viernes, 8 de agosto de 2025

SUNNY INTENTA AMANSAR UNA HERIDA, de Juana M. Ramos

 Sunny intenta amansar una herida, de Juana M. Ramos

 

 

Berta Lucía Estrada Estrada

Crítica Literaria

 

Esta semana leí un poemario que me dejó anonadada; hoy he vuelto a leerlo con más detenimiento y tratando de desentrañar cada palabra como si fuesen las imágenes in-finitas de un poliedro. Recordemos que poliedro viene del vocabo πολύεδρον (polyedron) del griego antiguo polys que significa muchos y ἕδρα (hedra) que significa base, asiento o cara[1]. No en vano Leonardo Da Vinci dibujó decenas de esta figura geométrica para ilustrar un libro de Lucas Paccioli; luego de hacerlo quedó para siempre atrapado por la magia de sus caras y por la plasticidad de las figuras. Pues bien, eso me sucede con la lectura de Sunny intenta amansar una herida; el último poemario de Juana M. Ramos, publicado porPolimnia Ars Poética en castellano y en la traducción al griego de Stelios Karayanis[2], con un hermoso y profundo prólogo de Melvyn Aguilar.

 

Este poemario le da un vuelco completo al registro de la voz poética de Ramos; es una voz tallada por un dolor inenarrable ante la pérdida de un sueño que la atormenta, que no le da reposo. Un sueño que esconde a una mujer que oscila entre maga y bruja, entre un ser benevolente y un buitre que le devora las entrañas cada día mientras en las noches las teje nuevamente con su canto. 

 

Nunca intentes buitres,

dice Sunny,

amenazan la levedad

de otros vuelos.

 

En este diálogo entre la poeta/paciente y el médico/chamán vamos escuchando la voz del guérisseur (curandero) como un laúdano que penetra en el oído de la paciente que llegó a su casa/consulta cuasi reptando al haber sido convertida en una culebra maíz, indefensa, mansa, muy mansa; a la que οὐραῖος (ouraeus) ha derrotado. Me refiero, por supuesto, a la áspid de Cleopatra. 

 

Sunny indaga en mis insomnios,

me escucha con cautela:

es una mujer, le explico, que

abre y cierra mis heridas

hace y deshace el nudo en mi garganta

dilata y abrevia mi derrumbe.

 

El veneno inoculado en pequeñas e interminables dosis la fue menguando; su lengua viperina absorbió su fuerza, su ánimo de saltar, bailar, correr, desaparecieron. Al condenarla a reptar in-finitamente quiso también quebrarle la voz para que no pudiese ser escuchada por nadie. Sunny, el médico/chamán, le puso sus manos en la garganta, le dio brebajes de diferentes hierbas para que recobrara el uso de la voz. Le puso las agujas de acupuntura en los pies para insuflarle la fuerza necesaria para levantarla del piso. 

 

No devores ansias,

no sigas morando

en el destierro.

Ya no repitas sin cesar

dulces cuchillos en tu pecho,

reza Sunny,

mientras retira las agujas

de mis pies.

enquistado en el trapecio.

 

Con su cultura milenaria trata de restaurarle la armonía que la poeta/paciente creía perdida para siempre. Sunny es uno de los avatares de Orfeo. Sus manos y su voz son su lira y él sabe como usarlas. La poeta/paciente las siente en sus heridas abiertas como abismos insondables. 

 

Sunny hierve espino,

ajo y canela,

prepara una infusión

para este corazón cansado.

Mientras la cuela,

pregunta por la mujer mansa.

 

El té de cardo mariano, la lavanda o los petálos de rosas sin espinas, impiden que la pus siga causando estragos. Poco a poco el recuerdo de las caricias, afiladas como cuchillas, ya no tienen el poder de cortar. 

 

Sunny ha escuchado muy atento,

me observa con quebranto,

pone en mi mano un pocillo:

“azahar, tomillo, lavanda”, susurra.

Purifica el alma, promete.

 

Las manos y la mirada de Sunny las sutura con una delicadeza antigua como el mundo.

 

Sunny habla del Qi

del equilibrio,

del ying y el yang,

de las emociones,

de los doce meridianos.

Dice tierra, metal, agua,

madera, fuego.

Lo silencia mi mirada perdida.

