domingo, 7 de agosto de 2022

LAS MUJERES DESAPARECIDAS, DE Floriano Martins

LAS MUJERES DESAPARECIDAS, de Floriano Martins (LP 5-Chile 2022), bajo el cuidado de la editora Gladys Mendía.

Desde hace unas dos décadas los periodistas, como los críticos literarios, profesores de literatura, editoriales, e incluso muchos escritores y poetas, han acuñado la expresión “literatura de género, escritura femenina o mujeres escritoras”; entre otras expresiones que discriminan el acto de crear. Aunque nunca he leído que digan literatura de género para referirse a los escritores, mucho menos “escritura masculina” u “hombres escritores”. En la Ferias de Libros, o Congresos de Escritores, tampoco existen “mesas sobre la literatura masculina”; los escritores nunca han tenido que justificar su oficio; algo que se nos exige permanentemente a las escritoras. Y por supuesto, nadie les dice qué escriben para “entretenerse” o porque son “histéricos”; es más, ni siquiera lo piensan. La creación literaria y/o artística es bien vista si el que la ejerce es un hombre; en cambio es banal, fútil, vana, anodina, mala -por no decir pésima- si quien la ejerce es una mujer. Las palabras escritora y poeta son los términos justos para definir un oficio en el que siempre hemos estado presentes; así la historia de la literatura nos haya olvidado conscientemente. Lo demás me parece que entra en el terreno de la exclusión. La literatura no puede verse como una producción realizada por hombres o por mujeres. Simplemente hay buena o mala literatura; lo demás son clichés que menosprecian el oficio de escribir cuando quien lo ejerce es una mujer. Marguerite Yourcenar lo dijo muy lúcidamente en una entrevista que le hizo Matthieu Galey en 1980: “Un hombre que lee o que piensa o que calcula, pertenece a la especie y no al sexo; y en sus mejores momentos escapa a lo humano” (Marguerite Yourcenar, Con los ojos abiertos).
Esta es una discusión que genera polémicas, sobre todo de la parte de las feministas radicales que ven en el acto de la creación una especie de catarsis exclusiva de las mujeres; y por su parte, los hombres la eluden porque así no tienen necesidad de leer la actividad de las escritoras; lo que les facilita no tener que esgrimir argumentos serios y profundos sobre la actividad creadora; algo que no les cuesta ningún dificultad si se trata de hablar sobre su propio universo y/o infierno creativo. Y al decir ésto recuerdo a una feminista radical que sostenía que la actividad creadora de las mujeres es diferente a la de los hombres; y para refutar su argumentación le conté que yo misma escribí un poemario desde el punto de vista de un hombre, dipsómano además. Su cólera no se hizo esperar y lo que atinó a decirme es que me compadecía mucho; todo eso con un aire de arrogancia y de superioridad que rayaba en lo burlesco. Pues bien, en ese momento preciso Floriano Martins entró a la discusión que se llevaba a cabo en la página de un Festival de Poesía donde estábamos invitados los tres; aunque el Festival aun no había comenzado ya había una polémica sobre este tema que suele enardecer a muchas personas; como a la feminista a la que hago alusión; y como si fuera poco, palabras más palabras menos, me dijo que yo no sabía nada de feminismo puesto que para ella las corrientes que deben tenerse en cuenta son las más recientes; en otras palabras, me consideraba demasiado vieja como para poder opinar sobre un asunto que ella, aparentemente, conocía a la perfección. Floriano Martins, con quien que yo he escrito tres piezas de teatro y una nouvelle -también escribimos juntos un poema en el que participaron cinco poetas más, cuatro de los cuales eran hombres , apoyó mi posición y dejó claro que él también escribía muchas veces desde una visión femenina. Lo que escandalizó aun más a la joven y colérica feminista. Creo que ese día se tropezó con el diablo; eso, en el caso eventual que sea creyente.
Precisamente en nuestra escritura al alimón Floriano Martins y yo nos compenetramos tanto que al finalizar el trabajo, y leerlo a posteriori, rara vez soy capaz de identificar algunos cuantos párrafos escritos por él o por mí. Y a él le sucede algo similar; por eso siempre hablamos de “nuestro trabajo”. Lo que Floriano Martins y yo logramos es una perfecta simbiosis entre dos escritores que a la hora de crear no piensan en los géneros que aparecen en sus cédulas de ciudadanía.
