BETSABÉ
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Son las once de la mañana, acabo de terminar con todos los
preparativos para el reencuentro. No demoran en llegar. Estoy un poco ansiosa,
imagino que ellas también lo estarán. En veinticinco años es la primera vez que
estaremos todas juntas. El encuentro de este fin de semana en realidad fue
concertado pocos meses antes de nuestro adiós a las aulas. Sabíamos que la vida
nos depararía caminos diversos, pero no queríamos renunciar a la posibilidad de
volver a vernos algún día.
Nos habíamos conocido en la universidad aunque teníamos
intereses diferentes. La crítica para Betsabé y para Miranda, el teatro para
Carmen, la historia del arte para Isabel, el tema de los derechos humanos para
Fernanda, el cine para Laura, las antigüedades para Saskia, la antropología
cultural para Francisca, las artes plásticas para Teodora; pero era la
literatura la pasión que nos había unido para siempre. Por ella sellamos un
pacto de amistad y de lealtad que el tiempo no pudo romper.
Y estaba César, el negro hermoso, con el que soñábamos
casi todas. Era nuestro comodín, nuestra compañía, nuestra risa y el hombre por
el que suspirábamos. Pero era de Betsabé. La amaba con locura y de eso no nos
cabía la menor duda. Sin embargo, ella soñaba con ser tan amada como Matilde
Urrutia. Era la única mujer que le hacía sentir celos. Solía decir que nadie
había sido tan deseada como ella. -La única mujer que le han compuesto versos
sobre los ocho huecos de los dedos de sus pies. -¡Qué mujer tan afortunada!
-decía-. Y para nosotras ella era la privilegiada. Era ella quien en las noches
cabalgaba horas enteras sobre el cuerpo que nos hacía soñar mañana, tarde y
noche. Betsabé era la vasija que recibía, cada anochecer y cada madrugada, el
líquido seminal que todas añorábamos. Mientras que su cuerpo se abría como una
rosa tocada por el rocío, los nuestros se secaban como riachuelos en época de
sequía.
César amaba la poesía y la danza. Nunca he visto a nadie
bailar un mapalé o una cumbia como él y al mismo tiempo sumergirse en los
movimientos primigenios de la danza contemporánea. Betsabé era su fuente de
inspiración, la consideraba la reencarnación de Isadora Duncan. Cualquier
movimiento que ella hiciera con su cuerpo, o con sus manos, le servía a César
para el montaje de una coreografía. La cadencia de la respiración en reposo o
la respiración salvaje del amor o el simple movimiento de sus manos, mientras
se cepillaba el pelo, eran elementos recreados en el escenario. El cuerpo de
Betsabé era un océano infinito por el que César navegaba subido en un velero.
Ella era el viento que lo conducía a una playa segura o era la tormenta que lo
extraviaba arrojándolo en islas desconocidas. Ella podía ser un hada
benefactora o una Calipso que le hacía olvidar de donde venía y para donde iba.
Para Betsabé nada era suficiente. Hacía todas las preguntas,
cuando en realidad tenía todas las respuestas. Tal vez era su condición de
ninfa que le impedía saciarse por completo. Y aunque ella era el aire que César
respiraba, también era el huracán que lo ahogaba. Nunca estaba del todo
contenta. Si César viajaba con el grupo de danza, o si se demoraba en llegar a
la universidad, miles de dudas la aquejaban y ensombrecían el rostro que todas
anhelábamos. César era paciente, el amor lo hacía tolerante; y si no era el
amor, era la pasión que en el día crecía como un volcán a punto de hacer
erupción y en la noche era aplacado con caricias milenarias. César vivía para
bailar, pero no hubiera podido hacerlo sin esa fuerza de la naturaleza que era
Betsabé. Ella era el fuego que lo quemaba, pero también era el agua que lo
aplacaba. Sus carnes rubicundas y rollizas hacían pensar en la bella Hélène
Fourment, la amada de Rubens. Nada que ver con el esqueleto que Twiggy puso de
moda en los años 60. Twiggy era la famosa modelo de Mary Quant, la diseñadora
de la minifalda y de los pantaloncitos calientes. Betsabé no hubiera podido
usarlos, pero no le hacían falta. Se sentía bien consigo misma, esa sensación
la sigue acompañando. Por fortuna aún no había llegado la moda de la
lipoescultura, ni de la anorexia ni de la bulimia. Sobra decir que a Betsabé no
le interesa la moda impuesta en la década de los 90.
Betsabé amaba la poesía por encima de todo. Le gustaba
Quevedo, pero también leía a César Vallejo. Sobre todo cuando entraba en crisis
de identidad. Entonces solía recitar algunos de sus versos. Sobre todo cuando
César comenzó a alejarse de ella. Si bien la amaba, también entendía que ella
le cortaba las alas. A él le gustaba viajar, ella era sedentaria. A él le
gustaba experimentar la vida, a ella le interesaba más conocerla a través de
los libros. Ella anhelaba un hijo de los dos. César ya lo tenía, era el baile.
