, fuente de la principal entrada de divisas en Colombia. La arepa indígena, o tortilla en Centroamérica, acaba por deleitar a los españoles y criollos sin que hasta el momento haya podido ser desplazada por sus descendientes, especialmente en el Altiplano Andino.

La papa se inserta en el menú diario, y surge ese plato extraordinario, digno de exportación: El ajiaco santafereño. La yuca se une a la papa ya mencionada, y se crea el sancocho (con sus múltiples variedades), al cual se le agrega carne para ser cocida al mismo tiempo que los otros ingredientes, con lo cual se evitaba su pronta descomposición, ya que la sal en tiempos de la Colonia era bastante costosa y los esclavos no tenían medios para adquirirla. El mondongo tiene su origen en España, en los “callos madrileños”, pero en su criollización dejará de ser un plato seco para convertirse en una sopa, al menos en Colombia, ya que en Chile se conserva como segundo plato y recibe el nombre de “guata”. El arequipe valluno es igualmente una herencia española.

Por otra parte no hay que olvidar el cacao americano, sin él no existiría” esa bebida energizante que conquistó a la corte española, y al mundo entero: “El chocolate, xocolatl, palabra azteca y producto azteca. En el imperio de Moctezuma era precioso y abundante a la vez, y hacía las veces de circulante monetario... El emperador Moctezuma gozaba bebiendo chocolate”, tal y como nos lo cuenta Carlos Fuentes en su magnífico libro EL ESPEJO ENTERRADO. Los tamales, o hallacas, también son un legado de las culturas precolombinas; y en Nariño se perpetúa una tradición gastronómica también indígena: el cuí. En Antioquia y Viejo Caldas, fuera de la arepa ya mencionada, están los fríjoles o frisoles, ricos en proteína vegetal, acompañados por un buen hogao, plátano maduro y arroz, ingredientes africanos y asiáticos, perfectamente asimilados por nuestra cultura.

En el Altiplano Cundiboyacense se hacen las almojábanas, de la palabra árabe “mojábena”, que por supuesto sufre su transformación; de la torta árabe, hecha con queso, huevos, manteca y azúcar, se pasa a lo que nosotros degustamos de harina de maíz y queso. Y otra herencia, no estrictamente árabe sino mudéjar, el indio, en vez de estar envuelto en hoja de parra como sucede en su lugar de origen, en Colombia se envuelve en una hoja de repollo.

En el Tolima está la lechona, en Los Llanos Orientales la ternera a la llanera, y en los dos casos, como ya vimos, ni el cerdo ni la res son originarios de América. Al contrario de la yuca brava o mandioca del Amazonas (que de no saberla tratar puede llegar a ser fatal), o las hormigas culonas de los Santanderes, platos ancestrales indígenas, que hoy seguimos comiendo, aunque a veces sólo se trate de simple y llana curiosidad.

Y por supuesto están las frutas, ese gran universo gastronómico al que no siempre le concedemos el lugar que se merece, especialmente a las frutas tropicales, a no ser que de pronto colombianos de la talla de Gabriel García Márquez escriban un ensayo cuyo título sea “El olor de la guayaba”. El madroño, la guanábana (o lechosa), la feijoa, la guama, por no nombrar sino unos cuantos, son una verdadera delicia, hasta para el paladar más exquisito. Americano es también el tomate, refiriéndose a él Carlos Fuentes dice:

“Al principio, en Europa, se temió que fuese venenoso, pero más tarde, por supuesto, se descubrieron sus deliciosas virtudes. La palabra deriva del azteca xitomatl pero probablemente los italianos le dieron su nombre más hermoso: pomodoro, la manzana dorada, con su insinuación de paraísos, tanto de placer como de pecado – como si los dos pudiesen separarse”.

