En
los últimos años he vivido de cerca el drama de los inmigrantes clandestinos
que tratan de pasar el túnel de La Mancha arriesgando sus vidas, todo por el
sueño de una vida mejor. Vienen de Siria, Afganistán, Sudán, Eritrea y la lista
continua. Hombres, mujeres y niños. La mayoría son jóvenes, muchos de ellos
adolescentes, y todos indocumentados; van detrás de un sueño que les permita
vivir.
Las
imágenes en la televisión son cada vez más dantescas, pareciera que el infierno
no tiene límites. Sin embargo, cuando les preguntan si no tienen miedo a morir
en el intento de pasar por el eurotunel, o morir asfixiados en el vientre
profundo de una tractomula, responden que d si regresan a sus países de origen
se toparían cara a cara con una muerte segura. Así que tratan de embolatar al
miedo diciéndose a sí mismos que nada de lo que pueda sucederles en busca de la
libertad y de una vida mejor puede ser peor que lo que han dejado atrás.
Algunos
llegan a Francia por tren, otros llegan escondidos en camiones. Otros llegan a
Europa en viejas barcazas atiborradas de gente, cuarenta, cincuenta o sesenta
personas, donde normalmente no cabrían sino unas veinte. Cuando están cerca de
la isla de Lampedusa en Italia, o cerca de las islas Canarias en España, los organizadores
de estos viajes al horror, en realidad el crimen organizado, los abandonan a su
suerte, muchas veces los lanzan al mar vivos para aligerar el peso de esas
embarcaciones de miseria o para que lleguen a nado cuando vislumbran las
costas. Sin contar que muchos de ellos o no saben nadar o no están en
condiciones físicas debido a la larga travesía que han hecho, no sólo de
semanas sino algunas veces de meses, cuando han debido atravesar el desierto de
Libia, por ejemplo.
Todos
estos inmigrantes son víctimas de la trata de personas y para poder cumplir con
el sueño de una vida mejor en una Europa supuestamente rica y generosa, pagan
sumas que van desde los 1600€ hasta los 6000€. Sumas exorbitantes para
cualquier persona, pero sobre todo para una familia que vive en un país en
guerra o en el África Subsahariana.
Europa
cierra cada vez mas sus fronteras, pero sigue haciendo guerras, y sobre todo
sigue extrayendo todos los recursos naturales de África sin dejar nada a
cambio. Una política que le sale aún más barata que los tiempos coloniales.
Para
los occidentales África es una gran herida, una herida purulenta; que no se
atreven a mirar cara a cara de miedo de ver reflejados en sus rostros la
ignominia y la esclavitud a la que la han sometido desde hace más de quinientos
años.
Esta
África sin futuro, la que nos desnuda Johari Gautier Carmona en su último libro
Del sueño y su pesadillas (Atmósfera
Literaria, Madrid, 2014), contrasta con la de Léopold Sedar-Senghor: la de violentos guerreros de las
sabanas ancestrales/África a la que cantaba mi
abuela/Al borde de un río lejano. El África de Gautier, por el contario, es un continente olvidado, sacudido por las
mafias que desean sacar provecho de la miseria de sus habitantes, sin
importarles la suerte que puedan correr una vez se embarquen en esas naves del
delirio a las que ni siquiera las comandan pilotos experimentados, ni las
proveen con la suficiente gasolina para llegar a buen puerto. Si hace doscientos
años eran sus propios hermanos los que los vendían en los puertos como
esclavos, ahora son ellos los que los envían a una muerte casí segura.
Gautier
Carmona nos relata la vida de dos jóvenes senegaleses, Salif Bambara y Salif
Diop, dos huérfanos que desean viajar a Europa para trabajar y poder ahorrar
dinero con el cual puedan ayudar más adelante a otros huérfanos. El lector
acompaña a estos dos muchachos a lo largo de su penoso viaje hasta las
Canarias. En realidad el libro es una parábola de la lucha por la
supervivencia, pero sobre todo es una lucha por no sucumbir ni a la locura ni
al odio, ni a las disputas que pueden presentarse en situaciones límites, después
que la barca en la que navegan ha quedado a la deriva y donde el agua dulce y
los víveres ya se han agotado desde hace días. Sin olvidar los olores, la
fatiga, las piernas entumecidas por la falta de movimiento, el calor del día y
el frío de la noche. La sal marina que
quema sus pieles.
En
esa barcaza está condensado el universo y la miseria humana; no obstante, el
autor protege a sus personajes y les evita caer en el delirio. Los preserva
hasta el final sin que pierdan las esperanzas por un final que puede cambiarles
para siempre sus vidas. En el viaje habrían podido perder la brújula que los
hace seres humanos; no obstante, logran salir del laberinto, no indemnes, pero
si con la esperanza de una vida mejor.
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