viernes, 19 de octubre de 2007

POESÍA FRANCÓFONA (artículo)

POESIA FRANCOFONA

Nota de la autora: Aunque este blog está dedicado a la mujer, hoy hace referencia a la "poesía de las negritudes", poco conocida en nuestro medio. La poesía africana, al igual que la producción literaria de la mujer, es segregada, poco estudiada; sobre todo en Colombia, donde no deja de ser marginal. Y en un reconocimiento a poetas que conozco poco, publico este artículo como homenaje a una lírica hermosa y profunda.

El movimiento literario de las “negritudes” marcó la primera gran ruptura que se dio en el Africa colonial, con Léopold Sedar Senghor (Senegal, 1906-2001) a la cabeza; quien publica una Antología (Antología de la Nueva Poesía Negra y Malgache en Lengua Francesa, 1948) en la cual recoge parte del universo literario del Africa francófona. La literatura de las negritudes toma el nombre de los debates intelectuales que se dan en los años 30, impulsados por el poeta de origen antillano Aimé Césaire (Martinica, 1913), y posteriormente por Senghor y Jean-Paul Sartre. Aimé Césaire desarrolla su propio concepto de la negritud, en una hermosa cascada de imágenes que sienta las bases de un movimiento que habría de ser decisivo para las luchas anticolonialistas emprendidas por los países africanos en la década de los ‘60 :

“mi negritud no es una piedra, su sordera precipitada
contra el clamor del día
mi negritud no es una fuente de agua putrefacta en el ojo
muerto de la tierra
mi negritud no es ni una torre ni una catedral
ella se sumerge en la piel roja del sol
ella se sumerge en la piel ardiente del cielo
ella rompe el agobio que produce la paciencia”.

Y en otro poema denuncia la época colonial como solo un descendiente de esclavos puede hacerlo:

“(llegado) mi turno
elevaré al aire un grito tan violento
que salpicará de lodo al cielo
y por mis ramas desgarradas
y por el tiro insolente de mi fusil herido y solemne
le ordenaré a las islas que existan”.

El movimiento de las negritudes no es solamente un movimiento político, sino que busca ir más allá de la simple denuncia social, busca mostrarle a Occidente que el África y las Antillas también existen, y que el colonialismo es la peor vergüenza del siglo XX. Pero sobre todo, pretende mostrar que también pertenece a una cultura, por la que se debe luchar y ayudar a preservar. Todos los pueblos y culturas pertenecen a la humanidad, por lo que no puede ni debe excluirse ninguno de ellos. El movimiento es apoyado por intelectuales de la talla de Sartre, André Gide, Albert Camus, André Bretón, entre otros.

Para Senghor la “literatura de las negritudes” es un signo de reconocimiento, una fórmula que abrió camino a los poetas africanos nacidos en plena época colonial, y que además se identificaban con la lucha del pueblo africano. Su producción literaria no sólo denuncia la época colonial sino que refleja la búsqueda por una autenticidad cultural; la cual había sido ignorada para poder justificar, primero la esclavitud y luego la colonización, en este caso la francesa.

La literatura de las negritudes se define en un principio como un proyecto de rehabilitación del hombre y la mujer negros. Siendo su tema principal la exaltación del “alma negra”, que no es otra cosa que reconocer su existencia humana, algo que no siempre fue admitido por los países colonialistas. (Recordemos como hacia 1520 España se debate en un dilema teológico en el cual el tema primordial es si los indígenas americanos poseen o no un alma; lo que traducido a otros términos quería decir: ¿Son seres humanos o no lo son? Dando lugar a mitos culturales que han dejado una huella indeleble y que han sido el origen del racismo y la xenofobia por parte de los pueblos europeos en contra de los pueblos del mal llamado Tercer Mundo; dándose incluso la vergonzosa pregunta si los indígenas, negros, latinoamericanos, maghrebíes, asiáticos o el pueblo nativo australiano somos iguales a los blancos).

