sábado, 25 de julio de 2015

EL PUZZLE DE LA HISTORIA O EL AROMA A TRÓPICO DE JORGE ELIÉCER PARDO

El pianista que llegó de Hamburgo y La baronesa del circo Atayde son dos de las obras literarias que forman parte de la saga El quinteto de la frágil memoria, en la cual se narran acontecimientos históricos de Europa y Colombia en los últimos 150 años. Una obra monumental en la cual su autor, Jorge Eliécer Pardo, se sumerge a través de dos personajes claves, Hendrik Joachim Pfalzgraf, el pianista que llegó de Hamburgo, y Carlos Arturo Aguirre, el carpintero del barrio Egipto. Una obra en la que ha estado inmerso en los últimos 25 años, pero que en realidad abarca toda su existencia e incluso varios decenios antes de su nacimiento.* Es un viaje en el que el pasado se hace contemporáneo del lector. Una soberbia lección de historia, sobre todo en un país donde la hemos vilipendiado y convertido en el trapo con el que limpiamos la basura que no queremos que vean los vecinos. En ella se entrelazan, como si se tratase de un puzzle, o de una fina madeja, las consecuencias de la guerra en los pueblos y en la vida familiar y privada, recordándonos que no hay ninguna decisión política que no tenga efectos en las personas anónimas. En otras palabras, que los ciudadanos sólo somos marionetas en las manos de los poderosos, y que ellos juegan con nosotros sin medir las consecuencias de sus actos; además, porque la mayoría de las veces no les importa. Sólo les interesa el poder político y para lograrlo se ponen al servicio de unos pocos individuos sin rostro que controlan el sistema económico. Todos sabemos lo que significó la Segunda Guerra Mundial en Europa; sin embargo, ignoramos que Colombia también se vio afectada económica y socialmente por este conflicto bélico. Se suele hablar de los campos de concentración nazi y se omite hablar del campo en el que se encerraron a las colonias judía, japonesa y alemana durante dos años. Al mismo tiempo, que nunca se habla de la política perversa que tuvo el gobierno de Eduardo Santos para impedir que los judíos, que habían sobrevivido al horror de los campos de exterminio, viajaran a Colombia. Los que lograron llegar fueron una minoría que no fue bien acogida. Jorge Eliécer Pardo nos lo cuenta así: “Luis López de Mesa … escribió en una circular que el gobierno consideraba a los cinco mil judíos establecidos un porcentaje insuperable. Pedía a los cónsules que pusieran las trabas posibles al visado de nuevos pasaportes para impedir el ingreso de judíos, rumanos, polacos, checos, búlgaros, rusos e italianos. Afirmaba, además, que estos personajes llegaban a los puertos en tal grado de miseria, que carecían de los centavos necesarios para el pago del timbre nacional y del transporte al lugar de destino, aumentando el número de desocupados que se dedicaban a negocios ilícitos o de ilícita operación. Hacía énfasis en que los judíos que abandonaban Alemania perdían su identidad, adquirían la condición de apátridas y que para dejar de serlo solicitaban la nacionalidad, y que Colombia no estaba en condiciones de aceptarlos. Cuando la Unión Panamericana exigió la entrada de refugiados, López de Mesa dijo que sí lo harían si se trataba de inmigrantes de buena índole racial y moral, porque los judíos tenían una orientación parasitaria de la vida (El pianista que llegó de Hamburgo, Cangrejo Editores, 2012, pág. 27). Luis López de Mesa era su canciller desde 1938 y en el año de 1932, en el gobierno de Alfonso López Pumarejo, había sido ministro de Educación. López de Mesa, médico y especializado en psiquiatría, abogaba por un mejoramiento de la raza como requisito previo para poder acceder al progreso, practicó una política racista, xenófoba y antisemita. Según él, la llegada de judíos amenazaba los valores supremos de la sociedad colombiana y además se oponía férreamente a la alfabetización de las clases populares. Muchos de esos alemanes, japoneses o judíos, que creían haber escapado a las garras del delirio, fueron atrapados más tarde por la vesania que significó la Guerra Civil colombiana, más conocida como la Época de la Violencia, que se desató después del fatídico 9 de abril de 1948, cuando asesinaron a Gaitán. La pugna fratricida por el poder, que enfrentó a liberales y conservadores, sembraría las semillas de la violencia que hemos vivido en los últimos 60 años. Pues bien, es este eterno conflicto humano, el de la guerra, la columna vertebral de la obra de Jorge Eliécer Pardo. Y como toda columna tiene varias ramificaciones, entre ellas: el lenguaje, la intertextualidad, la soledad y el exilio. El lenguaje El manejo del lenguaje de Jorge Eliécer Pardo es de una gran riqueza en todos los sentidos: gramatical, verbal y sintáctico. Si se habla de una fuerza descomunal en los libros de Pardo es, precisamente, el lenguaje. Diría que leer su obra es hacer una aventura en el lenguaje, como si cada palabra, cada imagen, cada frase, fuese una nave que nos transporta al pasado, a mundos conocidos o inimaginables, existentes o inexistentes, tangibles e intangibles. Pocas veces puede leerse una obra literaria con un manejo tan brillante de la lengua castellana; al menos de la lengua que hablamos en Colombia. En la utilización