En este blog podrán leerse artículos, poemas o cuentos sobre mujeres y hombres que han jugado un rol decisivo en la construcción de nuestro imaginario colectivo; bien sea a través de la literatura, del arte y por ende de la cultura.
martes, 12 de enero de 2016
III PARTE: EL PUZZLE DE LA HISTORIA O EL AROMA A TRÓPICO DE JORGE ELIÉCER PARDO
LA INTERTEXTUALIDAD:
El Pianista que llegó de Hamburgo y La Baronesa del Circo Atayde son también un soberbio recorrido y un gran homenaje a dos obras cumbres de la literatura colombiana : Cien Años de Soledad y La Vorágine; sin olvidar a José Asunción Silva y la obra de Vargas-Vila. Jorge Eliécer Pardo establece un diálogo profundo con los autores fundacionales de la literatura colombiana.
Por supuesto que solo la palabra pianista nos hace pensar en Pietro Crespi, el eterno enamorado de Amaranta. Y es que Hendrik Joachim Pfalzgraf tiene mucho de ese italiano extraviado en el amor, fugado sería la palabra adecuada, que es Crespi. Los dos tienen ese aura de desamparo que los persigue hasta más allá del delirio. En ese laberinto sin Dédalo, Pfalzgraf busca a Matilde, a veces la encuentra en el rostro esquivo de Julieta-Matilde para terminar por refugiarse en una senilidad que lo conduce a los puertos del pasado donde finalmente se reune de nuevo con ella, con la verdadera, con Matilde Aguirre.
… “amante, maestro, preceptor. Espejo sin imagen, tiempo sin tiempo. Quiero irme lejos contigo. Dejaré a mi hijo por ti. Me mostrarás la salida de los barcos y navegaremos por tus mares y lagos”. (El Pianista que llegó de Hamburgo, pág.277)
Pero antes de penetrar en ese laberinto, se había internado en otro, en la jungla, donde le contaron
que por allí había viajado otro abatido, el poeta Arturo Cova. (Idem, pág. 219)
con la diferencia que Pfalzgraf logró salir de ella; para luego perderse en otra aún más huraña y hostil, el mundo de los habitantes de la calle, de los innombrables, de los ñeros, como comúnmente se denomina a esos hombres y mujeres -lo que no es sino otra forma de ignorar su existencia- que han perdido la brújula de sus destinos y que vagan en el remolino de la Calle del Cartucho. Mientras Pietro Crespi se suicida ante la negativa de Amaranta de corresponder a su amor, Pfalzgraf se pierde en las drogas y en el acohol. Otra forma de suicidio, si se quiere aún más radical que la de Crespi.
Otro elemento recurrente que une al pianista de Hamburgo con Cien Años de Soledad es el color amarillo. En este caso no son las mariposas de Mauricio Babilonia que lo preceden por todas partes sino una flor amarilla que lo espera en el futuro:
“Las mujeres, todas, le parecían bellas; pero sabía que una, con una flor amarilla en la mano, caminaba desde el futuro hacia él”. (Idem, pág. 103)
Luego :
“La esperaba, dispuesto a todo; al cerrar los ojos e imaginar que era la mujer que vino del futuro con una flor amarilla en la mano intentó acercar sus labios gruesos a esa boca que aún hablaba de despedidas.” (Idem, pág. 125)
Más adelante :
“En la sala había un enorme ramo de rosas amarillas. Quiso olerlas y pasar los dedos por la textura de sus pétalos pero su alumna Matilde apareció al lado de su esposo. La miró como si hubiera emergido del mismo ramo amarillo y quedó ensimismado porque ya no pudo entender nada de lo que decían.
De nuevo, en su cuarto del segundo piso, supo que ella era su alumna dorada, la que le cambiaría la historia en su nueva vida. Le pareció oír la voz de Matilde: Jamás comprendí las palabras de los hombres, crecí en los brazos de los dioses.” (Idem, pág. 137).
Por otra parte la frase -Jamás comprendí las palabras de los hombres, crecí en los brazos de los dioses- nos remite inmediatamente a la intuición anteriormente desarrollada: Matilde es una mujer éterea, inexistente.