El tabaco, el ají (o chile), y por supuesto la coca, son productos netamente precolombinos. Un cronista de las indias, citado también por Carlos Fuentes, el padre Joseph de Acosta, en su Historia Natural de las Indias de 1591, se refería a ésta última que “[mascándola un hombre] puede caminar doblando jornadas sin comer a las veces otra cosa...”. Todo ésto sin olvidar los animales que por siglos habrían de alimentar la imaginación de escritores y artistas: El cóndor, la llama, la alpaca, el guaxolotl, más conocido entre nosotros como pavo, y entre los franceses, donde enriquecería considerablemente su cocina, dindon. Es también en la corte de Versalles donde la esposa de Luis XIV, una infanta española, introduciría la bebida a la que ya hemos aludido: El chocolate.

Como hemos podido observar la historia de Colombia, y con ella la del Mundus Novus, nombre dado en honor a Américo Vespucio a esta tierra ignota y desconocida para Europa hasta 1492, no puede ignorar la historia de la culinaria y de los elementos que la componen, puesto que el encuentro de culturas dejó una traza indeleble en nuestro diario vivir.

BIBLIOGRAFIA

ABAD FACIOLINCE, Héctor. Tratado de culinaria para mujeres tristes. Santafé de Bogotá, Alfaguara, 1997.
FUENTES, Carlos. El espejo enterrado. México, Fondo de Cultura Económica, 1992.
MARTINIERE, Guy. Les Amériques Latines: Une Histoire Economique. Presses Universitaires de Grenoble, 1978.
El sabor de Colombia. Bogotá, Villegas Editores, 1994.
La cocina colombiana paso a paso. Santafé de Bogotá, Editorial Voluntad, 1995.
(Nota: Apartes de este artículo fueron publicados en Papel Salmón del diario La Patria, Manizales- Colombia, en Septiembre de 2001).