Para descubrir el espíritu de la lucha de las negritudes, es necesario mirar su obra literaria, puesto que son los primeros en hablar de ella al mismo tiempo; y el género que más impacta es la poesía, puesto que es el género predominante en el África colonialista y postcolonialista. Lo que no excluye que también se haya manifestado en los géneros de novela y ensayo, no obstante la literatura de las negritudes es esencialmente un mito poético. Mito que impuso una imagen y un modelo de poeta negro y de su poesía: Víctima de la colonización, el poeta se rebela con su canto; y como el poeta es negro, su canto adquiere todas las virtudes inherentes a su pueblo. El canto se destaca por una temática coherente, donde se exalta dicha condición. Todo comienza por un grito, el más violento que pueda imaginarse, una voz dolorosa toma como testimonio la inmensidad del sufrimiento negro; David Diop (Senegal, 1927-1960) lo expresa así:



“¡Sufre, pobre negro!...
El látigo silba
Silba en tu espalda sudorosa y sangrante (...)
¡Sufre, pobre negro!...
¡Negro obscuro como la miseria!”


El poeta explora los espacios infinitos del “país del sufrimiento”, de los barcos negreros, de la explotación de la caña de azúcar en la época infame de la esclavitud americana.

Para Jean-Paul Sartre “El negro consciente de sí mismo se ve ante sus propios ojos como el hombre en el que ha caído todo el dolor humano, que sufre por todos, incluyendo al blanco”. Al menos es lo que dice un poema de Bernard Dadié (Costa de Marfil, 1916):


“Te agradezco Señor, por haberme creado Negro,
por haber hecho de mí
la suma de todos los dolores,
(por haber) puesto sobre mi cabeza,
el Mundo.

Lo liberé del Centauro,
Y lo sostengo desde sus albores”.


En estos versos hay una clara alusión a la redención cristiana, y a la necesidad del sufrimiento, como única posibilidad de salvación eterna.
Senghor, por el contrario se rebela y denuncia la opresión. Cuando el dolor se convierte en algo insoportable, rechaza a Occidente y a la supuesta razón que lo sustenta. Léopold Sédar Senghor se regocija ante la fuerza liberadora:


“Pero yo romperé las risas en todos los muros de Francia”.

Y en otro poema:

“Que nosotros estemos presentes en el renacimiento del Mundo
Como la levadura que le es necesaria a la harina blanca,
(Puesto que) ¿Quién aprendería el ritmo del mundo muerto de
máquinas y cañones?”


El rebelarse supone mirarse dentro de sí mismo: Es el viaje interior que busca la identidad perdida o aniquilada. El poeta negro descubre nuevamente el paraíso de la negritud original; que no es otro que el prestigio de un pasado mas que glorioso y de la riqueza infinita de la tradición africana. La poesía se convierte en un eco nostálgico, como si fuera la música de un tambor lejano, que clama por un regreso del África sagrada y extraviada:

“África, África mía
África de violentos guerreros de las sabanas ancestrales
África a la que cantaba mi abuela
Al borde de un río lejano”.
David Diop


Y Birago Diop nos rebela el gran secreto de África: la comunicación permanente entre los seres humanos y los dioses, entre los vivos y los muertos, el pasaje abierto entre dos mundos (el profano y el sagrado):

“Aquellos que están muertos no han partido nunca,
ellos están en el niño que llora,
y en el tizón que arde.
Los muertos no están bajo tierra:
ellos están en el fuego que se expande,
ellos están en los árboles que lloran,
ellos están en la roca que se queja
ellos están en la selva, ellos están en la morada:
los muertos no están muertos.

Escucha mas a menudo
las cosas que los seres.
La voz del fuego se escucha,
escucha la voz del agua,
escucha en el viento
las breñas que sollozan
Es el aliento de los ancestros”.
Birago Diop (Senegal, 1906-1989)




Poemas traducidos por la autora del artículo

El velo (cuento)


El encuentro
I
La tarde del miércoles es mi preferida, no tengo que ir al liceo. Estoy tirada en mi cama, con los ojos cerrados, tratando de descansar un poco. El timbre suena dos veces con insistencia. Estoy sola en el cuarto y no tengo deseos de recibir a mis amigas. Escucho la voz de mi madre pidiéndome que eche un vistazo. Me paro con desgano y recorro la distancia que hay entre mi cuarto y la entrada principal. El timbre suena por tercera vez, -ya voy, ya voy -grito, malhumorada-. Al abrir la puerta, veo a un hombre parado en el corredor. Su rostro no me dice nada, no creo conocerlo. No es muy alto, debe medir 1.68 m., es más bien delgado, de rostro alargado; pienso que no ha debido afeitarse en los últimos días. Su pelo es liso y sus ojos cafés claros. No vive en el edificio. Todos los vecinos nos conocemos los unos a los otros, los muchachos son amigos de mis hermanos. Es una pequeña comunidad que ha dejado sus raíces atrás en busca de un mejor futuro. Un futuro que aún no llega. El recién llegado me mira y cuando voy a preguntarle que desea, da media vuelta y desaparece en el ascensor.