Le confieso que en mi cuerpo

permanece esa mujer,

a veces fiera, a veces mansa.

 

Al regresar a casa la poeta/paciente sufre alucinaciones, el buitre se ha transfromado en una paloma que no vuela sino que danza en su ombligo y con su pico vuelve a horadar abismos que se creían cerrados.

 

La paloma se hunde voraz,

siembra urgencias en sus zanjas,

hace nido en su ombligo,

satisfecha se derrama en su gruta.

Comprendo su apetencia,

musita Sunny.

 

Sunny, el médico/chamán, con esa paciencia milenaria transmitida de padre a hijo durante decenas de generaciones, vuelve a susurrar palabras recogidas en aguas calmas:

 

La tristeza ha consumido la ira.

Sunny presiona con acierto

el meridiano del pulmón.

Té de menta o tomillo,

propone.

 

La poeta/paciente se ausenta un tiempo de esa gruta cálida que es el consultorio de Sunny para regresar otra vez derrotada. Un dolor en la espalda le impide caminar de nuevo:

 

Vuelvo a Sunny como

el verdor al mes de abril.

La cuarta y quinta vértebras

resienten el trabajo excesivo del corazón:

“piensas demasiado”, amonesta.

Me mira con ternura.

 

La amonesta porque sabe que si no lo hace ella se perderá para siempre:

 

Has perdido el apetito,

esgrime Sunny,

ha vuelto la ira,

se ensaña con el hígado,

arremete contra el estómago.

Solemne,

dilucida la relación

entre madera y tierra,

entre hígado y estómago.

La madera, concluye,

embiste la tierra,

liba su esencia.

 

Sunny ya no es Sunny, es el chamán, el guérisseur, el curandero milenario que surge de las porfundidades de un volcán dispuesto a impedir que la poeta/paciente se queme en la lava que corre por las laderas:

 

En trance, Sunny repite:

ira-tristeza-alegría

madera-metal-fuego

hígado-pulmones-corazón.

 

En su mano hay fuego, un fuego que no quema, que no arde; un fuego que calienta y que ofrece refugio:

 

Hay que eliminar el insomnio,

observa,

aligerar los miedos.

Hierbas amargas,

como paridas por el fuego,

para fortalecer tu corazón,

asegura.

Su conocimiento milenario

me supera.

En sus fórmulas busco alivio,

tal vez la cura.

 

Sé que debo aceptar el láudano que me ofrece Sunny, así que

 

Tiendo en la camilla

esta herida que soy,

honda, punzante.

 

En una tarde de domingo su padre me invita a tomar el té:

 

“Mientras lo bebes” – dice –

“deberán coincidir el favor del cielo,

la asistencia de la tierra y tu propio empeño,

porque solo así domarás la herida”.

 

Ni padre ni hijo renuncian a la lucha por liberarme del buitre/áspid. Ellos, dos chamanes milenarios, unen sus fuerzas y su sabiduría para traerme de nuevo al mundo. Una nueva forma de nacer; más consciente y más real. Una especie de exorcismo para protegerme de ese dolor que penetra en la columna vertebral, que la fractura y que pretende a la vez secuestrar mi cordura:

 

Un bastón es mi apoyo,

pastillas e inyecciones,

paliativos que pretenden atenuar

denuestos alojados en la tenaz

memoria de este cuerpo.

Sunny presta atención,

se enfrenta a mi lumbalgia,

el meridiano del riñón

se manifiesta:

“debemos trabajar

el desequilibrio”, apunta.

Sus dedos y las finas agujas

atrapan el miedo, la ira,

la frustración.

El aliento de la artemisa seca

que Sunny quema sobre mi piel

augura el flujo adecuado del Qi,

ofrece sanarme. 

 

El buitre/áspid aletea con furia, repta con la cabeza en alto y con su lengua bífida grita:

 

“esfúmate”,

“lárgate”,

“desaparece”,

Cada palabra se incrusta en la amplitud de la herida.

 

Sunny me recoge una vez más y me susurra al oído:

 

“Los pulmones hospedan la tristeza;

Y la tristeza consume el Qi”.