miércoles, 29 de agosto de 2007

PERSEPÓLIS, DE MARJANI SATRAPI, UNA OBRA PARA SER LEÍDA UN AY OTRA VEZ

Nota: El presente artículo fue publicado por primera vez en el año 2008 en Papel Salmón del diario La Patria de la ciudad de Manizales, cuando Marjane Satrapi aún no era conocida en el país. ———————- El nombre de Marjane Sátrapa no es muy conocido en Colombia, a no ser que se haya visto la película “Persépolis”, basada en el libro homónimo, escrito por la autora en cuestión, y dirigida por Vincent Paronnaud. “Persepólis”, el libro, es una historieta en cuatro tomos, sin color, realizada enteramente en blanco y negro; habiendo vendido más de un millón de ejemplares en todo el mundo. Por otra parte, es la primera obra en su estilo escrita por una iraní. “Persepólis” narra la vida de su autora y los últimos treinta años de la historia iraní, con títulos tan sugestivos, y tan simples a la vez, como: El velo, La carta, La llave, El maquillaje, La convocación, entre otros, pero cada capítulo nos sumerge en un mundo desconocido para Occidente; en especial para los latinoamericanos, al mismo tiempo que nos da las claves para entender mejor al Irán contemporáneo. Y es que, como dice su autora, los iraníes, si bien son musulmanes no quiere decir que sean árabes. Es una cultura de 4000 años de antigüedad, donde la mujer siempre tuvo un lugar preponderante y que luego le fue arrebatado por el fundamentalismo islámico imperante en su país desde casi tres décadas. Marjane Satrapi nace en Irán en 1969, en el seno de una familia burguesa, culta, laica y emancipada. A los diez años le toca enfrentar el derrocamiento del Sha y ael inicio de la Revolución Islámica. Poco a poco, y a medida que va experimentando los cambios que sufre la sociedad, descubre el pasado de su familia. Un pasado cuya línea transversal es la política, la rebelión contra la injusticia social y la búsqueda de una sociedad más equitativa. La voz de estos relatos se alterna en la voz de la madre, del padre y de la abuela. Esta última es una mujer que contradice en todos los aspectos la imagen de la mujer musulmana que los medios nos han querido mostrar. Es una mujer libre, contestataria y de una gran rebeldía a la hora de expresar sus ideas. Característica que heredará en grado sumo su nieta Marjane y que la llevará a enfrentar diferentes problemas a lo largo de su vida. Su padre es un libre pensador y respetuoso de las ideas ajenas. Su madre, feminista y cultivada, empujará a Marjane para que parta lejos de Irán y así poder protegerla del círculo que se cierra cada vez más en contra de las mujeres iraníes. En otras palabras, su familia es humanista y moderna; algo inconcebible en el Irán contemporáneo. Martajen Satrapi vive y trabaja en Francia, siendo ampliamente conocida en el ámbito de las historietas y en el mundo cinematográfico. El primer tomo de “Persepólis” fue galardonado con el Premio Autor Revelación de 2001 y el segundo al Mejor Guión 2002 del Festival Internacional de Angulema. Después vendrían varios premios que la han consolidado como una de los autoras de viñetas más respetadas en un país donde el culto por la historieta hace parte de su cultura. Sin embargo, antes de ser aceptada por L’Association, su casa editora, Satrapi había enviado su obra a 168 editoriales, donde era sistemáticamente rechazada. Hasta cuando conoce a Christophe Blain. Es él quien la introduce en el Atelier des Vosges, sede de L’Association, la cual ha visto nacer a muchos de los autores de historietas que han alcanzado renombre internacional. El haberse visto rechazada, un sinfin de veces, hace que Satrapi vea su proyecto de publicación como un fracaso inevitable y así se lo expresa a su editor, quien lejos de preocuparse, le dice: “Hasta ahora nunca he hecho un libro con el fin de conseguir dinero, incluso, si sólo se vendiesen 100 ejemplares, tu libro debe existir”. Los críticos de historietas concuerdan al decir que el éxito de “Persepólis” está en la calidad del dibujo. A lo que Marjani Satrapi agrega que el elemento principal de la obra está en la carencia del color, no porque el color sea un enemigo de la viñeta, sino porque en su obra la palabra es la protagonista. Satrapi confiesa que para ella las mejores obras están representadas en el trabajo realizado por Félix Valloton, más específicamente por sus grabados en madera. El blanco y negro le dan la posibilidad de ignorar