Poco a poco, el amor de otrora fue dando paso a un
precipicio que amenazaba con tragárselos, y él no estaba dispuesto a aceptarlo.
Betsabé no entendía que César pudiera amar la danza tanto o más que a ella. Su
problema no eran las otras mujeres, era la danza. Y como antes había sentido
celos de Matilde Urrutia, ahora comenzaba a sentir celos del baile. Cuando él
estaba montando un espectáculo, Betsabé casi ni lo veía. Comenzaron los
reproches, las palabras mal dichas en momentos que no debiesen existir. Se
hacían daño. Más tarde Betsabé me escribiría que entre pelea y pelea sentía
como si le sumergiesen la cabeza a la fuerza en una piscina, y cuando estaba a
punto de ahogarse, se la sacasen de nuevo. Para más tarde volver a comenzar con
el suplicio. Una y otra vez, hasta el agotamiento total. Su fuerza de antaño,
su risa desbordante o las huellas que dejaba en el camino para que César la
encontrase, se fueron diluyendo. Betsabé dejó de ser la geografía por la que
César viajaba día a día. Su aire se volvió ponzoñoso y él finalmente encontró
otra vida. Lejos de todas nosotras. Lejos de Betsabé. Ella había caído en un
pozo muy profundo, le costaría mucho trabajo salir de allí.
Volvería a ver a César varios años después. Seguía igual
de cálido. Había encontrado una nueva pareja, bailarina como él, y juntos
habían abierto una academia de danza contemporánea. Se había convertido en un
empresario muy exitoso en el aspecto financiero y profesional. Su academia
crecía cada vez más, pero él seguía siendo el mismo hombre que yo había
conocido en la universidad. Nunca fue una persona pedante, ni el ego se le
creció cuando comenzó a ganar dinero. Para entonces su vida estaba dedicada por
completo a la danza, así que había dejado de escribir. Aunque seguía leyendo.
Aprovechaba el poco tiempo libre que le quedaba para
sumergirse en la lectura de una novela. Seguía siendo un apasionado de la literatura
latinoamericana, especialmente del Boom. Su escritor favorito seguía siendo
Onetti y seguía soñando con visitar algún día la ciudad de Santa María. Ese
lugar mítico, ubicado en ninguna parte, pero tan arraigado en los seguidores de
su obra. Supongo que como muchos de ellos lo llevaba escondido en alguna parte
de su sistema límbico. De Betsabé ya no hablaba, como si nunca hubiese
existido. De su compañera de entonces hablaba poco, lo que verdaderamente lo
apasionaba era referirse al espectáculo que estaba presentando o la obra que
iba a montar. Para entonces había comenzado a hurgar en sus raíces africanas,
lo que daba a su danza un aire de experimentación que se salía de todos los
movimientos de la danza contemporánea. El mapalé, la cumbia o el currulao se
unieron a los movimientos que imitaban el cortejo de las aves, o la cacería de
un tigre o el lento deambular de una jirafa o el viento azotando las arenas del
desierto.
Con el tiempo se iría a vivir a Europa, como muchos otros
artistas o escritores. Aquí se ahogaba. El sistema político imperante, la
represión ideológica, la guerra civil nunca declarada ni reconocida, los
desaparecidos y la violencia urbana, terminaron por hacerle comprender que si
bien amaba este país, también era cierto que su trabajo como artista podía
conducirlo fácilmente al olvido en cualquier mazmorra oculta. Terminó
emigrando, como lo han hecho varios miles de nuestros compatriotas en los
últimos años, aunque sus motivos no eran económicos, sino el rechazo profundo a
un sistema cada vez más inequitativo y más represivo. Y al igual que se había
labrado un nombre, aquí entre nosotros, terminó por labrárselo en tierras
extrañas gracias al lenguaje universal de la danza. Se convirtió en uno de
nuestros tantos embajadores anónimos que han llevado nuestra cultura allende
las fronteras. De ésto último me enteré en un programa de la televisión sobre
personajes colombianos en el extranjero.
Para ese entonces, Betsabé también había terminado por
olvidarlo. Se había enfrascado en una relación bastante tumultuosa con un
cartagenero. Quedó encinta, tuvo una hija y el hombre “si te he visto, no me
acuerdo”. Era un pobre tipo que cada vez que veía a una hermosa mujer en la
pantalla solía exclamar en voz alta, para que todo el mundo lo escuchara:
-¡Carambas! No la reconocí vestida; y luego soltaba una sonora carcajada. Eso
lo hacía sentir muy macho. Era el típico individuo que cree que para ser hombre
tiene que acostarse todos los días con una mujer distinta. Por supuesto que una
relación con un hombre así no podía tener futuro, pero eso no significa que
Betsabé no hubiese sufrido una vez más. Nuevamente conoció el desamor y el
abandono. Pasaba días enteros sin que el teléfono no timbrara ni una sola vez.