 

Es entonces que recurre a unir a la poeta/paciente con sus orígenes, llama a su padre desaparecido hace decenas de años:

 

Tal vez, en la herida, el origen – asesta Sunny –,

entretanto toma mis pulsos y descubre

con destreza la razón de mis insomnios

 

Y luego, con su voz, con su paciencia y con su sabiduría de chamán milenario, me acaricia con su mano que sólo conoce de cobijos:

 

la mano avezada y piadosa de Sunny,

perdurable bálsamo,

amansa la herida – descomunal e interminable –,

que gruñe tendida sobre una camilla

cubierta con una sábana floreada.

 

Felicitaciones Juana M. Ramos por este trabajo tan meticuloso y tan delicado como el más fino de los encajes de Flandes.

Chapeau!

 

 

 

jueves, 7 de agosto de 2025

LA VIDA INFAUSTA DEL NEGRO APOLINAR, DE LEÓN VALENCIA

 LA VIDA INFAUSTA DEL NEGRO APOLINAR, DE LEÓN VALENCIA

 

Berta Lucía Estrada Estrada

Crítica Literaria 



Hace poco más de dos semanas tuve la enorme sorpresa de leer una entrevista que le hizo el poeta Federico Díaz-Granados al ensayista y escritor León Valencia sobre su libro La vida infausta del negro Apolinar(Editorial Planeta / junio de 2025. 298 páginas). Un título no sólo muy bien logrado sino que deja sembrado el anhelo por conocer tanto infortunio[1]. Luego leí otra entrevista que le hizo Andrés Osorio Guillott en el diario El Espectador el pasado sábado 2 de agosto[2]. Así que decidí comprar el libro para leerlo en mi computador; como no vivo en Colombia me queda muy difícil conseguirlo en papel.

 

Lo leí en dos tardes. Lo hice disfrutando cada palabra, cada giro, cada golpe de tambor que resonaba en mis oídos. Es un libro, que como dice Díaz-Granados, cautiva y atrapa; esa es la magia del pathos. El logos está precisamente en el título que resume muy bien la narración que vamos a encontrar en sus páginas y el ethosque nos va a permitir decodificar los símbolos de la cultura del Pacífico y del Valle del Cauca colombianos. También encontramos la magia de la poiesis en un lenguaje lleno de musicalidad y de poesía que nos recuerda a la literatura oral. Porque esta novela epistolar es para ser escuchada; y ojalá con maracas, tambores, guitarras y con la voz de las negras del Pacífico colombiano. Me refiero a los alabaos. También es para bailar al son de su lectura en voz alta. Pienso en un currulao, en un mapalé, en una salsa o en un bolero. Música que está ancorada en lo más profundo de la cultura del Pacífico colombiano. Sin olvidar esa danza sensual que es el tango y que estremece cada poro de la piel de las personas que crecimos escuchando este género argentino. En cierta forma muchos de nosotros consideramos a Gardel no sólo como colombiano sino como nuestro amigo y confidente más íntimo.

 

Y antes de continuar quisiera resaltar lo que yo considero un gran acierto lingüístico de esta novela. Me refiero a la utilización permanente de la palabra negro. Una palabra que ha sido borrada del habla y de los medios colombianos desde hace unas dos décadas por considerarla políticamente incorrecta. Al nacer en el mismo año que León Valencia pude crecer con un lenguaje en que la palabra negro aún no estaba proscrita. Es cierto que desde siempre ha tenido una connotación que es muy ambigua ya que puede significar cariño como desprecio u odio. Todo depende del contexto y del tono que se utilice en el discurso coloquial. Y eso es precisamente lo que hace Valencia. En cada página de esta novela, a todas luces sorprendente, nos encontramos con esta palabra al menos unas cinco veces, sin que nunca signifique ni cacofonía ni desprecio del escritor frente a un pueblo valiente que ha sabido levantarse una y otra vez ante los embates políticos, religiosos y culturales de un país extremadamente racista, clasista y aporofóbico como es Colombia. Las personas que utilizan ese eufemismo de afrocolombiano olvidan o ignoran que el Homo Sapiens proviene de ese continente maravilloso y mágico que es África; ésto al menos hasta que las investigaciones antropológicas y hallazgos arqueológicos no demuestren lo contrario. Con ésto quiero recordar que todos los colombianos, sin excepción, somos afrocolombianos. Una herencia genética y cultural que debería llenarnos de orgullo a todos y a cada uno de los habitantes, ya no sólo de Colombia sino de este planeta llamado Tierra.