de la lengua están implícitas múltiples características alusivas al pueblo que la habla, a su idiosincrasia, a su historia, a su trayectoria sociológica y cultural. Con esto no quiero decir que la obra de Jorge Eliécer Pardo no sea universal. Si bien parte de acontecimientos locales, éstos rápidamente se transforman en universales; por lo que todos los lectores, sin importar su lengua y cultura, pueden reconocerse a sí mismos. La obra de Pardo se convierte en una metáfora fácilmente reconocida por el lector, sin importar la situación geográfica y la cultura a la que pertenezca. La intertextualidad El Pianista que llegó de Hamburgo y La baronesa del circo Atayde son también un soberbio recorrido y un gran homenaje a dos obras cumbres de la literatura colombiana: Cien años de soledad y La vorágine, sin olvidar a José Asunción Silva y la obra de Vargas Vila. Jorge Eliécer Pardo establece un diálogo permanente con los autores fundacionales de la literatura colombiana. Por supuesto que sólo la palabra pianista nos hace pensar en Pietro Crespi, el eterno enamorado de Amaranta. Y es que Hendrik Joachim Pfalzgraf tiene mucho de ese italiano extraviado en el amor, fugado, sería la palabra adecuada, que es Crespi. Los dos tienen ese aura de desamparo que los persigue hasta más allá del delirio. En ese laberinto sin Dédalo, Pfalzgraf busca a Matilde, a veces la encuentra en el rostro esquivo de Julieta-Matilde para terminar por refugiarse en una senilidad que lo conduce a los puertos del pasado, donde finalmente se reúne de nuevo con ella, con la verdadera, con Matilde Aguirre. Además hay un sinfín de alusiones a Mauricio Babilonia que hacen que la obra de Jorge Eliécer Pardo navegue en una enorme ola por el mar insondable que es el realismo-mágico de Gabriel García Márquez, sin sacrificar su impronta, su huella, su sello personal. Pero también hay múltiples alusiones a La vorágine y a Arturo Cova. El solo nombre de Carlos Arturo Aguirre es un homenaje a Cova. Él y Pfalzgraf siguen los pasos de ese hombre que se lo tragó la selva cuando sólo buscaba a la mujer amada. Ninguno de los dos cae en sus fauces, pero sí se los traga la soledad, el desamparo y el alcohol. La soledad En el caso de la soledad, hay una frase que penetra como puñal afilado: “Estaba a punto de volverse retrato como los que colgaban en su sala”. Es una descripción de la soledad, no la que buscamos para vivir y trabajar en paz, sino la que nos impone la vida, sumiéndonos en un túnel oscuro y aparentemente infinito. Y si digo que esta frase tiene el filo de un puñal afilado, es porque Pfalzgraf siente cómo su identidad va borrándose, desdibujándose en el tiempo y en el espacio, como si tuviese dificultades para ver su imagen reflejada en el espejo, como si la soledad le robase su identidad. Así como había vivido oculto por varios años en el sótano de la casa de su tío, para evitar ser una más de las sombras de los trenes sin regreso, que viajaban a los campos de exterminio nazi, otra forma de borrarse a sí mismo, vuelve a ocultarse en los vericuetos del desamparo para evitar el delirio que lo acosa con el disfraz de la soledad. Sin embargo, ese delirio acabará por darle alcance años más tarde, cuando se interne ineluctablemente en las sombras de la decrepitud y senilidad. En cuanto a Carlos Arturo Aguirre se refiere, es gracias al olor que puede ir tras de las huellas de su amada y a veces inventada baronesa. Es el olor de la mujer amada, sumado al del alcohol, la cuerda floja en la que camina como un sonámbulo-funámbulo tratando de no caer al vacío, a la nada, que es la soledad. Sin embargo, es consciente de que la cuerda siempre se rompe por la parte más delgada, y que la soledad, que lo atormenta en sus noches de pesadilla, es la constatación de la presencia etérea de su amada María Rebeca. Al menos bajo los efluvios del alcohol puede creer que sí existió, que no es un invento de su mente febril o de un delirium tremends que lo lanza ineluctablemente al vacío, una y otra vez, hasta el infinito, hasta el agotamiento total. El exilio Soy de Hamburgo, huérfano y desamparado, desplazado por la guerra. Perseguido aún por Hitler. Abandonado por el amor y por una única hija. Dolido por la soledad. Eso es tu profesor: poca cosa (ídem, pág. 145). En otras palabras, exiliado en sí mismo. Como lo somos todos los seres humanos en mayor o menor medida, así la mayoría no lo reconozca o no alcance a entenderlo. Pfalzgraf, en la búsqueda de sí mismo, terminó desaviado, definitiva e inexorablemente, en el laberinto de su memoria. Tal y como le había sucedido años antes a Carlos Arturo Aguirre cuando se perdió por entre los zaguanes y las esquinas y en las noches de amor robadas a las empleadas domésticas después de llegar a su casa en el estado de semiconciencia que deja una botella de alcohol bebida con la única compañía que brinda la soledad: el desarraigo y la errancia. Pfalzgraf y Carlos Arturo Aguirre se perdieron por los vericuetos de la peste del olvido, fueron barridos por el mismo viento que borró a Macondo. --------------------- *Versión impresa en El Magazín del diario El Espectador (Colombia) http://elespectador.com/noticias/cultura/el-puzzle-de-historia-articulo-575050