la decoración y de hacer más énfasis en los gestos y diálogos de sus personajes. La obra de Satrapi es un compendio sociológico de la condición femenina en Irán, pero también es una crítica fina y profunda al sistema político y religioso. Estas características fueron hábilmente preservadas en la película que se estrenó en el Festival de Cannes de 2007, donde fue ovacionada por el público hasta el punto que se llegó a especular que sería la ganadora de la Palma de Oro. No se llevó el preciado galardón, pero si una mención especial, máxime que era la primera vez que una película de dibujos animados era aceptada por dicho Festival. Es de anotar que Catherine Deneuve y Chiara Mastroniani formaron parte de dicho proyecto, puesto que prestaron sus voces para darles vida a los personajes femeninos. En el libro, como en la película, se aprecia un gran sentido del humor, lo que no oculta la tragedia de un sistema regido por el fanatismo, y en gran parte por la ignorancia, que con gran frecuencia, surge de sus entrañas. Cuando la película fue seleccionada por el Festival de Cannes, Irán, a través de su Agregado de Cultura, adscrito a la Embajada Iraní en Francia, trató de impedir que fuese proyectada. La respuesta de la Dirección del Festival no se hizo esperar: “Es una decisión artística, no política”. Al ser interpelada al respecto, Satrapi respondió: “No es un asunto de Estado. No quiero atizar el fuego. Como demócrata acepto críticas, pero también ejerzo mi derecho de libertad y de expresión, aunque no pienso regresar a Irán. No es un Estado de Derecho y no se sabe que pueda pasar”. “Persepólis”, como se anotaba anteriormente, es una obra totalmente autobiográfica; por lo que no es de extrañar que en ella se nos narren acontecimientos como una clase de dibujo o la anécdota de una adolescente que corre para no perder el bus que acaba de arrancar antes que ella llegue a la parada de transporte. Pero, ¿En qué radica que algo tan banal, pueda ser tenido en cuenta en una historieta o en una película, pero que sobre todo se salga de lo usual? En lo que a la clase se refiere, se trata de una clase de dibujo anatómico, sólo que la modelo está cubierta por el chador; por lo que lo único que puede apreciarse son sus ojos, la nariz, la boca y el mentón. Y una escena tan común en cualquier país occidental, una mujer corriendo detrás de un bus para no perderlo, aquí se convierte en una escena trágico-cómica: uno de los guardianes de la Revolución, barbudo, fanático y machista, por decir lo menos, le ordena a través de un altavoz de dejar de correr, porque el movimiento de sus caderas es indecente. Y es que para los fundamentalistas musulmanes todo lo que concierne a la mujer es símbolo de lujuria: el pelo, las orejas y el cuello, deben ser ocultados con el uso del velo; mientras que los brazos y piernas, deben estar bajo el chador. Una frente que no se cubra bien y algunos cabellos que se dejen al descubierto, son la fuente de la perdición masculina. Sin embargo, la autora increpa a un estudiante revolucionario, que exige una presentación más estricta para las mujeres, para que ni él ni los otros estudiantes se exciten a la vista de unos cuantos cabellos que se escapan del velo, por qué los compañeros de su clase se ponen pantalones estrechos y ni ella ni sus compañeras de curso se excitan al ver claramente marcados sus sexos. En un país machista la fuente del mal es la mujer, por lo que el hombre se otorga el poder omnímodo de humillarla para supuestamente no caer en la tentación carnal. Pero la obra no sólo habla de la condición femenina. De igual forma hace un recorrido por la guerra Irán-Irak que sacudió el país en la década de los ’80 y que acabó con la economía del país. Al final de la obra, cuando Marjani Satrapi va a tomar el avión rumbo a Francia, su madre le recuerda que Irán regresó al estado en el que se encontraba 50 años antes; y es en ese momento en el que le prohíbe el regreso a casa. Esa despedida generosa, pero no por ello menos dolorosa, no oculta el amor por la hija. Lo que en verdad le está ordenando es que sea feliz y ante todo libre. La libertad es el regalo más importante que puede dársele a un hijo. Por eso en la última escena, cuando Marjane está en la sala de espera del aeropuerto y se quita el velo, el blanco y negro dan paso al color; que en este caso es símbolo de la libertad y de la esperanza por una vida mejor.