Parodiando a César Vallejo, solía decir: -Hoy nadie ha preguntado por mí. Un
viento de soledad y de pesadumbre se apoderó del apartamento. Al igual que
César dejó de escribir. Siempre le había interesado la crítica literaria y hela
aquí sin producir ni siquiera una línea. Ella, una lectora como pocas, ya no
analizaba ni hacía contribuciones a la crítica. Lo supe por una carta que me
envió, decía así:
Querida Antonia: Me encuentro sumida en un túnel lóbrego y
oscuro. En vano busco la salida, no la encuentro. Estoy extraviada en mí misma,
lo sé, pero no logro encontrar el camino que me lleve a la luz, a la superficie.
No he vuelto a escribir, casi no leo, ni siquiera a Cabrera Infante. La revista
y el periódico con los que colaboraba se cansaron de llamarme. El teléfono hace
días que no suena; cada rato lo descuelgo imaginando que ha dejado de
funcionar; lo cual sería un alivio. Pero no, tiene corriente. Lo que pasa es
que nadie se acuerda de mi existencia. Sino fuera por mi niña yo misma creería
que he dejado de existir. “Hoy no ha venido nadie;/y hoy he muerto qué poco en
esta tarde”.
Como Vallejo me cuesta trabajo respirar, me duele la vida.
Es como si me parara en el borde de la tierra, como si hubiese llegado hasta el
último confín del mundo y todos los caminos hubiesen desaparecido detrás de mí.
Siento que no tengo escapatoria. No puedo regresar, ni tampoco puedo continuar.
Me siento sola, irremediablemente sola. El amor es una farsa que me ha dejado
postrada, como si me hubiesen apaleado horas y horas; con la desventaja que me
dejaron viva. La vida se me presenta en forma de un huracán que todo lo
devasta, que todo lo arrasa. ¡Qué lejos están los tiempos en que mi única
preocupación era ser amada como Matilde Urrutia! Una sola caricia, una mano que
se posase en mi cabeza, un cuerpo en el lado oscuro de mi cama... y me sentiría
una mujer querida. Ya ves, estoy en la otra orilla, en la orilla de la
desesperanza, y lo peor es que no tengo ánimos para abandonarla.
Te recuerdo, Betsabé
Al saber el estado en el que estaba sumida le respondí:
Amiga: Lo que me cuentas me llena de tristeza. Me dices
que hace tiempo no escribes, que ni siquiera sientes placer con Cabrera
Infante, tu escritor predilecto hace algunos años. Te sientes vulnerable, todos
los somos; lo que pasa es que los momentos de vulnerabilidad no nos llegan a
todos al mismo tiempo. Imagínate la hecatombe si así fuera. Vuelve a escribir.
Tienes un caudal muy fuerte, déjalo correr, no lo detengas, aunque a veces
creas que sus remolinos te ahogan o te sacuden, sigue adelante, así creas que
vas a morir en el intento. Eres una mujer muy inteligente, posees una profunda
sensibilidad, y sobre todo, sabes como dejarla correr, como si fuese un río
para que otros se bañen en sus aguas.
Escribir no es fácil, nada en la vida lo es. Recuerda esa
película de los ’70, que aunque no era una buena producción cinematográfica, si
tenía un título muy sugestivo “Nunca te prometí un jardín de rosas”, yo creo
que escribir es eso. La vida está llena de avatares. Escribir, es recorrer un
camino lleno de zarzas que te cortan la piel a cada segundo, como si estuvieses
caminando con los pies descalzos por encima de brasas ardiendo, al mismo tiempo
que debes abrirte camino con un machete para cortar las ramas llenas de espinas
que te cierran el paso. Esa es la creación. Dolorosa e inusitada.
Piensa en la obra de Pollock. En ese acto creativo como un
gran grito salido de las entrañas del ser humano o en El Grito de Eduard Munch.
Ya sabes, él mismo decía que el cuadro lo había imaginado en una noche en que
atravesaba un puente con dos amigos y que de pronto había necesitado quedarse
atrás y observar el cielo rojo, como si fueran “lenguas de fuego -mis amigos continuaban su marcha y yo seguía detenido en
el mismo lugar temblando de miedo- y sentía que un alarido infinito penetraba
toda la naturaleza”. Si esa descripción es válida para el expresionismo,
también es válida para la creación literaria. Escribir es doloroso, como
la vida. Recuerdo tu poesía, los versos eran como El Grito, hondamente
metafísica, por eso no es para todo el mundo ni para todas las ocasiones. Es
una poesía que cala hondo, sigue adelante no te detengas, así a veces creas que
es el último soplo de vida que inhalas. Detrás vendrán otros soplos y otras
bocanadas de aire y entre unas y otras encontrarás nuevamente el camino que has
perdido. Te darás cuenta que solo está escondido detrás de la neblina.
Yo tampoco te olvido, Antonia
Nota: Betsabé es el primer capítulo de mi libro Féminas o
el dulce aroma de las feromonas. Ediciones Ble, Manizales, 2008
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