 

Mary Grueso, nuestra poeta del Pacífico, y primera mujer negra en formar parte de la Academia de la Lengua de Colombia, lo dice claramente en su poema Negra soy:

 

¿Por qué me dicen morena?

Si moreno no es color

Yo tengo una raza que es negra

Y negra me hizo Dios.

Y otros arreglan el cuento

Diciéndome de color

Disque pa endúlzame la cosa

Y que no me ofenda yo.

Yo tengo mi raza pura

Y de ella orgullosa estoy

De mis ancestros africanos

Y del sonar del tambó”.

 

Nicolás Guillén lo dice así en su Son # 6:

Yoruba soy, lloro en yoruba 

lucumí. 

Como soy un yoruba de Cuba, 

quiero que hasta Cuba suba mi llanto yoruba, 

que suba el alegre llanto yoruba 

que sale de mí.

 

Yoruba soy, 

cantando voy, 

llorando estoy, 

y cuando no soy yoruba, soy congo, mandinga, carabalí. 

 

Por su parte, Chimamanda Ngozi Adichi, la gran escritora nigeriana y autora de Americanah, se define a sí misma como negra, sin que dicho apelativo tenga ninguna connotación ni racista ni excluyente.

 

Pasemos ahora a la escritura propiamente dicha de La vida infausta del negro Apolinar

 

Ya había enunciado que es una novela epistolar; contada a dos voces. Apolinar -¿cómo no pensar en Apolinar Moscote, el padre de Remedios la Bella?- es un negro libre, honesto, trabajador y parrandero, muy diferente eso sí al Apolinar Moscote que representa al Estado opresivo de Cien Años de Soledad. Y si traigo a colación este paralelo entre el nombre de Apolinar y estos personajes de ficción es porque la novela de Valencia es de cabo a rabo una oda a la novela magna de Gabriel García Márquez. Por ello no es de extrañar que muchos de los giros   lingüísticos de La vida infausta del negro Apolinar nos hagan pensar en ella. No obstante, no puede decirse que su estilo sea una copia. La vida infausta del negro Apolinar es una novela completamente original; tanto en su construcción como en su temática. La narración que hace Apolinar tiene la sabrosura del lenguaje utilizado por los negros del Pacífico colombiano. Tanto en el deje, como en el acento o como en el vocabulario utilizado a todo lo largo de sus cartas. Un lenguaje que contrasta con el utilizado por el otro personaje; me refiero a León Valencia. El suyo es un lenguaje de ciudad y de otra cultura, como es la cultura que en Colombia se denomina paisa. Un hombre de izquierda que desea convertirse en un intelectual al servicio de una causa común: la emancipación de la clase obrera. Porque este libro es, ante todo, político.

 

Volvamos al lenguaje. 

 

Los capítulos, en su gran mayoría, tienen una extensión larga y están escritos como cuando se le cuenta a alguien nuestra propia vida, no por escrito sino oralmente. No hay puntos ni comas, ni puntos apartes, ni puntos seguidos; sólo comas; y eso con el fin de respirar. Y esa forma de escribir ya es por si sola un desafío. Recordemos que El otoño del patriarca está escrito precisamente sin signos de puntuación. Otra alusión de Valencia a GGM. 

 

Esta forma de escribir le da a los dos amigos una gran fluidez y una gran libertad al momento de derramar en el papel sus recuerdos, sus batallas, sus traiciones, sus alegrías y sus derrotas. 

 

Y si hablo de derrotas es porque estas dos historias se concatenan la una a la otra a través de todo el libro hasta conformar una sola historia. La historia de la amistad de dos amigos que creyeron, lucharon y vivieron para crear un mundo mejor y con una sociedad más justa; para encontrarse al final de sus vidas con una pandemia a nivel global. Una hecatombe tan grande como la que se vivió cien años atrás con La Gripe Española. En otras palabras, con la derrota tanto a nivel personal como colectivo. Es un libro que habla sobre la condición humana, sobre su miseria y su repetición; cómo si fuese una serpiente que se come eternamente la cola. No hay escape, ni mañana, ni esperanza. Cuando la esperanza alumbra, en algún pequeño recodo del camino, es para ser inmediatemente aplastada por innumerables razones: desde las políticas -tomadas por una sociedad y por un Estado elitistas y sanguinarios- hasta por esa mísera condición a la que acabo de hacer alusión. Los dos personajes recuerdan sus vidas, en cierta forma sus diferentes avatares, tratando de escapar a sus propios demonios, para encontrarse al final de frente con ellos mismos y darse cuenta que en esa huída no sólo no escaparon de sí mismos sino que la bofetada de la existencia es aún más ruidosa que lo que nunca imaginaron.