Rosa Montero, HISTORIA DEL REY TRANSPARENTE (ensayo)

HISTORIA DEL REY TRANSPARENTE

La primera vez que leí un libro de Rosa Montero, escritora y periodista española, fue La Hija del Caníbal (I Premio de Primavera 1997) y luego una recopilación de ensayos periodísticos Historia de Mujeres. Y si bien me llamaba la atención su narrativa y sobre todo su búsqueda ferviente de la reivindicación de la mujer, su obra no acababa de seducirme; en cuanto a su libro Temblor (Six-barral-2004), no pude nunca pasar de la cuarta o quinta página, por lo que no había vuelto a intentar su lectura. Historia del Rey Transparente (Editorial Alfaguara-2005) cambió mi percepción de la autora. Siempre he sido una gran amante del medioevo, a veces digo que si yo creyese en la reencarnación, podría decir que viví en el siglo XII o XIII, en alguna parte de la región de Provenza; donde la mujer tuvo una relevancia social y cultural que el obscurantismo de la Inquisición y el poder omnipotente del rey de Francia, Felipe II (1), le arrebataron para nunca más volvérselo a conceder. Para León el herrero, uno de los personajes de la historia del rey transparente, la región occitana es tolerante, culta y más abierta. Este es el trasfondo de la obra de Rosa Montero, La Provenza en particular, y la Occitania en general, en los siglos anteriormente mencionados.El personaje central, Leola, una humilde campesina, ve de pronto que su mundo desaparece ante sus ojos al serle arrebatada su pequeña familia y el novio con el que pronto contraerá nupcias. Entiende que debe escapar y esconderse, so pena que al ser descubierta sea violada y asesinada, según las normas de la guerra en todos los tiempos, donde la mujer es un botín más. En el campo, desolado por la batalla, intuye que para sobrevivir debe cambiar de identidad, aunque eso implique tener que esconder su condición de mujer; por lo que se apropia de la armadura de un joven caballero y se convierte en Leo. Pronto conoce a Nyneve, una mujer madura, quien en algún momento de su pasado fue la Dama del Lago, en algún momento de ese pasado bastante remoto tuvo amores con Myyrdin -quien más tarde se conocería como el mago Merlín- y en algún momento vivió en la isla sagrada de Avalon. Por lo que puede deducirse que Nyneve posee poderes mágicos, pero ante todo puede deducirse que es una mujer sabia, culta, erudita, conocedora del latín y del griego. Sus poderes mágicos, son más bien el resultado de su estrecha relación con la naturaleza; es decir, de su conocimiento de las plantas curativas. Ella es el compendio de muchas mujeres provenzales, pero también de toda la región de la Occitania medieval. Es por ello que en la obra nos encontramos con Leonor (2), esa reina extraordinaria, nieta de Guillermo IX de Poitiers (1071-1126), el trovador. Por lo que no es de extrañar que Leonor, reina de Francia y luego de Inglaterra, haya instaurado las Cortes de Amor. Es en su palacio y bajo su tutela que el amor cortés conoce todo su apogeo. Protectora de los trovadores y de los artistas, Leonor influirá enormemente para que María de Francia (3) escriba sus Lais. María de Francia, a vez, protegerá a Chrétien de Troyes (hacia 1135-1183), el autor de El Caballero de la Carreta, considerada por muchos críticos como la primera novela de Occidente. También es conocida por haber traducido del latín a la lengua occitana, El Arte de Amar, de Ovidio, una obra que tuvo una fuerte influencia en el medioevo. El Caballero de la Carreta, es la obra que da origen a toda la producción literaria que más tarde se conocería en España como las novelas de caballería. La Historia del Rey Transparente, recoge dicha tradición y de que forma. Al leer el libro no pude dejar de pensar en el Amadís de Gaula (4). Si bien en la obra de Rosa Montero encontramos los elementos fantásticos, inherentes al género de las novelas de caballería, no deja de ser una novela contemporánea en el mejor sentido de la palabra; ya que los actos de encantamiento, los hechos fantásticos, son del todo explicables y reconocibles para el lector actual. La misma Rosa Montero dice que es una obra abierta, ya que podemos quedarnos con la versión que deseemos, la real o la fantástica. Es importante anotar que la autora no la considera una obra histórica, aunque esté ambientada a finales del medioevo; época en la que se gestaron todos los elementos que harían posible el Renacimiento: La banca, la