FÉMINAS O EL DULCE AROMA DE LAS FEROMONAS: I CAPÍTULO

BETSABÉ


Hacia tus pies resbalo, 
a las ocho aberturas, 
de tus dedos agudos, 
lentos, peninsulares, 
y de ellos al vacío 
de la sábana blanca 
caigo, buscando ciego 
y hambriento tu contorno 
de vasija quemante!

EL INSECTO
PABLO NERUDA


Son las once de la mañana, acabo de terminar con todos los preparativos para el reencuentro. No demoran en llegar. Estoy un poco ansiosa, imagino que ellas también lo estarán. En veinticinco años es la primera vez que estaremos todas juntas. El encuentro de este fin de semana en realidad fue concertado pocos meses antes de nuestro adiós a las aulas. Sabíamos que la vida nos depararía caminos diversos, pero no queríamos renunciar a la posibilidad de volver a vernos algún día.
Nos habíamos conocido en la universidad aunque teníamos intereses diferentes. La crítica para Betsabé y para Miranda, el teatro para Carmen, la historia del arte para Isabel, el tema de los derechos humanos para Fernanda, el cine para Laura, las antigüedades para Saskia, la antropología cultural para Francisca, las artes plásticas para Teodora; pero era la literatura la pasión que nos había unido para siempre. Por ella sellamos un pacto de amistad y de lealtad que el tiempo no pudo romper.
Y estaba César, el negro hermoso, con el que soñábamos casi todas. Era nuestro comodín, nuestra compañía, nuestra risa y el hombre por el que suspirábamos. Pero era de Betsabé. La amaba con locura y de eso no nos cabía la menor duda. Sin embargo, ella soñaba con ser tan amada como Matilde Urrutia. Era la única mujer que le hacía sentir celos. Solía decir que nadie había sido tan deseada como ella. -La única mujer que le han compuesto versos sobre los ocho huecos de los dedos de sus pies. -¡Qué mujer tan afortunada! -decía-. Y para nosotras ella era la privilegiada. Era ella quien en las noches cabalgaba horas enteras sobre el cuerpo que nos hacía soñar mañana, tarde y noche. Betsabé era la vasija que recibía, cada anochecer y cada madrugada, el líquido seminal que todas añorábamos. Mientras que su cuerpo se abría como una rosa tocada por el rocío, los nuestros se secaban como riachuelos en época de sequía.
César amaba la poesía y la danza. Nunca he visto a nadie bailar un mapalé o una cumbia como él y al mismo tiempo sumergirse en los movimientos primigenios de la danza contemporánea. Betsabé era su fuente de inspiración, la consideraba la reencarnación de Isadora Duncan. Cualquier movimiento que ella hiciera con su cuerpo, o con sus manos, le servía a César para el montaje de una coreografía. La cadencia de la respiración en reposo o la respiración salvaje del amor o el simple movimiento de sus manos, mientras se cepillaba el pelo, eran elementos recreados en el escenario. El cuerpo de Betsabé era un océano infinito por el que César navegaba subido en un velero. Ella era el viento que lo conducía a una playa segura o era la tormenta que lo extraviaba arrojándolo en islas desconocidas. Ella podía ser un hada benefactora o una Calipso que le hacía olvidar de donde venía y para donde iba.
