En este blog podrán leerse artículos, poemas o cuentos sobre mujeres y hombres que han jugado un rol decisivo en la construcción de nuestro imaginario colectivo; bien sea a través de la literatura, del arte y por ende de la cultura.
sábado, 9 de enero de 2016
PRIMERA PARTE: EL PUZZLE DE LA HISTORIA O EL AROMA A TRÓPICO DE JORGE ELIÉCER PARDO
Nota: El resumen de esta ensayo de largo aliento fue publicado inicialmente por El Magazín del diario El Espectador en el mes de septiembre de 2015, hoy les presento la primera parte de un total de cinco.
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A MODO DE INTRODUCCIÓN : UN REPASO POR LA HISTORIA RECIENTE :
Nunca he creído que América Latina en general, y Colombia en particular, haya estado por fuera de los dos grandes conflictos bélicos del siglo XX, como tampoco estuvo por fuera de la Gran Depresión de Estados Unidos. Esta última fue una sombra siniestra sobre mi familia. Mi madre, que había nacido en 1924, tuvo a la edad de tres años una ostiomelitis que la postró en cama durante cuatro largos años. Mi abuelo, al igual que la mayoría de la gente de su época, era un agricultor y ganadero, así que para poder hacer frente a su enfermedad perdió lo que tenía. A partir de 1929-1930 vendía las vacas a $5 y encimaba el ternero. Nunca más pudo recuperarse del todo. La Gran Depresión dejó una huella indeleble en la economía familiar.
En cuanto a la Segunda Guerra Mundial, habría que recordar que muchos alemanes se exiliaron en varias ciudades de Colombia, Manizales entre ellas. Así que yo crecí con hijos de alemanes que habían participado en esa pesadilla o que habían huído del conflicto bélico o de la posguerra. Incluso mi hijo es nieto de uno de los jóvenes que tuvieron que enlistarse en las filas de Hitler sin entender muy bien porque debían tomar las armas y su tío abuelo pereció en los campos de batalla sin haber conocido al vástago que estaba por llegar al mundo; a un nuevo mundo que será recordado siempre como el del exterminio judío. El que comenzó con La noche de los Cristales Rotos :
La persecución se acrecentó cuando un joven judío polaco —Herschel Grynzapan— de diecisiete años, llegó a la embajada alemana en París y pidió hablar con el embajador. En su lugar lo recibió Ernest von Rath, tercer secretario. El muchacho buscaba vengar a su padre —uno de los dieciocho mil judíos alemanes deportados a Polonia días antes— y asesinó al diplomático. El hecho enervó a Hitler: ciento diecinueve sinagogas fueron incendiadas, setenta y seis destruidas, siete mil quinientos negocios de judíos saqueados, veinte judíos detenidos y treinta y seis fusilados. En La Noche de los Cristales Rotos —como se conoció la venganza— el valor de los vidrios destrozados se calculó en cinco millones de marcos. (El pianista que llegó de Hamburgo, Jorge Eliécer Pardo, Editorial Cangrejo, 2012, pág. 22)
Al leer este episodio pensé inevitablemente en Charlotte de David Foenkinos, Premio Renaudot y Premio Goncourt de Lycéens 2014. En su libro relata que también fueron quemadas las barbas y trenzas de los judíos ortodoxos. Una forma de borrar su existencia, su cultura, sus creencias religiosas. Una forma de sembrar la humillación, el desamparo y el miedo que habría de reinar en Europa en los siguientes siete años.
El desenfreno es total.
Es así como tiene lugar la Noche de los Cristales.
Del 9 al 10 de noviembre de 1938.
Los cementerios son profanados.
Los bienes (de los judíos) son reducidos a la nada.
Miles de (sus) almacenes desvalijados.
Se obliga a muchos a cantar delante de las sinagogas a las que se ha prendido fuego.
A algunos les queman sus barbas.