II
No había vuelto a pensar en el incidente, hasta ahora que lo he vuelto a ver al salir de la tienda de abarrotes con mi mamá. Está recostado en el umbral del edificio del frente, con los ojos puestos en el local. Apenas salimos se escabulle entre la gente. Hay otros “encuentros”, me doy cuenta que no son fortuitos, me molestan, me producen una sensación de agobio que no puedo definir. Puede ser a la salida del liceo, o en el parque, donde llevo a mi hermano pequeño, o en la calle donde vivo. Nunca me habla. No obstante su presencia me disgusta.

La petición
I
Son las ocho de la noche, estamos en familia, es la hora de la cena, no esperamos a nadie. El timbre de la puerta suena. Mi hermano mayor dice que debe de ser uno de sus amigos. Se equivoca, es el mismo hombre que me hostiga desde hace varias semanas. Sin ser invitado y sin saludar siquiera, entra directo a la sala. Pide hablar con mi papá y con mis hermanos. Mi mamá y yo nos vamos para la cocina. -¿Qué querrá? –me pregunta-. No contesto nada, pero yo lo sé. Lo comprendí al verlo atravesar el comedor y sentarse en el sofá. Es por mí que viene, quiere negociar con mi padre y la mercancía soy yo. Venimos de lejos, nos hemos instalado en los suburbios de una gran megalópolis, pero no hemos abandonado nuestras tradiciones ancestrales. En nuestra cultura las mujeres no escogen el marido, son los padres los que deciden por ellas. Me pregunto si mi papá y mis hermanos aceptarán su petición. Siento que los ojos se me llenan de lágrimas, pero sé que no puedo decir nada. De todas formas nadie me escucharía. Sólo me queda esperar.

II
Por mi mamá sé que el desconocido me quiere como esposa. Le ha propuesto a mi padre una buena cantidad de dinero, que él ha rechazado, tiene otros planes para mí. Debería sentirme aliviada, pero no lo estoy. Una vaga sensación de incertidumbre se aloja en mi pecho. Sigo saliendo a hacer las compras o al liceo; lo hago insegura, no quisiera encontrarlo al doblar una esquina o en la mitad de la calle; para mi gran tranquilidad no lo vuelvo a ver. Pasado el tiempo ya ni me acuerdo de él.

III
Hoy nos ha vuelto a visitar el supuesto pretendiente de F. y nuevamente lo he rechazado. No tengo nada en su contra, es sólo que no pertenece a nuestro mundo, aunque profese las mismas creencias religiosas. No habla nuestra lengua, ni conocemos su familia, no sabemos nada de él. Por otra parte he estado hablando con mi primo, hemos acordado unir a nuestras dos familias con la alianza entre su hijo y F. Aún no le he dicho nada a la madre ni a sus hermanos, pienso hacerlo pronto; cuando todo esté arreglado. En cuanto a mi hija será la última en saberlo, su opinión no cuenta, sabrá obedecer, como lo hizo su madre y la madre de su madre y así sucesivamente.

No duermas más, mi niña...
I
Es miércoles, acabo de hacer las compras del día. Me demoré un poco más en la tienda de abastos, había mucha gente esperando su turno. Regreso a casa, los paquetes están pesados, me detengo a cada instante para descansar un poco; ojalá que en casa sepan entenderlo, no me gusta ver a mi papá enojado. Cuando eso sucede me encierro en el cuarto, hasta que se le pase. Sólo me faltan 10 metros para llegar a la calle donde vivimos, respiro tranquila; si estoy con suerte llegaré antes que él. Al doblar la esquina escucho que me llaman por mi nombre, debe de ser uno de mis primos; levanto la cabeza confiada y es entonces cuando veo al señor de pelo liso y ojos cafés claros delante de mí. No debo hablarle, ni siquiera mirarle a la cara; sino me convertiría en la vergüenza de la familia. Decido pasar a su lado rápidamente, pero no logro hacerlo; me ha tirado algo al cuerpo, mis ropas se impregnan de un fuerte olor, luego enciende un fósforo, me ha convertido en una tea humana.