industria y el comercio, desde el punto de vista económico; los inicios de la perspectiva, con Giotto, ese gran pintor florentino, desde el punto de vista artístico; o la aparición de La Divina Comedia, de Dante Alieghiri (5) en cuanto a la literatura se refiere. Es la época en que aparecen las primeras obras artísticas firmadas por el autor, lo que facilita, entre otros aspectos, el paso del teocentrismo al antropocentrismo; ya que este aspecto es característico para la formación del individualismo. Es de anotar que en la Alta Edad Media, el autor o autores de la mayoría de las obras se quedaban en el anonimato, es el caso de muchos arquitectos de las iglesias góticas; sobre todo si eran seglares.Otro de los aspectos a resaltar de la Historia del Rey Transparente, es la persecución y aniquilación de los cátaros, por parte del Vaticano y del rey de Francia Felipe II. Dicha persecución se conoce como la Cruzada contra los Albingenses, la cual tendría una duración aproximada de 150 años. Con esta Cruzada, el Vaticano afianzó aún más su ya inmenso poder y el rey de Francia amplió de manera asaz considerable su territorio y sus riquezas. Los albingenses serían finalmente derrotados y exterminados luego de resistir durante 10 meses en la fortaleza de Montségur (1244), en los Pirineos franceses, a un duro asedio por parte de las tropas del rey y del Papa. En el libro aparece el Papa Honorio III (1148-1227), tristemente recordado por ser el que instaura lo que más tarde sería la Inquisición, ya que otorga poderes absolutos a los dominicos para que siembren el terror en la clase campesina. Era tal el terror que dejaban a su paso, que pronto fueron conocidos como domini can, los perros de Dios, la otra orden que combatió la herejía fue la franciscana. ¿Cuál era el gran pecado que debían exterminar? El culto a las antiguas divinidades celtas, en algunos casos, o la herejía de los cátaros, en otros. Honorio III también estuvo detrás de la 5º Cruzada contra el Islam.Si bien Leola, la protagonista de la Historia del Rey Transparente, cuenta los 25 años de su vida como caballero andante, en realidad el libro abarca un espacio de la historia francesa por espacio de 200 años. Pero también relata aspectos de la historia inglesa, puesto que no hay que olvidar que Leonor, al casarse con el rey de Inglaterra, le hizo el don de sus tierras de Aquitania, y por su parte el Condado de Anjou aún estaba bajo la hegemonía inglesa. En un relato de ficción con trasfondo histórico, como es el de esta novela, se pueden tomar todo tipo de libertades, de hacer saltos en la historia, de sentar en la misma mesa a la reina Leonor y a Eloísa (6), aunque en realidad nunca se hayan conocido. Eso no ocurre en la novela, pero hubiera podido pasar y hubiera sido literariamente correcto. Leola no sólo conoce a Leonor sino a Eloísa. Otro dato importante con respecto a Leonor de Aquitania, es que fue la madre de Ricardo Corazón de León y de Juan sin Tierra, entre otros. Fue también la bisabuela de Felipe el Hermoso (7), el rey que llevaría a la hoguera a Jacques de Molay (8), el gran Maestre de los Templarios, pero que también liberaría a los siervos de la gleba. Es Felipe el Hermoso quien instala el Papado en Avignon y su hija Isabel (9) sería a su vez reina de Inglaterra al contraer nupcias con Eduardo II (10), el mismo que sufriría una muerte atroz en mano de sus verdugos, muerte ordenada por su esposa Isabel y su amante Roger Mortimer (11).La Historia del Rey Transparente, es una invitación que nos hace Rosa Montero para que conozcamos una de la épocas más apasionantes de la historia de Occidente. Leerlo significó para mí un regalo y la posibilidad de viajar a un mundo que creía perdido. Al leer la obra me dí cuenta que ese mundo, o al menos una parte, puede estar dentro de cada uno de nosotros sin que nos demos verdadera cuenta de ello.Leola posee la fuerza y lealtad propias de los caballeros de la Corte del rey Arturo y la tenacidad de una mujer de cualquier época. Defiende al desvalido y enseña a los niños que encuentra a su paso. Nyneve cura a los enfermos y combate toda suerte de fanatismo. Las dos son unas abanderadas del conocimiento, pero sobre todo de su transmisión. He ahí la verdadera enseñanza de este libro: El derecho inalienable que tiene todo ser humano al acceso del conocimiento.Historia del rey transparente. Editorial Alfaguara. 2005. 534 páginas.