Para Betsabé nada era suficiente. Hacía todas las preguntas, cuando en realidad tenía todas las respuestas. Tal vez era su condición de ninfa que le impedía saciarse por completo. Y aunque ella era el aire que César respiraba, también era el huracán que lo ahogaba. Nunca estaba del todo contenta. Si César viajaba con el grupo de danza, o si se demoraba en llegar a la universidad, miles de dudas la aquejaban y ensombrecían el rostro que todas anhelábamos. César era paciente, el amor lo hacía tolerante; y si no era el amor, era la pasión que en el día crecía como un volcán a punto de hacer erupción y en la noche era aplacado con caricias milenarias. César vivía para bailar, pero no hubiera podido hacerlo sin esa fuerza de la naturaleza que era Betsabé. Ella era el fuego que lo quemaba, pero también era el agua que lo aplacaba. Sus carnes rubicundas y rollizas hacían pensar en la bella Hélène Fourment, la amada de Rubens. Nada que ver con el esqueleto que Twiggy puso de moda en los años 60. Twiggy era la famosa modelo de Mary Quant, la diseñadora de la minifalda y de los pantaloncitos calientes. Betsabé no hubiera podido usarlos, pero no le hacían falta. Se sentía bien consigo misma, esa sensación la sigue acompañando. Por fortuna aún no había llegado la moda de la lipoescultura, ni de la anorexia ni de la bulimia. Sobra decir que a Betsabé no le interesa la moda impuesta en la década de los 90.
Betsabé amaba la poesía por encima de todo. Le gustaba Quevedo, pero también leía a César Vallejo. Sobre todo cuando entraba en crisis de identidad. Entonces solía recitar algunos de sus versos. Sobre todo cuando César comenzó a alejarse de ella. Si bien la amaba, también entendía que ella le cortaba las alas. A él le gustaba viajar, ella era sedentaria. A él le gustaba experimentar la vida, a ella le interesaba más conocerla a través de los libros. Ella anhelaba un hijo de los dos. César ya lo tenía, era el baile.
Poco a poco, el amor de otrora fue dando paso a un precipicio que amenazaba con tragárselos, y él no estaba dispuesto a aceptarlo. Betsabé no entendía que César pudiera amar la danza tanto o más que a ella. Su problema no eran las otras mujeres, era la danza. Y como antes había sentido celos de Matilde Urrutia, ahora comenzaba a sentir celos del baile. Cuando él estaba montando un espectáculo, Betsabé casi ni lo veía. Comenzaron los reproches, las palabras mal dichas en momentos que no debiesen existir. Se hacían daño. Más tarde Betsabé me escribiría que entre pelea y pelea sentía como si le sumergiesen la cabeza a la fuerza en una piscina, y cuando estaba a punto de ahogarse, se la sacasen de nuevo. Para más tarde volver a comenzar con el suplicio. Una y otra vez, hasta el agotamiento total. Su fuerza de antaño, su risa desbordante o las huellas que dejaba en el camino para que César la encontrase, se fueron diluyendo. Betsabé dejó de ser la geografía por la que César viajaba día a día. Su aire se volvió ponzoñoso y él finalmente encontró otra vida. Lejos de todas nosotras. Lejos de Betsabé. Ella había caído en un pozo muy profundo, le costaría mucho trabajo salir de allí.
Volvería a ver a César varios años después. Seguía igual de cálido. Había encontrado una nueva pareja, bailarina como él, y juntos habían abierto una academia de danza contemporánea. Se había convertido en un empresario muy exitoso en el aspecto financiero y profesional. Su academia crecía cada vez más, pero él seguía siendo el mismo hombre que yo había conocido en la universidad. Nunca fue una persona pedante, ni el ego se le creció cuando comenzó a ganar dinero. Para entonces su vida estaba dedicada por completo a la danza, así que había dejado de escribir. Aunque seguía leyendo.