II
No sé donde estoy, imagino que en mi cuarto, aunque no reconozco el colchón donde estoy acostada. A veces escucho la voz de mis hermanos, aunque no logro comprender del todo lo que dicen. Solo he podido escuchar a mi papá que me susurraba muy cerca al oído: -No duermas más mi niña, despierta, despierta. Y yo que creía que no me amaba. Me doy cuenta que debo de estar durmiendo desde hace mucho tiempo, lucho por despertar, pero en vano, no lo logro. Me viene a la mente el cuento de la bella durmiente que me narraban en la guardería, debo dormir igual que ella; la diferencia es que no habrá un príncipe encantado que venga algún día a despertarme, hace mucho dejé de creer en ellos.

lunes, 15 de octubre de 2007

LA POESÍA EN TIEMPOS FARAONICOS (artículo)

LA POESIA EN TIEMPOS FARAONICOS



“Díos Mío! Esposo mío
Es placentero ir al estanque
Tu deseo de verme descender
De bañarme delante de ti
¡Me regocija!

Te permito ver mi belleza
A través de una túnica del más fino de los linos reales,
Impregnado de esencias balsámicas,
Y mojado en aceite perfumado.

Me sumerjo en el agua para estar a tu lado,
Gracias al amor, salgo, con un pescado rojo en la mano.
Contento está entre mis dedos,
Lo coloco sobre mis senos.

¡Oh! Tú Esposo mío, ¡Oh! Amado mío
Ven y mira”.


Cada vez que se habla del tiempo de los faraones se suele pensar siempre en las pirámides, en la Esfinge y en las momias. Pero rara vez se piensa en el rol que jugaron las mujeres en el antiguo Egipto, con excepción de Nefertiti o de Cleopatra, rara vez hacemos alusión a ellas. De estas dos mujeres sabemos que eran poseedoras de una extrema belleza, y en el caso de Cleopatra conocemos la historia de su reinado, más por haber sido el gran amor de Marco Antonio, que por haber sido reina de Egipto.

Pero la poesía que se nos ha legado nos muestra a una mujer muy diferente a la que habita hoy en día en los afluentes del Nilo. La mujer en tiempos faraónicos se caracterizaba por poseer una gran libertad sexual, e incluso, como puede apreciarse en los siguientes versos, era considera igual al hombre:

“¡Oh! Isis…
Tú eres la Diosa de la Tierra,
El poder que les conferiste a las mujeres
Es el mismo que ostentan los hombres”.

De todos los aspectos divinos de feminidad, Isis se manifiesta a nuestros ojos como la diosa por excelencia, la más conocida de todas, la imagen misma de Egipto. Admirable compañera de Osiris, que supo secundarlo, e incluso ayudó a perpetuar el culto de su esposo. Isis es considerada como la maga por excelencia, con poderes que le otorgaban la capacidad de curar a los dioses. Isis es también considerada como la diosa de la tierra, es decir la madre biológica y por ende protectora de las mujeres, ella también es la diosa del amor y de la felicidad:

“Como es de hermosa tu cara gozosa
Cuando te rodea la gloria.
Hombres y mujeres te ruegan les concedas el amor
Las vírgenes, en las festividades, se abren para ti y te obsequian su espíritu.
Tú eres la Dama de la Alabanza, Maestra de la danza,
Maestra del amor, de las mujeres y de las núbiles.
Tú eres la Dama de la embriaguez y de las fiestas,
Dama del Olivo, Maestra en trenzar la corona,
Dama de la felicidad, Dama de la exultación,
Es a ti, Majestad, a quien cantamos”.