Estas alusiones a Mauricio Babilonia, como muchas otras, hacen que la obra de Jorge Eliécer Pardo navegue en una enorme ola por el mar insondable que es el realismo-mágico de Gabriel García Márquez, sin sacrificar su impronta, su huella, su sello personal.
En cuanto a Carlos Arturo Aguirre se refiere, si bien no se interna en la selva ni consume drogas, ni vive en hoteluchos, ni prostíbulos de mala muerte, ni vaga por las calles de los desposeídos como Pfalzgraf, si va trás los pasos de Cova y sin saberlo sigue los mismos senderos del que en un futuro sería su yerno; aunque él nunca lo llegase a conocer ni a saber de su existencia, al menos no de forma concreta, sólo velada.
Es importante anotar que la saga El Quinteto de la Frágil Memoria, de la cual hacen parte los dos libros a los que hago referencia, bucean permanentemente en un mundo onírico, propio del trópico, pero que tiene también raíces muy profundas en África; piénsense por ejemplo en Mia Couto y en su magnífica obra El último vuelo del flamenco.
Y es que cuando se habla de surrealismo generalmente se piensa en André Breton, Louis Aragon, Paul Eluard, Jacques Prévert, Antonin Artaud o Max Ernst; quienes por la década del 20 ya conformaban un grupo sólido que habría de transformar la literatura y las artes plásticas del siglo XX.
Y cuando se trata de América Latina comúnmente se piensa que éste llegó con Ernesto Sábato o con Alejo Carpentier. Sin embargo, este último aseguraba en Haití, en el año de 1943, que estaba ante los prodigios de un mundo mágico, de un mundo sincrético, de un mundo donde hallaba al estado vivo, al estado bruto, ya hecho, preparado, mostrado, todo aquello que los surrealistas fabricaban demasiado a menudo a base de artificio, en cuanto a la literatura se refiere; puesto que en pintura habría que mencionar a Wilfrefo Lam y a Frida Kahlo. Algunos dirán que la misma Frida decía que ella había conocido El Surrealismo cuando Breton le dijo que su obra era onírica. Lo que ella omitió es que tenía la suficiente cultura artística para conocer muy bien que era lo que se estaba haciendo en Europa, más específicamente en Francia. Aunque también es cierto que decir que nunca había oído hablar del Surrealismo le daba un aura de originalidad que ella deseaba para construir su mito, su imagen de diosa, tal y como se representó ante sus amigos poco antes de su muerte.
Este mundo, preparado, mágico, no es único de la zona caribeña sino inherente a toda la América Latina. Y ésto fue precisamente lo que José Eustasio Rivera intuyó al escribir La Vorágine, editada en 1924, el mismo año en que aparecía El Manifiesto Surrealista de André Breton.
Las imágenes oníricas, utilizadas por Rivera, habrían de cambiar el concepto que se tenía hasta ese momento de la literatura colombiana en particular y de la latinoamericana en general. La importancia y la influencia de su obra son hoy en día innegables, sobre todo para los autores de los años 20 y 30 del siglo pasado.
Donde mejor puede observarse esta característica surrealista en La Vorágine es precisamente en la descripción que hace el autor de la naturaleza, en la que rompe con los postulados idealistas de Rousseau que hablaban de una naturaleza idílica en la cual el hombre podría vivir en perfecta armonía y en un estado de permanente felicidad. Paisaje que será tomado posteriormente por los románticos. La naturaleza vista por Rivera es, por el contrario, una fuerza destructora, avasalladora, que conduce al hombre al extravío mental y que termina engulléndolo. El verdadero protagonista de la obra no es Cova sino la selva misma. José Eustasio Rivera la transforma en una materia antropozoomorfa, dueña de una fuerza indecible, y por qué no decirlo, hasta maléfica. La naturaleza sufre un cambio profundo en la temática latinoamericana y a partir de ese momento ya no volverá a ser tratada como el escenario de fondo del Buen Salvaje roussoniano.