A otros, rehenes en sus propios teatros, los golpean hasta matarlos.
Los cadáveres semejan basura.
Miles de hombres son internados en los campos
Miles.
Uno de ellos es el padre de Charlotte.
(Charlotte, de David Foenkinos, pág. 117, Edit. Gallimard,2014. Traducción libre de la autora del artículo).
Y por supuesto están los campos de concentración, Jorge Eliécer Pardo nos lo narra así:
Los amigos de la familia decidieron quedarse, sus propiedades y dinero estaban perdidos y en sus brazos —por obligación— lucían la estrella de David para ser identificados por los alemanes puros. El exterminio se agrandó después de los dos atentados al Führer y muchos fueron presos en guetos, con muros rematados por alambradas de púas. Se morían lentamente, hacinados —trece personas por habitación— entre el hedor insoportable de sus propias heces mientras aguardaban el turno de ser conducidos a las duchas. (Idem, pág.23)
Los campos de la ignominia, los campos de exterminio, los que nos hacen mirarnos al espejo, no sólo como la especie que ha creado la cúpula de Brunelleschi, sino que hemos abierto literalmente las puertas del infierno de Rodin y de Camille Claudel, aunque antes hubiésemos contemplado desde lejos las del paraíso de Ghiberti. Por lo que inevitablemente pienso en Primo Levi, en Jorge Semprún, en Herta Müller, en Katja Kettu, en Katya Petrowskaja o en Clara Schoenborn, y la lista podría continuar .
Jorge Semprún recuerda así su paso por Buchenwald:
Es el silencio del bosque el que tanto os extraña. … No, no es el silencio… no habían oído el silencio…
Se acabaron los pájaros… El humo del crematorio los ha ahuyentado… nunca hay pájaros en este bosque…
Escuchan, atentos, tratando de comprender.
- ¡El olor a carne quemada, eso es !
Se sobresaltan, se miran unos a otros. Con un malestar casi palpable. Una especie de hipido, de naúsea. (La escritura o la vida. Jorge Semprún. Fábula Tusquets Editores. 6a edición. 2013. Pág. 17).
Y es que nadie que no haya estado en un campo de extermino nazi puede imaginar siquiera el olor del que habla Semprún. El olor de los hornos crematorios es el olor que había hecho huir a los pájaros. Semprún hace del olor una especie de hilo conductor de su obra. Habla de los olores en las barracas, el olor de los prisioneros, habla de su propio olor, pegado a él como la muerte misma con la que se cruzó durante su cautiverio; me refiero a su estadía en el infierno de Buchenwald.
Este infierno de olor a carne humana quemada aparece en Los oficios en clave de Atenea, de la colombiana de origen judío-alemán Clara Schoenborn (Premio Nacional de Poesía Ediciones Embalaje-Museo Rayo, 2011), ese olor y esa pesadilla aparecen en versos dispersos en diferentes poemas, lo que me ha permitido recrear un nuevo poema:
Tanto puño contenido
en tu cementerio de embriones (Poema Revolucionaria)
Sólo yo conozco
esa antigua fundición de cadáveres (Poema Guerrera)
Es mi arco un prisionero
obligado a ser verdugo
a esparcir su metalurgia
entre golpes de muerte (Poema Cazadora)
En los jugos de esta muerte voy a revivir (Poema Amante)
Para exorcizar en ellos (ellas)
mi propia muerte (Poema Guerrera)
y por ello se hace más denso
el silencio del mundo (Poema Cazadora)
(Los oficios en clave de Atenea. Clara Schoenborn. Apidama Ediciones. Bogotá. 2013).
Aún Clara Schoenborn, sin haber sido testigo directo de los campos de exterminio, intuyó que el canto de los pájaros había desaparecido del paisaje fracturado por los hornos crematorios. Como si ese olor nauseabundo tuviese su propia memoria y navegase en el tiempo y de generación en generación.