Los cantos fúnebres:

Los ritos funerarios eran acompañados de mujeres, conocidas como las plañideras, que clamaban al cielo por la pérdida de un ser querido. Estos cantos cumplían las funciones de lamentaciones, en ellos la amante se conduele por la pérdida del amado:

“Regresa, Amado mío, tú que has partido,
Para que bajo los árboles hagamos lo que más te gusta.
Lejos está mi corazón
Sólo contigo, deseo hacer lo que me gusta.
Si te vas al país de la eternidad, yo te acompaño,
Tengo miedo que mi esposo me mate.
Vine por el amor que te profeso.
Libera mi cuerpo de tu amor”.

En este canto funerario puede observarse también la presencia del adulterio, el cual era gravemente castigado. Mientras que el divorcio era una práctica aceptada, que no necesitaba de jueces que lo aprobaran, puesto que era suficiente el deseo común de la pareja y el consentimiento de la familia, para que la separación fuera un hecho. No obstante, el adulterio tenía características socio jurídicas bien diferentes. Al hombre adúltero, considerado como un violador, se le practicaba la emasculación (castración), si la unión no había sido violenta se le daban cien bastonazos, o se le cortaban las orejas y la nariz. A la mujer que había consentido a la unión sexual también se le cortaba la nariz, lo que le causaba una desfiguración y la vergüenza permanentes, ya que quedaría marcada de por vida, recordando que había sido adúltera. El castigo para la mujer también podía traducirse en la condena a trabajos forzados y el destierro al vecino país de Nubia.

Sin embargo en la práctica los jueces no siempre eran tan severos, y con frecuencia perdonaban a los adúlteros; sobre todo si la mujer declaraba haber sido seducida, lo que era considerado como una especie de violación, por lo que su marido se abstenía de presentar demanda:

“No copules con una mujer casada. El que copula con una mujer casada, en su cama, su propia mujer podría ser violada en el suelo”.

Este refrán podría muy bien significar: No le hagas a los demás lo que no deseas que te hagan a ti.

Por otra parte los faraones podían tener una esposa y una favorita, práctica que no era exclusiva de los reyes, sino que parece haber sido común a toda la sociedad; al menos para aquellos que podían darse el lujo de mantener dos mujeres, que por otra parte debían convivir bajo el mismo techo.


Las egipcias y su arreglo personal:

Las mujeres egipcias se vestían con túnicas del más fino de los linos, túnicas transparentes y perfumadas:

“(He aquí) una túnica blanca
Bálsamo para tus hombros
Guirnaldas para tu cuello
(Llena tu) nariz de salud y felicidad;
Perfuma tu cabeza
Dedica este día a la celebración”.

El enamorado, por su parte, desea convertirse en parte de la túnica, para poder estar al lado de su amada:

“¡Si yo pudiera solamente, ser su blanqueador!
¡Sólo por un simple mes!
Entonces mi felicidad sería lavar los aceites
De olivo que impregnan su diáfano vestido”.

Los vestidos de las mujeres del Antiguo Egipto eran siempre tejidos en lino blanco. La única manifestación en el color se hacía en los cinturones, tejidos en diferentes tonalidades. En ningún caso se veía una mujer egipcia adornada con vestidos bordados con múltiples colores, como si lo hacían las mujeres del Oriente Medio.

Sin embargo las mujeres egipcias amaban el maquillaje con el cual ornaban sus ojos. Se hacían grandes líneas que los enmarcaban, dándoles un sensual encanto. Esto sumado a los ungüentos y perfumes que aplicaban tanto a sus cuerpos como a sus vestidos, nos muestran unas mujeres de gran voluptuosidad. No es sino pensar en la imagen de Nefertiti, quien nos hace soñar aún hoy en día con la inefable belleza de estas seductoras mujeres.


El matrimonio:

La mujer gozaba de los mismos derechos que el hombre, era libre y podía ser propietaria de sus bienes; no obstante para casarse se le exigía ser virgen. Toda jovencita, en edad de merecer (como se decía en el siglo XIX), aspiraba a convertirse en nébèt – pèr, ama de casa, puesto que es el título que otorga seguridad económica y un puesto respetable en la sociedad:

“¡Oh, tú, el más hermoso de los hombres!
Mi mayor deseo es vigilar tus bienes,
Y convertirme en el ama y señora de tu casa.
Que tu brazo repose sobre el mío
Y que mi amor te regocije.