Y si hago este prolegómeno, que puede ser un poco extenso, es para poder entender y ambientar la obra que hoy tengo el honor de presentar a los lectores que conocen y que aprecian el trabajo poético de Floriano Martins; me refiero a Las mujeres desaparecidas, un poemario escrito en un impecable castellano; recuérdese que Martins es brasileño; por lo tanto, su lengua materna es el portugués; al menos el que se habla en su país de origen.
Las mujeres desaparecidas es un libro que hurga en las entrañas más recónditas del universo femenino. La sexualidad, el abandono, la soledad, el suicidio, la desaparición voluntaria o involuntaria, el maltrato, la vejez, el oprobio, la insensatez, entre otros temas, aparecen a todo lo largo de los poemas sobre las treinta y cinco mujeres que pueblan este poemario que va mucho más allá de una denuncia social; y lo digo porque al mismo tiempo que denuncia la protervia de la sociedad patriarcal devela la condición humana.
Las mujeres desaparecidas es un poemario metafísico, poseedor de una hermosa e inquietante belleza, y en el que cada palabra ocupa el lugar exacto, nada sobra ni nada falta. Un trabajo de relojero en el que impera la armonía, el equilibrio; así esa armonía y ese equilibrio desciendan al averno y algunas de las mujeres se encuentren cara a cara con los súcubos e íncubos que las atormentan y torturan.
Una piedra me duele por dentro. Vine aquí
para persuadir al abismo que volviera a vivir
conmigo. La soledad es una mujer intransigente.
… La última imagen
de la inocencia es una piedra encadenada al fondo
del abismo. Me quedo haciendo mi ronda febril sola (Lecciones ocultas de Adèle Castanheira)
En este poema se encuentra la matriz que da origen a la poética de Floriano Martins, el abismo, la caída, la chute a la que hace referencia Camus. El poeta sabe que no hay redención posible, que no hay escapatoria, que los paraísos terrenales no existen, y que lo único real es la condena, la expiación; no desde el punto de vista judeocristiano sino ontológico; este último concepto entendido como el estudio del ser (οντος, ontos- ser, ente).
Nadie puede entender lo que hubo en su última noche.
Las fieras que salieron de las nubes, con sus ojos
hambrientos, le enseñaron los dientes metálicos
del abismo.
… Las noches reunidas siguen buscando
el enigma de los vértigos y la primera hora
del mundo sin ella. Tres veces encontraron su cuerpo frío.
Tres veces la muerte decía cosas
distintas y desabrigadas.
… Julia sigue muriendo cada noche.
Como una marea sangrando sin motivo.
Un crimen, nada más. (La última noche de Julia Domecq)
Otra vez el abismo, en este caso no el que se escoge libremente sino al que son lanzadas miles de mujeres cada día. El feminicidio es un crimen atroz que forma parte de la cultura patriarcal y con el que se castiga a las mujeres que se salen de los postulados que les exige una obediencia ciega. La falta de Julia Domecq, transgresora como sus amigas, fue salir a caminar
en la playa oscura con sus pies desnudos.
Con el viento se aconsejaba, deseosa de abrigar
en su cuerpo las rutas secretas de la luna. Julia
y su marea íntima adormeciendo los barcos de pesca.
Y si algo sabemos las mujeres, y Floriano Martins es consciente de ello, es que salir a dar un paseo en la noche, máxime sí es un paraje oscuro y solitario, equivale a ir al encuentro de la propia muerte. El gineceo griego no existe en el sentido literal de la palabra; y sin embargo, sigue presente en las sociedades que no aceptan que las mujeres somos seres autónomos y libres; por eso nos controlan los pasos, el cuerpo, la sexualidad, por eso durante milenios se nos negó la educación, para impedirnos volar.
La desconcertante ausencia de Augustine Lurie
nos llevó a su habitación. Sobre la cama
deshecha, como la proyección de un enigma,
encontramos los cordones de sus zapatos.