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS

(1) 1165-1223(2) 1122-1204(3) ) Libro anónimo, escrito probablemente a finales del siglo XIII. No hay que olvidar que es la única obra que habría de escapar a la pira en la que ardería la biblioteca perteneciente al Caballero de la Triste Figura, más conocido como Don Quijote de la Mancha.(4) Maria de Francia: 1145-1198, hija de Leonor de Aquitania con Luis VII, El Piadoso. También conocida como María de Champaña. Hay algunos críticos que hacen una diferencia entre las dos y dicen que María de Francia era una media hermana de Eduardo II de Inglaterra, el segundo marido de Leonor.(5) Dante Alighieri:1265-1321(6) Eloísa (1100-1164). Fue una de las mujeres más sabias de su época. Conocedora del latín y del griego, amante de los clásicos latinos y altamente versada en teología. Fue la amante y esposa de Pedro Abelardo (1079-1142), el gran filósofo y teólogo medieval; quien sería castrado por el tío de Eloísa, como venganza por haberla enamorado.(7) Philippe le Bel:1285-1314. Conocido también como El rey de Hierro.(8) Jacques de Molay: 1243-1314(9) Isabel de Inglaterra : 1292-1358. Más conocida como la Loba de Francia.(10) Eduardo II: 1284-1327(11) Roger Mortimer: 1231-1282

El Acantilado (cuento)

EL ACANTILADO

Prólogo

Subo y bajo escaleras, me interno en túneles lóbregos y malolientes, en vano busco la salida, siento que no hay escapatoria. El miedo me paraliza, atenaza mi garganta, me impide respirar. Aunque no sabría explicar de donde viene esta sensación de pánico, ni la incertidumbre que la acompaña. Tengo la impresión que me acorralan infinidad de alimañas a las que no puedo ver. Las ratas hambrientas esperan que la fatiga me tire al piso, por lo que trato de moverme, lo logro con dificultad. Tanteo las paredes húmedas y viscosas, sé que ellas me conducirán a la boca de esta gruta. Después de un tiempo interminable veo una luz mortecina, gris. Un vaho a olvido y desolación me golpea la cara. Estoy en un cementerio abandonado, de esos que ya nadie visita, a lo mejor porque se ignora su existencia. Veo cruces caídas, nombres borrados. La maleza cubre casi todas las lozas. Echo un vistazo a algunas de ellas, casi adivino el nombre de cada tumba. La bruma me oculta la mayoría de ellas, como si quisiera esconderme algo. Sigo avanzando, no sé hacia donde. Tampoco puedo retroceder. Tropiezo con los restos de una cruz, algo llama mi atención, no sé si es una fecha o un nombre, me inclino, limpio el polvo que la cubre en gran parte y leo: Fernanda Osorno, 24 de marzo de 1933 - 24 de marzo 1950. Un grito sale de mi garganta y caigo por un acantilado.

I

Hace frío, la escarcha dejó una capa blanca en el campo. Camino rápido, no quiero helarme. Unos doscientos metros antes de la parada del bus, siento que alguien o algo me observa. No sé quien es o que es, pero sé que me acechan. Estoy asustada. Todavía está oscuro, no veo nada a mi alrededor. No es la primera vez que siento esta sensación, se repite desde hace algunos días, desde que el invierno nos cubrió con su manto de niebla. No puedo detenerme, debo apresurarme, el bus ya va a pasar, el próximo no lo hará sino hasta dentro de una hora, el tiempo suficiente para sufrir una hipotermia. Corro para no perderlo.

II

Cuando horas más tarde regreso a casa, la oscuridad ha vuelto a reinar. Debo coger el mismo camino, no me siento bien, sé que algo inusual ocurre. Llego a casa, casi no puedo hablar. ¿Cómo explicar que el camino que recorro todos los días desde que tengo memoria, se ha vuelto hostil? –En este pueblo nunca pasa nada. Zalamera -dirían-. Este es un pueblo de estoicos, la aprensión no existe para ellos. El invierno los hace duros como las rocas contra las que se estrellan las olas del mar.

III

Es tarde, todo el mundo se ha ido a dormir. Me he quedado sola en la cocina, debo preparar una tarea para mañana. Me siento al lado de la chimenea. Siempre está encendida, incluyendo el mes de enero, que se supone es la época del verano austral. Extiendo las manos para calentarme un poco, atizo el fuego, la estancia se ilumina, es entonces cuando veo una sombra que atraviesa la pared. Me levanto, voy a la ventana, la noche está más negra que nunca, no veo nada. Pero sé que me han observado. ¿Quién? ¿Porqué? No lo sé ni lo entiendo. A lo lejos escucho el mar.