Le confieso a mi corazón
Con un deseo de amante:
¿Puedo tenerte como esposo?
Sin ti soy un ser en la tumba
¿No posees tú la salud y la vida?


Los poemas de amor de las jovencitas están marcados por la pasión, pero también por la discreción y la ansiedad. Su erotismo es aún tímido:

“La voz de mi amado ha turbado mi corazón.
El me dejó presa de mi ansiedad.
El vive cerca de la casa de mi madre.
¡Sin embargo yo no sé como ir hacia él!
¿Será que mi madre podrá hacer algo?

El no conoce mi deseo de tenerlo entre mis brazos
El no conoce lo que ha hecho confiarme a mi madre
Oh bienamado ojalá la diosa de las mujeres
¡La Dorada, me destine para ti!

Mi corazón se agita,
Cuando pienso en mi amor,
El no me deja reaccionar “como se debe”,
Se sobresalta cuando me acerco a él.

No logro vestirme
No pongo atención a mi apariencia
No maquillo mis ojos
Y no me perfumo con suaves fragancias.


¡No te rindas, ya casi lo tienes!
Me dice mi corazón cuando pienso en él.
¡Oh, corazón mío, no me conduzcas a la pena!
¿Por qué reaccionas como un loco?

Espera sin temor, el bienamado viene hacía ti;
Pero compórtate a los ojos de la multitud.
No les hagas decir de mí:
“¡Esta mujer está enamorada!”.

Cálmate mientras lo evocas,
¡y no te agites tanto mi corazón!”


El joven enamorado también le canta a su amada:

“La bienamada sabe lanzar el lazo,
(Sus cabellos, ella los lanza como un reto)
Agita su cabellera como si fuera una red
Con sus ojos me convierte en su cautivo
Con sus adornos me domina
Con su lengua me marca como si fuera hierro candente”.


Hasta que la enamorada cede a sus deseos:

“Cuando la tengo entre mis brazos
Y cuando sus brazos me enlazan
Es como un país de ensueño
Es como tener el cuerpo impregnado de aceites perfumados.

Cuando la beso
Y siento sus labios entreabiertos
Me siento ebrio
Aún sin haber bebido cerveza.

Ah, mi sirviente, yo te digo,
Apúrate a preparar la cama,
Coloca el más fino de los linos para cubrir su cuerpo,
No tiendas para ella una simple tela
Coloca en el lecho sábanas perfumadas…

Ah, quisiera ser su esclava negra,
La que lava sus pies,
Así podría ver la piel
De todo su cuerpo”.



Estos versos de un fuerte erotismo y sensualidad nos permiten ver a una mujer que sabe disfrutar de su sexualidad, nos conducen inmediatamente a reflexionar sobre la actual condición de la mujer musulmana. A la mujer de los tiempos faraónicos aún no se le practicaba la ablación, como si ocurre hoy en día en muchos poblados campesinos del Egipto contemporáneo.


Bibliografía : DESROCHES NOBLECOURT, Christiane. La femme au temps des Pharaons. Stock / Laurence Pernoud. Paris, France. 1986.

Los poemas han sido traducidos del francés por la autora del artículo.






















Hurgando en la memoria (cuento)


Han venido unos señores que nunca he visto, son muy elegantes, con corbata, maletines y todo. Yo creía que sólo la gente que aparece en la televisión se vestía así. Están en la puerta hablando con mi mamá, aunque ella lo quisiera no podrían entrar. Vivimos en una pieza muy chiquita, en la que hay una cama donde dormimos los dos. Ellos la saludaron de mano, nunca había visto que alguien le diese la mano de esa forma, se ve que la respetan. Le hablan muy quedo, no alcanzo a entender que le dicen, pero debe de ser algo muy triste, mi mamá no para de llorar. Pero lo hace calladamente. Me doy cuenta que llora porque veo como sus lágrimas corren por sus mejillas. Quisiera abrazarla y limpiarle las lágrimas con mis dedos. Yo la quiero mucho. Es una mujer muy buena. Nunca me pega y eso que a los niños vecinos no paran de gritarles y darles pelas. Ella no, ella dice que debo ser obediente y juicioso en la escuela, que sólo así podremos algún día salir de este inquilinato. Ella trabaja muy duro. Se levanta muy temprano y deja todo listo antes de irse. Aguadepanela para el desayuno, a veces me da chocolate y lo que alcance para el almuerzo, una sopa de papas o plátano, o arroz y papas. Huevos comemos cada 15 días, cuando le dan la paga, carne nunca. Ella trabaja en la casa de una familia. No sé si la tratan bien, porque a veces llega con los ojos rojos. Cuando le pregunto si está triste, me dice que no, que no me preocupe, me da un abrazo muy fuerte y a veces un beso. Pero yo quisiera que sus ojos no estuviesen nunca rojos. Por eso obedezco siempre.