Aprovechaba el poco tiempo libre que le quedaba para sumergirse en la lectura de una novela. Seguía siendo un apasionado de la literatura latinoamericana, especialmente del Boom. Su escritor favorito seguía siendo Onetti y seguía soñando con visitar algún día la ciudad de Santa María. Ese lugar mítico, ubicado en ninguna parte, pero tan arraigado en los seguidores de su obra. Supongo que como muchos de ellos lo llevaba escondido en alguna parte de su sistema límbico. De Betsabé ya no hablaba, como si nunca hubiese existido. De su compañera de entonces hablaba poco, lo que verdaderamente lo apasionaba era referirse al espectáculo que estaba presentando o la obra que iba a montar. Para entonces había comenzado a hurgar en sus raíces africanas, lo que daba a su danza un aire de experimentación que se salía de todos los movimientos de la danza contemporánea. El mapalé, la cumbia o el currulao se unieron a los movimientos que imitaban el cortejo de las aves, o la cacería de un tigre o el lento deambular de una jirafa o el viento azotando las arenas del desierto.
Con el tiempo se iría a vivir a Europa, como muchos otros artistas o escritores. Aquí se ahogaba. El sistema político imperante, la represión ideológica, la guerra civil nunca declarada ni reconocida, los desaparecidos y la violencia urbana, terminaron por hacerle comprender que si bien amaba este país, también era cierto que su trabajo como artista podía conducirlo fácilmente al olvido en cualquier mazmorra oculta. Terminó emigrando, como lo han hecho varios miles de nuestros compatriotas en los últimos años, aunque sus motivos no eran económicos, sino el rechazo profundo a un sistema cada vez más inequitativo y más represivo. Y al igual que se había labrado un nombre, aquí entre nosotros, terminó por labrárselo en tierras extrañas gracias al lenguaje universal de la danza. Se convirtió en uno de nuestros tantos embajadores anónimos que han llevado nuestra cultura allende las fronteras. De ésto último me enteré en un programa de la televisión sobre personajes colombianos en el extranjero.
Para ese entonces, Betsabé también había terminado por olvidarlo. Se había enfrascado en una relación bastante tumultuosa con un cartagenero. Quedó encinta, tuvo una hija y el hombre “si te he visto, no me acuerdo”. Era un pobre tipo que cada vez que veía a una hermosa mujer en la pantalla solía exclamar en voz alta, para que todo el mundo lo escuchara: -¡Carambas! No la reconocí vestida; y luego soltaba una sonora carcajada. Eso lo hacía sentir muy macho. Era el típico individuo que cree que para ser hombre tiene que acostarse todos los días con una mujer distinta. Por supuesto que una relación con un hombre así no podía tener futuro, pero eso no significa que Betsabé no hubiese sufrido una vez más. Nuevamente conoció el desamor y el abandono. Pasaba días enteros sin que el teléfono no timbrara ni una sola vez. Parodiando a César Vallejo, solía decir: -Hoy nadie ha preguntado por mí. Un viento de soledad y de pesadumbre se apoderó del apartamento. Al igual que César dejó de escribir. Siempre le había interesado la crítica literaria y hela aquí sin producir ni siquiera una línea. Ella, una lectora como pocas, ya no analizaba ni hacía contribuciones a la crítica. Lo supe por una carta que me envió, decía así:
Querida Antonia: Me encuentro sumida en un túnel lóbrego y oscuro. En vano busco la salida, no la encuentro. Estoy extraviada en mí misma, lo sé, pero no logro encontrar el camino que me lleve a la luz, a la superficie. No he vuelto a escribir, casi no leo, ni siquiera a Cabrera Infante. La revista y el periódico con los que colaboraba se cansaron de llamarme. El teléfono hace días que no suena; cada rato lo descuelgo imaginando que ha dejado de funcionar; lo cual sería un alivio. Pero no, tiene corriente. Lo que pasa es que nadie se acuerda de mi existencia. Sino fuera por mi niña yo misma creería que he dejado de existir. “Hoy no ha venido nadie;/y hoy he muerto qué poco en esta tarde”.