Y Jorge Semprún, al recordar el paso de la muerte por el campo de concentración, nos dice :
Desde hace dos años, yo vivía sin rostro. No hay espejos en Buchenwald. (Jorge Semprún, op. cit. pág. 15).
Y más adelante :
Dos años de eternidad glacial, de intolerable muerte me separaban de mí mismo.¿Volvería a mí algún día ? ¿A la inocencia, cualquiera que fuera el afán de vivir, de la presencia tranasparente a uno mismo ? ¿Sería para siempre jamás ese otro ser que había atravesado la muerte, que se había alimentado de ella, que se había deshecho en ella, evaporado, perdido ? (Idem, pág. 121)
Este párrafo me hace pensar en una frase de Herta Müller que leí hace algunos meses :
De qué vas a avergonzarte cuando careces de cuerpo (Todo lo que tengo lo llevo conmigo. ePUB, pág 370).
Una frase que busca desentrañar los infiernos personales de los prisioneros de los campos de concentración y como sus victimarios trataron de borrar, de aniquilar sus vidas. En este caso se trata del drama del poeta Oskar Pastior y de otros prisioneros a los que Herta Müller entrevistó y que le contaron la vida dentro del campo de trabajo forzado, esta vez bajo la ordenes de los rusos.
A esa gran insania, la de los campos de contración y exterminio nazi, hay que sumarle otra de la que raramente se habla : Los Niños de Lebensborn (Fuente de vida) al que hace alusión Jorge Eliécer Pardo con su libro El pianista que llegó de Hamburgo :
...mi hija Laura, se diluye en la neblina espesa. Se la llevan unos hombres indefinidos, con uniformes de casacas y gabanes grises que, entre el claroscuro, dan la espalda. Detrás de la cortina densa están los niños de Lebensborn, en el castillo donde crecen los hijos de Hitler, los pequeños engendrados por soldados nazis, rubios, de ojos azules y de más de un metro con setenta de estatura. Laura camina hacia el bosque, voltea la cabeza y me mira, como suplicando el rescate, en este solsticio de invierno. Como miles de niños de Polonia, Checoslovaquia y Francia, es secuestrada para que forme parte de la guardia pretoriana del Führer. No soy un músico de Hamburgo sino un oficial al que le entregan varias alemanas para que preñe y devuelva al Reich cuatro hijos de los cuatrocientos mil hombres y mujeres que gobernarán el mundo. … Himmler firma los papeles que le trajeron: L343-38, el número que le asignan para el futuro. Los experimentos dan sus resultados y los padres no volveremos a ver a los pequeños de Lebensborn. Entregan a mi niña el anillo con la calavera como símbolo y lealtad al Führer: obediencia, fraternidad y camaradería. La cabeza de la muerte que recordará a Laura que se halla lista para sacrificar su existencia en cualquier momento, por el bien de la raza germánica. La insignia la sacan del santuario secreto, del castillo de Himmler, en Wewelsburg, herencia de uno de los oficiales de la vieja guardia, muerto en combate. Los ojos celestes de ella se desvanecen entre mis lágrimas. (El pianista que llegó de Hamburgo, pág. 131-132)
Un drama poco conocido, al menos yo sólo vine a saber de él gracias a Nancy Huston y su libro Marcas de Nacimiento (Premio Fémina 2006). Entre 1940 y 1945 los Nazis llevaron a cabo un vasto programa de germanización o arianización. Hasta aquí es algo sabido por todos nosotros, lo que yo ignoraba es que bajo las órdenes directas de Heinrich Himmler más de doscientos mil niños de todas las edades fueron literalmente secuestrados en sus países de origen: Polonia, Ucrania y los Países Bálticos, con el fin de suplir las pérdidas humanas de la guerra. Los niños más pequeños eran llevados a unos centros considerados como granjas de cría y de allí pasaban a vivir con familias alemanas que los criaban como si fuesen propios. Los niños que habían iniciado la etapa escolar eran conducidos directamente a centros especiales donde se les educaba bajo los preceptos arios. Una vez terminada la guerra se crea la UNRRA (United Nations Relief and Rehabilitation Administration), cuyo objetivo principal era buscar a los niños raptados por los nazis. Solamente cuarentamil lograron ser restituidos a sus familias de origen.