IV

Despierto con la sensación de no haber dormido. Imágenes de cruces atraviesan mi mente y recuerdo que tuve una pesadilla. Soñé con un cementerio poblado de ratas-calvas-voladoras; era el nombre que le daba a los murciélagos cuando era pequeña. Quiero quedarme en cama, no tengo ánimos para levantarme. Escucho una voz, es uno de los vecinos llamando a mi padre para ir de pesca. Nuestro mundo no hace concesiones. Cada uno de nosotros tiene un rol determinado, somos hormigas que hacen su trabajo sin descanso; por eso sobrevivimos en esta isla olvidada del mundo. El que no trabaja, debe abandonar el pueblo para siempre. Conozco muy bien a mi gente. Así que me levanto. Debo preparar el desayuno para la abuela y llevarlo a su cama antes de irme para la escuela.

Cuando era pequeña me acostaba a su lado, me gustaba el calor de su cuerpo y me dormía con las historias de pescadores que me solía contar. -Pescadores que habían sido secuestrados por las sirenas -decía-, con un dejo de celos que no pasaba desapercibido. Se los llevan a sus palacios en el fondo del mar, allí donde no hace frío, ni la niebla nos quita los sueños -agregaba-. Su voz se volvía amarga. El viento y el frío le habían cuarteado la piel hacía tantos años, que ya ni se acordaba que alguna vez había sido joven. El trabajo en el campo había encorvado su espalda y los sueños no realizados habían quebrado su voz. Pero me amaba. Luego crecí y me echó de su cama. Ese día sentí que el mundo de sirenas con el que ella soñaba, era el mundo que yo perdía. Me volví adulta sin pasar por la adolescencia. Fue entonces cuando decidieron que cada día debía ir al otro pueblo, en el nuestro no había secundaria.

Al llevarle la taza de té y el pan me miró como hacia una eternidad que no lo hacía. Hubiese querido abrazarla y quedarme a su lado. No quería irme. No podía decir ni hacer nada. Las expresiones de cariño son muestras de debilidad -diría-; como lo haría cualquier otra persona en el pueblo. Dejé la bandeja en su mesa de noche, cogí el maletín del colegio y dejé mi casa. Al llegar a la esquina hice un gesto inusual, volví la cabeza y la contemplé unos minutos. La encontraba hermosa con sus paredes de madera, con sus colores fuertes que contrastaban con la luz opaca de la isla. La pesadumbre me oprimía el pecho.

V

De nuevo enfrento al frío glacial y el viento azota mi cara. Sigo el camino de todos lo días. Trato de pensar que no pasa nada, que el invierno me juega una mala pasada y que en el bus se me quitará la sensación de sinsabor y angustia que me atenaza cada vez más. Cuando estoy por llegar a la autopista, doscientos metros antes de la parada del bus, una garra me tapa la boca y la otra me arrastra hacia un rastrojo. Debo de haber perdido la conciencia, porque cuando vuelvo en sí, veo cruces, estoy en un cementerio, mis ropas están desgarradas y mis muslos sangran. Mi boca y mis mejillas están tumefactas, he debido de recibir un golpe muy fuerte. Me duermo nuevamente con la sensación de poder descansar.

Epílogo

He vuelto a soñar con las escaleras, con la gruta. El miedo no me abandona, ni me acostumbro a él. Veo las cruces olvidadas, no se que busco, pero busco algo; encuentro una que me llama la atención: Fernanda Osorno –24 de marzo de 1933-24 de marzo de 1950. Nuevamente caigo por el acantilado. No he sido yo quien se ha lanzado, ahora comprendo que ese alguien o ese algo me tiró al mar el día que cumplía 17 años. Con razón mi abuela me había regalado esa mañana una mirada de amor.