Nada más. Durante varias noches esperamos
inútilmente que el chello y las campanas
nos devolvieran a Augustine. El silencio se convirtió
en la catástrofe más terrible que nos sobrevino,
destrozando nuestros sueños y hábitos. (Los cordones mortales de Augustine Lurie)
Una mujer que interpreta el chello es una especie de mancha en una sociedad que la prefiere en el ámbito privado de la casa paterna o de la casa del marido que le han escogido. La música libera, rompe cadenas, abre horizontes; y el único horizonte que le está asignado es la cocina y la crianza de los hijos. La sumisión absoluta y total a los hombres de la familia, de la sociedad y del país; y por supuesto, la obediencia a la clase sacerdotal; la misma que le exige ser María mientras que encuentra que la prostitución es necesaria a la sociedad. Y en este eterno juego de espejos, un laberinto en el que nos topamos a cada instante con otra de las máscaras que llevamos escondidas en una de las mangas, encontramos a Laurie Augustine, la profesora de 41 años que fue condenada por tener relaciones sexuales con tres alumnos menores de edad. Y por supuesto, no estoy justificando su crimen; solo estoy recordando que las identidades pueden ser múltiples y que no todas las mujeres son víctimas del horror de la sociedad patriarcal; a veces también son victimarias y depredadoras sexuales.
Un credo contra el destino.
Josefina sonríe como una leyenda, su cabello ondulado
alimenta el viento. Una multitud aguarda la curación,
el oratorio de las almas en agonía. Sangre llorosa
de una terrible experiencia. Los rostros desfigurados
por el fuego. ¿Cuántas somos? Llevamos su cuerpo
desconectado de las heridas. Su dolor parecía herirnos más.
Josefina contra el clero. Dios comería en otro sitio.
Nuestras carnes se arrepienten de tanta vida devota. (Los espejos ciegos de Josefina Ramos)
En Confesiones de Helena Salustre entramos aun más al averno de las creencias religiosas y de su terrible concepción de pecado; ese estigma que nos han tatuado en la frente y en el alma y con el que cada segundo nos estigmatizan, nos condenan. Todo lo que hace una mujer, o deja de hacer, es una falta que debe expiarse.
Confieso los pecados que no cometí,
los dolores que no siento.
… Los perros colgados
atormentan mis sueños. Las lluvias
lamen las tumbas de los pequeños
hijos asesinados. Lloro por las luces
que me incriminan, …
Si quieres, les confieso la inocencia
que nunca me acarició.
… Las noches empapadas de horror
desfiguran mis súplicas. Esto es
todo lo que pido: déjame enterrar
a mi dulce Astrid. Así que les confieso
que soy todo lo que quieren de mí.
El título del poema no es anodino, la palabra “confesiones” nos pone enfrente de un cura que va a hurgar en lo más profundo de nuestra psiquis, no para liberarnos de culpas reales o imaginarias, sino para solazarse en sus propios fantasmas; los mismos que lo atormentan en las noches en los que reemplaza el cuerpo cálido de una mujer por un cilicio en su cintura. El nombre de Helena Salustre nos devela que Helena sigue siendo la mujer por la que se desató la guerra de Troya; así ella nunca hubiese participado en ella; solo fue un botín disputado entre los poderosos; una Helena que sigue siendo actual, que desata pasiones, odios y guerras; como en La Ilíada. Aunque Homero ya no se sienta en el umbral de los palacios para contar la historia de Helena, Menelao y Paris, sino que ahora se sienta a la mesa con nosotros. Y Salustre, el apellido de esta Helena contemporánea, nos pone recuerda a la esposa de Lot -la que no tiene nombre-, la que se convirtió en estatua de sal por haber mirado hacia atrás y haber sido testigo de la destrucción de Sodoma; una de las dos ciudades maldecidas por el dios vengador y colérico de La Biblia. E incluso podría leerse como “palustre”; lo que viene del pantano. En otras palabras una especie de peste, como la que azotó los campos de batalla del campamento aqueo. Tal vez por eso la guerra de Troya sigue tan vigente en todos los estamentos de la sociedad; las mujeres seguimos siendo tristes trofeos de guerra; y nuestros cuerpos, convertidos en campos de batalla, son pisoteados, vilipendiados, arruinados por millones de cortes hechos con lascas de sílex utilizadas desde los tiempos de los neandertales.