Algo similar ocurrió en Polonia, donde dos mil quinientos niños del ghetto de Varsovia fueron separados de sus familias y posteriormente dados en adopción a familias católicas polacas. La gran diferencia es que los niños no fueron robados a sus familias, sino que éstas consintieron en entregarlos voluntariamente. Los progenitores estaban conscientes que era la única forma de preservarles la vida. Detrás de tamaña empresa estaba una trabajadora social, Irena Sendler (Polonia - 1910-2008).
Desafortunadamente este programa de desaparición forzada no fue el único que se dio en Europa. Me refiero al caso de los niños desaparecidos en los años que siguieron a la Guerra Civil Española. Durante los años de 1939 a 1949, miles de niños, hijos de padres y madres republicanos, fueron dados en adopción a familias con nexos falangistas, o bien internados en hospicios públicos. Muchos de ellos no solamente nunca regresaron con sus familias biológicas sino que aún hoy en día no saben la verdad sobre sus orígenes. Durante la época franquista se consideraba a los republicanos como una especie diferente y cruel por naturaleza.
Y en esta idea del mal republicano quien llevaba la peor parte era la mujer. Se hablaba incluso de la crueldad femenina, que era acentuada si la mujer participaba en política. La idea de darlos en adopción a familias adictas al régimen de Franco era poder educar a los niños bajo los preceptos falangistas; al mismo tiempo que borraban toda huella que pudiese llevar a la identificación del niño robado. Este delito no prescribe, así Franco haya muerto, y se le considera crimen de lesa humanidad. España, en su recuperación de la memoria histórica, ha emprendido una tarea ardua, difícil y encomiable, en pro de los Derechos Humanos; aunque no hay que olvidar las múltiples trabas que han puesto los bandos de los dos extremos para que la verdad no salga a la luz. En la época de la dictadura franquista había una copla que decía más o menos así: Se me ha perdido un niño en el fondo del jardín/ he encontrado un niño en el fondo del jardín.
Este programa perverso inevitablemente me hace pensar en los niños robados por la dictadura argentina, con el cruel objetivo de darlos en adopción a las familias de los victimarios de sus propios padres; es decir, los hijos de los detenidos-desaparecidos. Las Madres de la Plaza de Mayo han logrado encontrar a algunos de ellos, pero aún quedan otros muchos en manos de las familias victimarias o familias con nexos cercanos a la dictadura. La Asociación de las Madres de la Plaza de Mayo (abuelas de los niños en cuestión), estima que alrededor de quinientos niños habrían sido robados a sus padres legítimos y dados en adopción. Hasta el momento han sido recuperados alrededor de ciento nueve niños, en un programa sin precedentes por el restablecimiento de la verdad, la búsqueda de la identidad y de la reconstrucción histórica; pero sobre todo en un arduo trabajo de reivindicación y respeto a los Derechos Humanos.
Y en Chile están los niños robados a sus madres durante dos décadas, las de los 70 y 80 del siglo pasado, durante la férula que significó la dictadura de Pinochet. Con el agravante que apenas se comienza a develar este oscuro episodio histórico. Como en el caso español se desconoce cuantos niños pudieron haber sido víctimas de adopciones ilegales, no se sabe si fueron cientos o miles. Uno de los principales culpables de este delito atroz es el sacerdote católico Gerardo Joannon, de la Consagración de los Sagrados Corazones. Por supuesto que él no actuó solo, lo hizo en connivencia con hospitales, enfermeras, trabajadoras sociales; es decir apoyado y protegido por el Estado. Aún sigue sin ser juzgado.