Como Vallejo me cuesta trabajo respirar, me duele la vida. Es como si me parara en el borde de la tierra, como si hubiese llegado hasta el último confín del mundo y todos los caminos hubiesen desaparecido detrás de mí. Siento que no tengo escapatoria. No puedo regresar, ni tampoco puedo continuar. Me siento sola, irremediablemente sola. El amor es una farsa que me ha dejado postrada, como si me hubiesen apaleado horas y horas; con la desventaja que me dejaron viva. La vida se me presenta en forma de un huracán que todo lo devasta, que todo lo arrasa. ¡Qué lejos están los tiempos en que mi única preocupación era ser amada como Matilde Urrutia! Una sola caricia, una mano que se posase en mi cabeza, un cuerpo en el lado oscuro de mi cama... y me sentiría una mujer querida. Ya ves, estoy en la otra orilla, en la orilla de la desesperanza, y lo peor es que no tengo ánimos para abandonarla.
Te recuerdo, Betsabé
Al saber el estado en el que estaba sumida le respondí:
Amiga: Lo que me cuentas me llena de tristeza. Me dices que hace tiempo no escribes, que ni siquiera sientes placer con Cabrera Infante, tu escritor predilecto hace algunos años. Te sientes vulnerable, todos los somos; lo que pasa es que los momentos de vulnerabilidad no nos llegan a todos al mismo tiempo. Imagínate la hecatombe si así fuera. Vuelve a escribir. Tienes un caudal muy fuerte, déjalo correr, no lo detengas, aunque a veces creas que sus remolinos te ahogan o te sacuden, sigue adelante, así creas que vas a morir en el intento. Eres una mujer muy inteligente, posees una profunda sensibilidad, y sobre todo, sabes como dejarla correr, como si fuese un río para que otros se bañen en sus aguas.
Escribir no es fácil, nada en la vida lo es. Recuerda esa película de los ’70, que aunque no era una buena producción cinematográfica, si tenía un título muy sugestivo “Nunca te prometí un jardín de rosas”, yo creo que escribir es eso. La vida está llena de avatares. Escribir, es recorrer un camino lleno de zarzas que te cortan la piel a cada segundo, como si estuvieses caminando con los pies descalzos por encima de brasas ardiendo, al mismo tiempo que debes abrirte camino con un machete para cortar las ramas llenas de espinas que te cierran el paso. Esa es la creación. Dolorosa e inusitada.
Piensa en la obra de Pollock. En ese acto creativo como un gran grito salido de las entrañas del ser humano o en El Grito de Eduard Munch. Ya sabes, él mismo decía que el cuadro lo había imaginado en una noche en que atravesaba un puente con dos amigos y que de pronto había necesitado quedarse atrás y observar el cielo rojo, como si fueran “lenguas de fuego -mis amigos continuaban su marcha y yo seguía detenido en el mismo lugar temblando de miedo- y sentía que un alarido infinito penetraba toda la naturaleza”. Si esa descripción es válida para el expresionismo, también es válida para la creación literaria. Escribir es doloroso, como la vida. Recuerdo tu poesía, los versos eran como El Grito, hondamente metafísica, por eso no es para todo el mundo ni para todas las ocasiones. Es una poesía que cala hondo, sigue adelante no te detengas, así a veces creas que es el último soplo de vida que inhalas. Detrás vendrán otros soplos y otras bocanadas de aire y entre unas y otras encontrarás nuevamente el camino que has perdido. Te darás cuenta que solo está escondido detrás de la neblina.
Yo tampoco te olvido, Antonia