Sin olvidar que es una novela de denuncia social y política. El autor es testigo directo de la explotación de la Casa Arana y si bien su relato es descarnado está lejos de ser panfletario. A estas alturas Cova ya ha dejado de ser un simple intelectual urbano que se adentra en una zona jamás imaginada para conocer una realidad de miseria y explotación infrahumanas en las que las ansias de poderío superan toda esperanza de cambio o de conmiseración cristiana. Y es aquí donde Pfalzgraf va a camuflarse utilizando como artificio la piel de Cova.
“En la zona sur del Putumayo encontró a veteranos caucheros cicatrizados por la esclavitud de las compañías que los trataban de irracionales y salvajes; que con el cambio de luna y amarrados al cepo, les supuraban las heridas de los viejos latigazos propinados por los hermanos Julio César y Lizardo Arana, laceraciones que curaban con el jugo lechoso extraído del siringa o árbol de caucho después de haber sido vendidos por el temible Funes a la Peruvian Amazon Company. … Muchos aborígenes lo confundieron con un misionero de los que llevaron la evangelización, pero al saber que superaban el recuerdo de una mujer, lo condujeron a lo profundo de la manigua para que tomara las pócimas que ellos preparaban y dejaban a la luz de la luna para arrancarle la pena del corazón. La voz de que había un blanco enamorado recorriendo el sur de Colombia y que viajaba hacia el Brasil, que no era humano sino que había caído del cielo a una de las lagunas de la llanura, pasó de boca a oreja por los paisajes remotos. Le dijeron que por allí había viajado otro abatido, el poeta Arturo Cova, en busca de un amor devorado por la selva.” (Idem, pág. 218-219)
Sólo que Pfalzgraf habrá que esperar a otra jungla para ser engullido, la de cemento que le espera a su regreso a Bogotá; cuando sus pasos, guiados por el alcohol, el delirio y la soledad, lo conduzcan por los vericuetos de la calle del Cartucho.
Pero antes Carlos Arturo Aguirre se había sumergido en el alcohol y en el desvarío de un amor extraviado, perdido en las nebulosas de su memoria, oculto en los zaguanes del barrio Egipto, en las calles amadas por la lluvia y barridas por el viento. Grita su amor en cada esquina, en cada portal. No le importa que lo vean llorar por la mujer que lo abandonó cuando creía que ya nunca se iría. En ese sentido Carlos Arturo Aguirre difiere del concepto de hombría tan arraigado en la cultura machista y misógina del colombiano común y corriente. Lo que lo hace casi que un hermano gemelo de Crespi. El desamor y la pérdida de la mujer amada no los impulsa a buscar otro amor sino a abrazar literalmente a la muerte. Crespi se lanza en sus brazos, como otros lo hacen desde lo alto de un arrecife para caer en picada libre en el mar agitado; mientras que Carlos Arturo Aguirre bigardea en esa otra muerte que brinda el alcohol y que no es sino otra forma de suicidio. Como lo haría años después el amor de su hija Matilde, Pfalzgraf. Y ésto me lleva a otro asunto recurrente en su obra : la soledad.
LA SOLEDAD :
La soledad, como el amor, la muerte o el exilio, entre muchos otros temas, hacen parte de la literatura. Aparecen desde Homero, pasando por Safo y luego por Shakespeare o Cervantes o Baudelaire, hasta llegar a Virginia Woolf o Marguerite Yourcenar o Sábato o García Márquez o Philippe Roth o Amos Oz. Sin olvidar los mitos y leyendas que han existido desde la noche de los tiempos y que han sido fuente inagotable de la tradición oral de todos los pueblos y culturas. Son temas inagotables, perennes, inmutables, así la aproximación de cada autor nos los muestre de una forma diferente. Y si son eternos es porque son la esencia misma de la existencia humana. Las interrogantes que suscitan atañen a problemas metafísicos inherentes a cualquier persona; independientemente de la cultura o pueblo a la que se pertenezca.