Por otra parte, Colombia no fue ajena a los campos de concentración. Recuérdese que durante dos largos años decidió internar a las colonias japonesa, italiana y a la alemana; y aunque aparentemente el trato fue bueno, la realidad es que estaban encerrados como si fuesen criminales. Esto sin contar que les prohibió toda posibilidad de tener un trabajo digno y por ende la posibilidad de mejorar su economía familiar y grupal. Este episodio histórico fue llevado al cine por Carlos Palau, una pequeña joya del cine colombiano, tal vez la única, así algunos digan que esta película pudo haber sido mejor, que le faltó dramatismo, que la fotografía le roba protagonismo a los actores que son demasiado estáticos, me refiero a Sueño en el Paraíso (2007). Cinta que me hizo pensar en Akira Kurosawa, no en vano Palau vivió varios años en Japón y es un gran admirador de la cultura nipona. También recordé el libro Cuando el emperador era un dios (2002) de Julie Otsuka (Premio Fémina Extranjero 2012, con la obra Algunas no habían visto nunca el mar), el cual narra la vida en el campo de concentración que Estados Unidos construyó para mantener prisionera a la colonia japonesa en la Segunda Guerra Mundial. Es de anotar que la gran mayoría de hombres y mujeres llevaban años trabajando en dicho país y que sus hijos habían nacido en suelo estadounidense; ellos también tuvieron que vivir durante dos largos años en los campos de la ignominia. Al salir lo habían perdido todo.
Hendrik buscó al señor Massi. Le dijo que si la bella y delgada Magdalena era su hija, fuera a presentarse porque lo estaban buscando para recluirlo en uno de los campos de concentración que organizó el estado colombiano para los amigos de Hitler y Mussolini. Explicó, sin importarle, que salió de Hamburgo huyendo de la guerra y que no era más que un ex patriado que pretendía esconderse del exterminio. No dijo más, tenía dignidad y el silencio de la música. (Idem, pág. 87)
Terminada la guerra, Colombia tuvo una política antisemita al cerrarle la puerta a cientos de judíos que clamaban por un país que los recibiera después de conocerse la barbarie de los campos de concentración y de exterminio nazi. Algunos de ellos pudieron llegar a Barranquilla y migrar luego a diferentes regiones donde formaron familias; la mayoría de ellos con colombianas ajenas al odio que la sociedad occidental había alimentado en contra de su pueblo.
Luis López de Mesa … escribió en una circular que el gobierno consideraba a los cinco mil judíos establecidos un porcentaje insuperable. Pedía a los cónsules que pusieran las trabas posibles al visado de nuevos pasaportes para impedir el ingreso de judíos, rumanos, polacos, checos, búlgaros, rusos, italianos. Afirmaba además, que estos personajes llegaban a los puertos en tal grado de miseria que carecían de los centavos necesarios para el pago del timbre nacional y del transporte al lugar de destino, aumentando el número de desocupados que se dedicaban a negocios ilícitos o de ilícita operación. Hacía énfasis en que los judíos que abandonaban Alemania perdían su identidad, adquirían la condición de apátridas y que para dejar de serlo solicitaban la nacionalidad y que Colombia no estaba en condiciones de aceptarlos. Cuando la Unión Panamericana exigió la entrada de refugiados, López de Mesa dijo que sí lo harían si se trataba de inmigrantes de buena índole racial y moral, porque los judíos tenían una orientación parasitaria de la vida. (Idem, pág. 27)