Nota: Betsabé es el primer capítulo de mi libro Féminas o el dulce aroma de las feromonas. Ediciones Ble, Manizales, 2008


lunes, 20 de julio de 2015

Shirley Berrío, cuando creerse blanca es sinónimo de bajeza



En el día de ayer, lunes 20 de julio, fuimos testigos una vez más de un acto de exclusión social, solo que en este caso tiene un matiz aún más grave si se quiere, ya que tiene implícito una carga profunda de racismo. Me refiero al acto bochornoso que protagonizó Shirley Berrío en un parqueadero de Cartagena al insultar, con palabras de grueso calibre, a un chofer de taxi porque supuestamente le habría rayado el carro. No sólo lo insultó, sino que lo llama negro repetidamente; lo que para ella es un insulto y una forma de mostrar su supuesta superioridad racial.


A diferencia de Shirley Berrío, yo no considero que la palabra negro sea un insulto. Al contrario, pienso que cuando alguien se refiere a la gente que tiene la piel oscura como morenita o afrocolombiana, en realidad la está estigmatizando y excluyendo. Además, porque se nos olvida que la especie humana viene de África; al menos eso es lo que arrojan todos los descubrimientos antropológicos hechos hasta ahora.

Podría también decir que su nombre Shirley nada tiene que ver con su apariencia física. No es rubia, no tiene los ojos azules, no es nórdica, ni siquiera es gringa; es cartagenera. En otras palabras es mestiza, como lo somos todos los colombianos; en eso radica nuestra gran riqueza cultural. Por otra parte, no creo en las razas humanas, creo en la especie humana; y considero que es la única especie animal capaz de autodegradarse a sí misma, como lo prueban Shirley Berrío, o Mely  Bermudez o Nicolás Gaviria y la lista continua.