Los señores de la fiscalía se han ido. Me han dejado lo que tanto había anhelado y sin embargo ahora que lo tengo siento que el mundo desaparece bajo mis pies. No puedo seguir llorando. Mi hijo se preocupa mucho cuando lo hago. Me siento en la cama y él lo hace a mi lado, me acaricia el rostro, sé que quiere limpiarme las lágrimas. Su ternura de niño pequeño me salva de la desesperanza en la que mi vida me sumió desde hace nueve años. Me han dejado la caja, compruebo que esté bien cerrada. La contemplo por un largo rato y aunque no quisiera las lágrimas siguen rodando por mis mejillas. Luego me levanto y la coloco en lo alto del escaparate, donde el niño no pueda alcanzarla, ni siquiera subiéndose a la silla.


Mamá no ha dejado de mirar la caja de cartón ni por un segundo. Ella cree que yo no me doy cuenta, pero yo sé todo lo que ella hace. A veces adivino lo que piensa, pero ahora no. Es un enigma. Quise saber que había dentro de la caja y ella me dijo que nada importante, que no quería hablar al respecto y que no se me fuera a ocurrir abrirla. Mamá guarda secretos, la caja debe estar relacionada con ellos. Así que no pregunto más.


El domingo es mi único día libre, aprovecho para quedarme un rato en la cama. Mi hijo todavía duerme, lo abrazo, por él sigo viva y cuerda; sino hace mucho tiempo que me habría extraviado en los caminos que llevan a la demencia o al suicidio. Me levanto sin hacer ruido, no lo quiero despertar. Abro el escaparate y saco la bolsa azul. La abro muy despacio, en ella guardo una camiseta verde y unos bluyines. Los contemplo un buen rato, los acerco a mi rostro, los huelo y les doy un beso. Es mi pequeño e íntimo ritual. Lo hago desde su desaparición hace nueve años. Vuelvo a colocar la bolsa en su sitio y cierro el escaparate. No quiero que mi hijo me haga preguntas, no sabría como responderlas, sería muy doloroso. Con mi dolor ya es suficiente, no tengo porque hacerlo sufrir.


Mamá acaba de cerrar el armario, así que ya puedo moverme; así sabrá que me estoy despertando; cuando en realidad hace rato que dejé de dormir. Todos los domingos pasa igual. Ella me abraza, me acaricia las mejillas o me coge las manos. Yo siento que soy el único niño del mundo o al menos el más feliz. Así que me hago el dormido. Luego se levanta y saca la bolsa que guarda tan celosamente, otro de sus secretos. Sé que en ella hay una camiseta verde y un bluyín, un día sin que se diera cuenta los vi con el rabillo del ojo. Desde entonces no dejo de pensar en esa camiseta. En ella veo un niño, pero mucho más grande que yo. Por su estatura podría pensar que es casi un adulto. No obstante me da la impresión que es un niño porque lo veo jugando conmigo. Sé que no es en este inquilinato. Es una casa pequeña, con un patio y un corredor. Yo estoy contra una pared, soy muy pequeño, debo tener unos tres años, tengo los ojos cerrados y cuento los números que conozco, supongo que hasta cinco. Luego lo salgo a buscar, él me llama, pero yo no lo puedo encontrar. Es una imagen que me viene una y otra vez a la mente; sobre todo los domingos en la mañana cuando mi mamá saca esa bolsa del escaparate.