 

Pasemos a la construcción de La vida infausta del negro Apolinar:

 

Al ser una novela epistolar su estructura narrativa no tiene mayor complejidad. No se trata de una novela como Cien Años de Soledad ni como Pedro Páramo; para no nombrar sino dos pilares de la narrativa latinaomericana. León Valencia, aunque no maneja los intríngulis de una novela que rompe con paradigmas narrativos, conoce lo que es ser lector; y sobre todo un buen lector. Este género literario, tan válido como cualquier otro, permite al lector conocer más profundamente a los personajes principales y a los evocados, ya que la narración en primera persona permite develar todos los secretos anidados en su interior. Los dos se despojan de todo prejuicio narrativo, no hay cedazos por los que la historia tenga que pasar para dejar a un lado secretos y culpas demasiado graves. Es una confesion, de parte y parte, sin pudor, sin trabas. Esto es posible porque Apolinar es el alter ego de Valencia y viceversa. Los dos respiran porque el otro respira. Al final, con la muerte de Apolinar, Valencia podrá seguir respirando precisamente porque pudo recobrar una parte de su vida con las confesiones de Apolinar. Me explico. Valencia recupera una parte de su vida que estaba escondida o aprisionada en el alma negra de Apolinar. Y Apolinar muere tranquilo porque sabe que su historia, la que le faltaba a Valencia, va a ser contada y que los arcanos que escondía serán develados a su hija Damiana.

 

Ahora pasamos a hablar de las mujeres.

 

La vida infausta del negro Apolinar es también una oda a la mujer. Es un canto épico que recuerda una y otra vez que sin el arrojo y la valentía de las mujeres no habría sociedad alguna y por ende no existiría ningún Estado. Las mujeres de la vida  infausta del negro Apolinar son mujeres guerreras desde todo punto de vista. Son ellas las que hacen mover la rueda del progreso económico e intelectual de las familias y de los grupos sociales a los que pertenecen. El negro Apolinar si bien es trabajador en el sentido más amplio de la palabra, es, también, un hombre que rechaza las raíces y que abandona hogar, mujeres e hijos en cuestión de horas; así sea para venir sobre sus pasos años más tarde. Y cada vez que parte por una nueva senda debe comenzar desde cero. Las mujeres, en cambio, son árboles centenarios, son sequoias con raíces profundas, cuyos rizomas tejen redes de apoyo; no sólo entre ellas sino para ayudar a los hombres de su comunidad. Ellas organizan huelgas, fiestas, comedores comunales; buscan y protegen a sus hombres así ellos les den luego la espalda. Esta oda a las mujeres no ignora que entre esos hombres que las rodean también están los patriarcas que creen que sus cuerpos, y quien dice cuerpo dice sexualidad, les pertenecen. Esos hombres representan a la sociedad patriarcal en todo su apogeo; y luego asisten a la derrota que sus impulsos de machos cabríos les impone haciendo de sus vidas verdaderos infiernos en los que se ahogan en el alcohol y en el fracaso. También están los hombres que visten sotana. Y en este hermoso libro que es La vida infausta del negro Apolinar nos encontramos a boca de jarro con los curas que admiran a Camilo Torres y a otros que deciden seguir los dictados de la Teología de la Liberación. No son curas castigadores, ni violentos. Son curas justos y compasivos qué están del lado de los oprimidos y que sirven de consuelo en las horas de derrota de los hombres y de las mujeres. Son curas que entienden que el mundo espiritual tiene muchas manifestaciones y que todas son válidas; por ello entienden el sincretismo de la religión católica con la santería que llegaron con los barcos negreros[3].