Muchos de esos alemanes, japoneses o judíos, que creían haber escapado a las garras del delirio, fueron atrapados más tarde por la vesania que significó La Guerra Civil Colombiana, más conocida como la época de la violencia, que se desató después del fatidico 8 de abril de 1948 cuando asesinaron a Gaitán. La pugna fratricida por el poder, que enfrentó a liberales y conservadores, sembraría las semillas de la violencia que hemos vivido en los últimos sesenta años. Aunque sería más honesto decir que han vivido las comunidades campesinas, negras e indígenas; sin olvidar a las clases populares que habitan en los cinturones de miseria o en los barrios más desfavorecidos de las principales ciudades colombianas. Los ciudadanos de las clases media y alta hemos sido más bien espectadores de un conflicto que nos negamos a reconocer; y los que han sabido de su existencia es porque de una u otra forma han sido copartícipes de este inmenso río de sangre que no ha dejado de correr. Me refiero a los ganaderos y terranientes; así como muchos empresarios. El eterno y nunca solucionado problema de la tenencia de tierras en Colombia. Una gran cicatriz que no hemos podido cerrar del todo. Cada vez que lo intentamos la herida se hace más y más grande. Por otra parte, hay que recordar los campos de concentración de las FARC, y ésto en fechas bastante recientes. Una forma de perpetuar los campos de concentración de Stalin una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial; recuérdese que Buchenwald funcionó hasta 1950, ya no bajo las órdenes de los nazis sino de los comunistas. La ignominia de las FARC corrobora que en la guerra el hombre alcanzan límites indescriptibles de horror y que olvida que sus prisioneros son seres humanos.
Pues bien, es este eterno conflicto humano, el de la guerra, el tema central de la obra de Jorge Eliécer Pardo. Es la columna vertebral de sus dos últimas obras, El pianista que llegó de Hamburgo y La Baronesa del Circo Atayde, que hacen parte, a su vez, de la saga El Quinteto de la frágil memoria. Una obra monumental en la que ha estado inmerso en los últimos veinte años, pero que en realidad abarca toda su existencia.
Por lo general los lectores no avezados suelen ignorar que una obra literaria no se gesta de un día para otro. Podría decirse que se gesta desde antes incluso del nacimiento del escritor. Lo digo porque hay multiples causas y eventos de toda índole que influyen en la creación literaria; ésto también es válido para la creación artística. Y en una novela histórica este ingrediente es una verdad de a puño.
Suelo decir que los escritores nos alimentamos de todo lo que vemos en la calle, de todo lo que escuchamos, de las experiencias de los otros, de las lecturas que hacemos; entre muchos otros ingredientes que nos nutren a todo lo largo de nuestra existencia y que van tomando forma a medida que emprendemos el oficio de escribir.
Y si alguien sabe de lo que hablo es precisamente Jorge Eliécer Pardo. Su obra desentraña más de cien años de la historia reciente de Europa y de Colombia. Es un viaje en el que el pasado se hace contemporáneo del lector. Una soberbia lección de historia. Sobre todo en un país donde la hemos vilipendiado y convertido en el trapo con el que limpiamos la basura que no queremos que vean los vecinos.
Y es que los colombianos nos hemos puesto una venda en los ojos para no vernos en el espejo y tener que enfrentar nuestros propios fantasmas, nuestros propios demonios; esos que nos despiertan todos los días con un nuevo atentado, un nuevo asesinato, una nueva masacre. Porque hasta las palabras las hemos ido disfrazando, para que pierdan peso y valor, para que no sean nominativas, para que no nombren, para que oculten en vez de mostrar. Es el caso de la palabra masacre. ¿Cuántas han habido en Colombia en los ultimos cincuenta años? En realidad es un genocidio, pero le tememos a esa palabra; no le tememos a otra de grueso calibre, pero decir genocidio, es algo que debe callarse a como dé lugar. -¡Eso no ocurre en nuestro país ! ¡Si aquí ni siquiera hay un enfrentamiento armado !, diría Álvaro Uribe Vélez. Y con respecto a los cerca de cuatro millones de desplazados, su fiel seguidor José Obdulio Gaviria, el mismo que se considera a sí mismo filósofo y sociólogo, los llama : Migrantes.
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