Desapareció un martes. Había salido a trabajar en el mercado del pueblo como lo hacía todas las tardes a la salida del colegio. Siempre llegaba a las siete en punto. Se sentaba a hacer las tareas, mientras que yo terminaba de preparar algo para comer. Estaba en séptimo y quería ser médico. Me repetía siempre que quería comprar una casa con tres habitaciones, una para su hermano, otra para él y otra para mí. Quería una cama para cada uno. Desde que nació su hermano, él dormía en el suelo; en un viejo colchón que un vecino nos había regalado. Pero no le gustaba. A menudo decía que olía mal y que tenía pulgas. Era un buen estudiante, la profesora así me lo repetía cada vez que había reunión de padres de familia. Incluso un día me felicitó por el hijo que tenía. Él era mi gran orgullo, como lo es mi otro hijo.


Han pasado varios meses y la caja sigue ahí. Todos los domingos mi mamá se para a mirarla y reza varios padrenuestros, a veces enciende una veladora y coloca una flor al lado de la caja. Yo no pregunto, sé que no me contestaría nada. Respeto su silencio, debe de guardar una pena muy grande.


Cuando dieron las siete y media de la noche y me di cuenta que mi hijo no regresaba, comencé a preocuparme. A las nueve salí a buscarlo al mercado, pero hacía rato que habían cerrado todos los locales. Sabía donde vivía la dueña del negocio donde él trabajaba, así que fui a buscarla pensando que algo debía haber pasado y que de pronto estaba en su casa. Me dijo que no, que se había ido a las siete menos cuarto, como de costumbre. Regresé a casa con el corazón en la boca. Le conté a un vecino que mi hijo no había llegado y salimos a buscarlo. Al otro día fui a la policía a poner el denuncio de su desaparición. Lo buscamos varios días, nunca apareció. Hasta que la policía nos dijo que ya no buscáramos más, que de pronto se había fugado y que para ellos era un asunto cerrado. Yo sabía que no era así. Nunca lo maltraté, como nunca lo he hecho con mi otro hijo. Llevamos una vida muy dura, lo que gano casi no alcanza para comer, pero de ahí a pegarle a un hijo, hay mucho trecho.

Vivir en esa casa y en el pueblo se me convirtió en una tortura. Mi otro hijo, que por ese entonces tenía tres años, no dejaba de preguntar por su hermano, quería saber cuando volvería para jugar escondite como lo hacían todas las noches antes de acostarse. Hasta que un día no volvió a preguntar por él ni a jugar escondite. Cuando le pregunté porque no jugaba a las escondidas con sus amiguitos, me dijo en su media lengua que ya no le gustaba, que con ese juego las personas desaparecían y nunca más regresaban. Al otro día era un niño diferente, como si en una noche hubiera crecido cinco o seis años, hasta dejó de hablar como un bebé.


Anoche los niños que viven en el inquilinato me invitaron a jugar escondite. Les dije que no. Es un juego que no me gusta. Me da la impresión que si llego a jugarlo, desapareceré para siempre y que nunca más volveré a ver a mi mamá.


Mi hijo no apareció, ni nadie supo dar razón de él. Hasta que un día vi en la televisión que habían atrapado a un violador y asesino de niños. Sentí una punzada en el alma, como si alguien me hubiese acuchillado. A la mañana siguiente me madrugué y fui a la policía. Me pusieron en contacto con la fiscalía y semanas más tarde me dijeron que mi hijo había sido una de sus víctimas. Eso fue hace más de cuatro años, desde entonces esperaba poder tener sus restos para enterrarlos. Ese deseo se me convirtió en una obsesión, hasta que finalmente los señores de la fiscalía vinieron al inquilinato donde vivo y me hicieron entrega de la caja donde reposa lo que quedó de mi hijo. No he podido darle sepultura, no tengo dinero para hacerlo. Mi hijo merece ser enterrado como Dios manda, luego podrá descansar en paz.


Es martes y mi mamá no fue a trabajar ni yo fui a la escuela. Anoche se sentó en la cama y habló largo rato. Se vació el alma, no dejó ningún secreto guardado. A medida que hablaba yo recuperaba la memoria. Vi a mi hermano con la camiseta verde y los bluyines. Vi como jugaba conmigo, pero también vi que me cargaba y me hacía reír. Mi mamá me dice que él me quería mucho. También me explicó que no había podido enterrar sus restos porque no tenía dinero, pero que eso ya estaba solucionado. Hoy es su sepelio, mi mamá dice que está contenta, porque mi hermano podrá descansar en paz.