Colombia es un país violento desde las entrañas mismas del poder económico y político, que ha perpetuado la sociedad de castas impuesta por los españoles, pero además es racista. El caso de Shirley Berrío es uno entre millones. Ella es el producto de una educación excluyente que no le ha enseñado el respeto y que los seres humanos somos iguales, no le ha enseñado que no hay nadie superior a otro, y que el hecho de pertenecer a una clase social privilegiada, me refiero en lo económico, no la hace mejor que los otros a los que ella se refiere como negros, taxistas rateros, entre otros epítetos propios de una gamberra de esquina. Incluso de malandra. Y si digo ésto es porque en determinado momento ella hace un gesto con su mano como si tuviese un revolver y quisiese dispararle al taxista que está insultando; pueden verlo en el video:


Imagino también que en su familia han tenido empleadas domésticas negras, como muchas de las familias cartageneras. Por lo que yo le preguntaría ¿y si desprecia tanto a las personas negras, como acepta que le preparen la comida, que le laven la ropa, o que la conduzcan a las fiestas si le toca coger un taxi?

La sociedad cartagenera, como lo es la colombiana, ha impedido el ascenso social, ya que eso la privaría de tener mano de obra barata, en muchos casos raya incluso con la esclavitud. Recuérdese el caso de un edificio de dicha ciudad que no permitía que las empleadas domésticas tomasen el ascensor.

Shirley Berrío muy posiblemente haya ido a la universidad, pero si tiene un diploma que acredita sus estudios superiores, la verdad es que como persona, como ser humano, es de una pobreza enorme.  Eso indica que el sistema educativo cartagenero y colombiano ha hecho muy poco por educar en un sistema de respeto y de igualdad. ¡Ni qué decir de sus padres! Supongo que ella sólo está repitiendo lo que ha escuchado decir desde siempre.

Para terminar esta cuadro desolador, Shirley Berrío luego pidió disculpas en Caracol Radio diciendo que su comportamiento era producto de la efervescencia… vaya, vaya…; pero lo que es peor es que remató diciendo: “Tengo muchos amigos negritos”. ¿Acaso se considera a sí misma como muy blanquita? Esta respuesta, que de disculpa no tiene nada, sólo refleja hasta que punto es ignorante y hasta donde llega su estulticia y su ignorancia; y al mismo tiempo hace gala de su falta de inteligencia. Imagino también que se considera a sí misma como muy católica, por lo que estaría faltando a una de las reglas básicas de este credo religioso: la compasión y la caridad.

Shirley Berrío ignora, entre muchas otras cosas, que la violencia es una espiral, un laberinto del cual es muy difícil salir, máxime cuando el Estado, principal garante de los derechos de los ciudadanos, la desconoce, o toma sólo medidas de emergencia que son llevadas a cabo en la inmediatez y sin tener una verdadera bitácora para convertirlas en posibilidades de cambio de la forma de actuar y de pensar del colombiano común; y cuando digo esto, me refiero a hombres y mujeres. No olvido que es la mujer, en muchos casos, la principal gestora de la ideología machista. Muchas veces ayuda a perpetuar las diferencias entre hombres y mujeres; sobre todo si no ha leído ningún artículo concerniente a la condición de la mujer; como pareciese que fuese el caso de Shirley Berrío.

Lo poco que hemos ganado como sociedad, que trata de dejar atrás un pasado negro, lo estamos destruyendo; así es imposible lograr algún día la paz que todos deseamos. Hay que desarmar primero la forma de pensar violenta, principal arma mortífera, para que el desarme de las armas de fuego sea una realidad ; y eso parece desconocerlo Shirley Berrío.


Por último quisiera agregar que una buena forma de mostrar su arrepentimiento, pero sobre todo de comenzar a cambiar su forma de ser y de pensar para con los demás, es que junto con Melissa Bermudez y Nicolás Gaviria, creen una fundación de ayuda a los policías y a las personas que tratan de salir adelante con un trabajo digno pero que no han podido estudiar. El primero de ellos debería ser el taxista y los policías insultados y agredidos, e incluso comprarles una vivienda digna; no creo que donde vivan sea la mejor de las habitaciones.