 

La vida infausta del negro Apolinar es, también, un paseo por la literatura; o sea, un paseo  por las novelas y por la poesía. Es un libro que nos muestra que ese acto íntimo de la lectura no es sólo para clases acomodadas y ociosas sino para las clases trabajadoras cuyo acceso a los libros, a veces, por no decir la mayoría, es casi que imposible. Este paseo literario nos muestra que esa idea es sólo otro de los prejuicios que reinan en las élites; posiblemente para demostrar que esa clase trabajadora -los brutos, como a veces los llaman- son incapaces de acceder a la belleza, al análisis y a la crítica. Y detrás de los relatos, escuchamos hablar todo el tiempo de un joven escritor que luego se suicida. Una alusión clara a Andrés Caicedo. Ese joven autor que removió las simientes de la clase privilegiada a la que pertenecía. Aún hoy sigue enrostrándoles en su rostro sus vejamenes en contra de ese pueblo que ella oprime para seguir conservando los privilegios de una clase rancia y maloliente, clasista, racista y violenta en grado sumo. No en vano esa es la columna vertebral del Estado que ellos sostienen; sin él sus privilegios de clase se irían por las alcantarillas.

 

La vida infausta del negro Apolinar es un libro hermoso, emotivo, a veces se siente como las lágrimas afloran en los ojos; o la rabia que nace del desdén al que los negros deben enfrentarse en su día a día. Es también un libro de resiliencia, combativo. Es un testimonio ficcional y no ficcional de la historia de Colombia; al menos de la historia del siglo XX y de lo que llevamos del XXI. Es, también, el testimonio de un antiguo guerrillero que se dio cuenta bastante tarde que los sueños de su juventud eran demasiado ambiciosos: Destruir el Estado, la familia, la religión y la propiedad privada. Al menos ésto es lo que afirma León Valencia en la entrevista que le hizo Andrés Osorio Guillott; y a la que aludí al comienzo del presente ensayo: “No, pues cómo no nos íbamos a frustrar, si en la adolescencia queríamos acabar con Dios, el Estado, la familia y la propiedad privada. Casi nada.”

La vida infausta del negro Apolinar es un libro que leí con pasión, casi de una sola sentada; desde el principio me dejó perpleja, asombrada, no quería parar de leer; y esa sensación, casi de alucinación, me sucede muy raras veces. 

Chapeau, Leon Valencia! Tu negro Apolinar tiene ahora una silla privilegiada en mi sistema límbico.

 

 

Berta Lucía Estrada Estrada (Colombia-1955) es escritora, ensayista, poeta, dramaturga, antologadora, crítica literaria y de arte. Es librepensadora, feminista, atea y defensora de la otredad. Ha publicado doce libros, más siete escritos al alimón con Floriano Martins (esta escritura al alimón comprende cuatro piezas de teatro, dos novelas cortas y un poemario). Ha recibido seis premios de poesía; tres con obra publicada.

Algunos de sus artículos y poemas han sido difundidos en revistas como Altazor (Chile), Triplov (Portugal), Agulha Revista de Cultura, Revista Acróbata (Brasil), Blanco Móvil (México), Nueva York Poetry, La otra (México), AErea (Chile y España), EntreTmas (Nueva Yoork) y Aleph (Colombia). Es una colaboradora asidua de las publicaciones de la Universidade Estadual do Oeste do Paraná – UNIOESTE y del programa de radio Pegando la Hebra, dirigido por María Vicenta Porcar Pedro (Valencia-España) donde colabora con el aparte Palabra de Poeta y además tiene un espacio llamado Poliedros; dedicado a entrevistas y a la presentación de libros. 

Algunos de sus poemas han sido traducidos al francés, portugués, rumano, griego, italiano e inglés.

 

 



[1] https://cambiocolombia.com/cultura/leon-valencia-la-novela-de-una-vida-y-una-vida-de-novela

[2] https://www.elespectador.com/el-magazin-cultural/leon-valencia-habla-sobre-su-novela-la-vida-infausta-del-negro-apolinar-noticias-hoy/

[3] Recuérdese que el barco negrero eran los barcos de la infamia donde los españoles, franceses e ingleses traían a los negros para venderlos como esclavos en el continente americano. Se cree que en poco más de tres siglos habrían llegado a este continente aproximadamente entre unos 8 a 12.5 millones de personas en esa trata perversa y denigrante que fue la Trata de Esclavos y que ha dejado una herida muy difícil de cerrar.