En el caso de la Soledad, hay una frase que penetra como un puñal afilado :
“Estaba a punto de volverse retrato como los que colgaban en su sala” (Idem, pág. 117)
Es una descripción de la soledad, no la que buscamos para vivir y trabajar en paz, sino la que nos impone la vida, sumiéndonos en un túnel oscuro y aparentemente infinito. Y si digo que esta frase tiene el filo de un puñal afilado, es porque Pfalzgraf siente como va borrándose, desdibujándose en el tiempo y en el espacio, como si tuviese dificultades para ver su imagen reflejada en el espejo, como si la soledad le robase su identidad. Así como había vivido oculto por varios años en el sótano de la casa de su tío, para evitar ser una más de las sombras de los trenes sin regreso que viajaban a los campos de exterminio nazi, otra forma de borrarse a sí mismo, vuelve a ocultarse en los vericuetos del desamparo para evitar el delirio que lo acosa con el disfráz de la soledad. Sin embargo, ese delirio acabará por darle alcance años más tarde, cuando se interne ineluctablemente en las sombras de la decrepitud y de la senilidad.
Pero mientras tanto trata de hacerle frente y de no caer definitivamente es sus fauces. Y como en los tiempos de la guerra es la música la que logra mantenerlo a flote. Podría decirse que es ella, la música, su verdadera amada, y que es a través de ella que construye, que crea y recrea, que inventa a la otra, a Matilde y a Julieta-Matilde. También podría decirse que Pfalzgraf, gracias a la música, se reinventa a sí mismo para poder seguir existiendo, para no internarse aún en las brumas del olvido. Más adelante, en las nebulosas de ese olvido, podrá perder la capacidad de oir, pero nunca estará sordo a la música, su verdadera amada que simpre lo acompañará; y él la intrepretará, como si acariciase sus muslos, en intrumentos imaginarios.
Pero antes de ese momento el piano es una barca que le permite bogar por las aguas de la imaginación y poder burlar por algún tiempo al delirio que lo persigue para lanzarle la flecha del desvarío. Otras veces es su mascarón de proa que lo guía en los bancos de niebla de la desesperanza y de la soledad. No obstante, no podrá escapar nunca de ella, ya que al final el olvido, otra de las máscaras de la soledad, le nublará el presente; sobre todo cuando se acueste en la cubierta a dormir la siesta, ya no en la barca sino en la nao de Leteo.
En cuanto a Carlos Arturo Aguirre se refiere es gracias al olor que puede ir trás de las huellas de su amada y a veces inventada Baronesa.
“Tenían por costumbre reconstruir el pasado como una forma de vivirlo de nuevo. Recrearon el domingo en el Parque de los Novios cuando se dijeron a qué olía cada uno. Ella a jazmines y rosas de mayo y él a agua de colonia. No se confesaron que ese olor era parte del goce cuando pasaban sábados y domingos en la cama, jugando a no dejarse nunca. A pesar del abandono, el olor lo perseguía en los insomnios, perdía la respiración y se asfixiaba tanto que debía darse golpes en el pecho al pensar en la separación definitiva. ¡Ese olor, Dios mío, ese olor!, lo buscaba por la casa, entre el armario, en el jardín interior, en los huecos de los fogones de la estufa, en la alacena y los frascos, en las vajillas y las prendas, en la ropa de cama, en todas partes” . (La Baronesa del Circo Atayde, pág.108)
Pero es también ese olor, sumado al del alcohol, la cuerda floja en la que camina como un sonámbulo-funámbulo tratando de no caer al vacío, a la nada, que es la soledad. Sin embargo, está consciente que la cuerda siempre se rompe por la parte más delgada; y que la soledad, que lo atormenta en sus noches de pesadilla, es la constatación de la presencia éterea de su amada María Rebeca. Al menos bajo los efluvios del alcohol puede creer que si existió, que no es un invento de su mente febril o de un delirium tremends que lo lanza ineluctablemente al vacío, una y otra vez, hasta el infinito, hasta el agotamiento total. Por eso no le importa que los vecinos sientan lástima por él o lo consideren el pobre loco del barrio Egipto.
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