Floriano Martins es el emisario de las que no tienen voz; en este caso de Janet Horne; la mujer que padecía de demencia senil y cuya hija tenía los pies deformes, por lo cual fueron declaradas brujas.
Somos bestias
torturadas en nombre de Dios.
… Janet Horne fue la última
mujer quemada para alimentar
la perversión humana, lo que nos muestra
la imagen es que sus carnes masticadas
al fuego todavía imprimen en la gastada
tela de nuestro destino el lenguaje
siniestro de un contrato macabro: todos los días,
a cada momento, una última mujer
retoma la partición del mal, el abominable
fetiche de nuestra marcha por la tierra. (Janet Horne y la partición del mal)
Y aunque Janet Horne fue quemada aparentemente en 1727, siendo la última bruja llevada a la hoguera en Escocia, su nombre se popularizó y aun hoy en día cuando desean estigmatizar a una mujer, porque se viste o habla o se sienta o camina diferente a las reglas establecidas, se le llama Janet Horne.
Y en Las abstracciones falsificadas de Lucía Rosales encontramos nuevamente el abismo en el que las mujeres caemos una y otra y otra vez.
Lo que ella llama el privilegio
de sus pinceles es un paisaje destrozado. La sangrienta
semejanza refleja el sacrificio de sus espejos.
Esta vez el abismo está disfrazado del “invento falso” en el que las mujeres nos lanzamos al contemplarnos en una galería infinita de espejos; cómo los espejos de Borges.
En El mar y el laberinto en las ropas empapadas de Margarita Butler nos trasladamos a la Escocia de 1644 cuando el capitán Juan Comofort murió en una batalla naval en contra del tirano de Portugal; imagino que su viuda, Margarita Butler, en cierta forma quedó enterrada con él en las aguas del Atlántico.
Las aguas se embriagan con las cenizas
de la imaginación. El pasado es un secreto
que nadie supo mantener inalterado.
Y en El regreso de Annabel Lee, Floriano Martins dialoga con el poema Annabel Lee, de Edgar Allan Poe; y por supuesto, dialoga con la novela de Kenzaburo Oé, La bella Annabel Lee.
Annabel Lee
Con amor que los alados serafines del cielo
Nos envidian a ella y a mí.
Y por esta razón, hace mucho tiempo,
En este reino junto a la mar
De una nube sopló un viento
Que heló a mi amada Annabel Lee
Y sus parientes de alta cuna vinieron
Y se la llevaron lejos de mí
Para encerrarla en un sepulcro
En este reino junto al mar. (Edgar Allan Poe, El regreso de Annabel Lee)
Y Floriano Martins responde:
Se encontró el fantasma de Annabel Lee
en una de las lunas de un antiguo planeta a la deriva
en el espacio entre nuestras mentes conspiradas.
…Annabel Lee era el ángel
tocante de estas caídas, la lámpara encantada
que empapaba las luces de rompecabezas. Las noches
masticaban planetas fugaces. Nadie te vio cuando,
furtiva, volviste a triunfar en el caos.
Annabel Lee es, en cierta forma, la representación de millones de mujeres idealizadas y perdidas en el laberinto de la memoria. A veces es más importante imaginar un gran amor que vivir uno real; sobre todo cuando la bruma de las primeras citas se diluye y el enamorado ve alguna de las faces de la amada que hasta ese momento había permanecido oculta. El mito del amor “casto y puro” se da de bruces en el poema de Martins; sobre todo cuando él dice: “Nadie te vio cuando, furtiva, volviste a triunfar en el caos”.
Y con este verso termino este prólogo, ningún otro define mejor la existencia humana: “volvimos a triunfar en el caos”. ¡Qué lejos está Floriano Martins del espíritu romántico que imagina a las mujeres como seres de luz y armonía! Por eso me gusta la visión de La charogne (La carroña) de Baudelaire. No hay que olvidar que la belleza también se regodea en la podredumbre y en la descomposición de los cadáveres. Invito a los lectores a descubrir las otras mujeres que pueblan este universo de Las mujeres desaparecidas.

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